VIOLENCIA POLÍTICA EN CATALUÑA

 

  Editorial de   “ABC” del 12.10.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

La agresión de la que fueron objeto en Martorell Ángel Acebes y Josep Piqué no es un incidente aislado, sino el fiel reflejo del clima generado en Cataluña por una clase política que rubricó un acuerdo infame de exclusión del Partido Popular que ahora se extiende a la calle. Quien siembra vientos recoge tempestades en forma de debilitamiento de la democracia. Tanto esfuerzo en señalar al PP como «enemigo de Cataluña» no podía dejar de tener su reflejo en ciertos sectores sociales, dispuestos a pasar de las gravísimas palabras de los políticos -suscritas en el Pacto del Tinell- a la violencia de los hechos consumados. Alguien debería sentirse responsable de haber incendiado el paisaje político catalán y alguien debería asumir el error inmenso de estigmatizar a una opción política por el mero hecho de oponerse legítimamente al Estatuto catalán. Nada de lo ocurrido es fortuito porque estamos ante un proceso de largo y peligroso recorrido que no nace en la calle, sino en los despachos de una clase dirigente catalana que se comportó de manera irresponsable.

Hasta el momento, nadie ha sido detenido por las coacciones y agresiones sufridas por ambos dirigentes populares, y mientras no se depuren responsabilidades penales por este tipo de violencia sectaria, sean condenadas sin paliativos por el Gobierno y todos los partidos políticos y sean marginados, de forma efectiva y no retórica, sus autores, el Estado de Derecho tendrá una grave excepción en Cataluña. Es inadmisible que el Partido Popular sufra, campaña tras campaña, un acoso violento y coactivo constante, que no se puede despachar como episodios aislados o reacciones marginales, pues reflejan algo más grave que la predisposición a la violencia de determinados sectores de la izquierda y del nacionalismo catalanes.

Tales actos muestran hasta qué punto los discursos políticos que abogan por marginar a una formación democrática como el PP, que califican a los discrepantes del régimen nacionalista como anticatalanes y que, de forma cínica, condenan pero justifican las agresiones, calan en los extremistas, que se consideran legitimados para traducir en violencia las consignas incendiarias contra el PP.

Es encomiable, sin duda, que la Mesa del Parlamento catalán condenara las agresiones a los dirigentes populares y que José Montilla ordenara la «expulsión inmediata» del secretario de las Juventudes Socialistas de Martorell, participante en la encerrona. Pero todos llegan tarde y mal. Llegan tarde porque hay un daño grave y estructural a la convivencia política en Cataluña desde que el socialismo se alió con el nacionalismo más extremista para impulsar un proceso de limpieza ideológica en la sociedad catalana, centrado en la expulsión del PP de la vida política. Y llegan mal porque la mayoría de esas condenas suena hueca, sobre todo en aquéllos que, a renglón seguido, culpan al PP de la violencia que sufren y se lamentan de las agresiones sólo por el beneficio electoral que pueden obtener los populares. Por eso, Rodríguez Zapatero no debería complacerse en lo bien que se le recibe en Cataluña, a diferencia «de otros», esos «otros» que, al mismo tiempo que el jefe del Ejecutivo pronunciaba esta dramática obviedad, estaban siendo acorralados por militantes del PSC e independentistas.

En estas condiciones, la campaña electoral en Cataluña puede ser un ejercicio de hipocresía si el PP no tiene garantizada la igualdad con las demás formaciones para dirigirse a sus militantes y ciudadanos. Pese a que son los nacionalistas quienes hablan de la «mala calidad de la democracia española», es precisamente donde ellos gobiernan o monopolizan la vida pública el ámbito en el que más deterioradas están las libertades públicas y los derechos individuales.