CONTRA EL VICTIMISMO

 

La clase dirigente catalana pretende ahora trasladar sobre España la culpa de la crisis que ha desatado al colocar en el centro de la escena política un Estatuto que rompe la Constitución, violenta la convivencia, reclama privilegios y establece unilateralmente un marco de relaciones desiguales

 

 

 Artículo de IGNACIO CAMACHO   en “ABC” del 09.10.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Todo discurso nacionalista parte del victimismo como fundamento que justifica el delirio de sus entramados argumentales identitarios -nada une más a la tribu que la amenaza externa-, pero el nacionalismo catalán ha sido siempre particularmente experto en la construcción de teorías del agravio. Incluso durante épocas en que el proteccionismo de la dictadura amparaba de manera singular ciertos sectores industriales de la burguesía del principado, cuyos niveles de renta eran tan abrumadoramente superiores a los del resto de España que los trabajadores de Andalucía, Extremadura o Galicia emigraban de forma masiva a Cataluña en busca de recursos de supervivencia, la clase dominante catalana fue capaz de levantar símbolos de agravio con particular eficacia.

El victimismo se ha convertido en Cataluña, más que en una idea, en una especie de costumbre extendida por los ámbitos más cotidianos de la existencia colectiva. El mismo FC Barcelona, ese Barça convertido por este argumentario en «ejército simbólico de una nación sin Estado» (Vázquez Montalbán), ha tejido a su alrededor una leyenda victimista de tal éxito que pervive en el imaginario popular incluso cuando, como en el momento presente, goza de los favores del establishment deportivo con una evidencia tan clamorosa que ha provocado la indignación de clubes tan poco sospechosos de impulsos hegemónicos como el Deportivo de la Coruña o el Alavés, en absoluto identificables con la vocación opresora del centralismo madrileño. Para una mentalidad anclada en el agravio como motor de sentimientos de identidad, los favores arbitrales, como antes los beneficios proteccionistas o más recientemente la prioridad inversora del Estado, no son más que episodios de remota justicia que vienen a reparar (sólo parcialmente, por supuesto) la larga secuencia de ofensas y pretericiones sufridas a lo largo de una Historia de perdedores.

Del mismo modo, la clase dirigente catalana pretende ahora trasladar sobre España la culpa de la crisis que ha desatado al colocar en el centro de la escena política un Estatuto de autonomía que rompe la Constitución, violenta la convivencia, reclama privilegios y establece unilateralmente un marco de relaciones desiguales con el resto de los españoles. La idea matriz de esta tesis consiste en la simple y esquemática formulación de que España no comprende a Cataluña, sustituyendo en algunos casos el concepto de España por el mucho más eficaz de Madrid, capital simbólica del centralismo o sede de lo que cierto medio ha llamado sin ambages «la caverna mesetaria». Los españoles, según este guión, somos cerriles nacionalistas incapaces de entender el esfuerzo colectivo de integración que la sociedad catalana ha plasmado en ese texto luminoso que se digna redimirnos de nuestra imperfección constitucional para señalarnos el verdadero camino para convivir sin sobresaltos, y que consiste, como no podía ser de otra manera, en reconocerle a Cataluña su papel de superioridad económica, intelectual, social y política, faro avanzado de la modernidad y oasis de racionalidad en un Estado atávico, crispado y ceñudo.

Para los inspiradores del nuevo Estatuto -entre los que conviene reconocer que se cuenta una gran parte de la burguesía que, en voz baja, empieza a protestar de sus excesos pese a haber firmado manifiestos y respaldado en voz alta sus exigencias-, es España el único problema. España, y no Cataluña, es la responsable de una quiebra de convivencia que está empezando a abrir la puerta a viejos e indeseables demonios de rechazo social. España, y no Cataluña, es la que genera el conflicto sobrevenido por la perplejidad y la irritación con que ha sido acogido ese proyecto destinado, al parecer, a solventar todas nuestras viejas querellas territoriales fruto de una incomprensión visceral de la diferencialidad catalana. España, la España zaragatera y triste que siempre vuelve la espalda a quienes, como Maragall y su gobierno tripartito, como Artur Mas y sus jóvenes cachorros ultranacionalistas, tienen la audacia de proponer soluciones nuevas para las cuestiones ancestrales que atenazan el presente y bloquean el futuro.

Este discurso unilateralista, impregnado de victimismo y autocomplacencia, domina la sociedad catalana con la misma densidad con que ha venido empobreciendo el clima social e intelectual de esa comunidad a lo largo de dos décadas y media de pujolismo. Con la misma alegre autosatisfacción que ha liquidado gran parte del versátil cosmopolitismo catalán -basta visitar periódicamente Barcelona para comprobar su creciente aislacionismo, su decadencia cultural, su progresiva pérdida de dinamismo histórico- para sumirlo en una nube autárquica; la hegemonía nacionalista ha provocado una pérdida de pulso colectivo tan patente que ha sido necesario encontrar en el sempiterno agravio un chivo expiatorio con el que justificar el fracaso de ese proyecto de «construcción nacional». Y ese culpable no es otro, naturalmente, que España, la España que ha permitido que Madrid, Valencia, Baleares e incluso Extremadura crezcan en pujanza y mejoren sus servicios mientras Cataluña decaía en términos relativos bajo la asfixia del éxtasis nacionalista.

En vez de rebelarse contra esa atmósfera ensimismada que ha conducido a la sociedad catalana a una palpable postración de la que sólo la ha rescatado el enorme dinamismo individual de su burguesía, Maragall, que es un nacionalista puro encastrado en el tejido político del socialismo españolista, se ha ido a buscar la raíz del problema en el clásico argumentario miope del victimismo. Y, ayudado por los nacionalistas -que se dividen, retirado el siempre pragmático Pujol, entre radicales y directamente independentistas-, ha propuesto como salida un proyecto desquiciado que no sólo da una vuelta de tuerca a la feroz hegemonía del sector público sobre toda la sociedad civil catalana que ha venido trazando el pujolismo, sino que se lanza directamente a reconstruir el diseño político del conjunto de España, a la que exige un cambio de modelo constitucional para que ellos puedan sentirse más cómodos en su delirio diferencialista.

Si no hubiese encontrado en el presidente Zapatero un incomprensible aliado, empeñado en pasar a la Historia como el autor de una segunda transición hacia no se sabe bien dónde, todo este «monumental desaguisado» (como lo calificó Mariano Rajoy el pasado jueves en su brillante y sonada intervención en el Foro ABC) no tendría mayor peligro de pasar el filtro de cordura que aún anida en la soberanía nacional representada en el Congreso de los Diputados. Lo malo es que Zapatero parece dispuesto a darle carta de naturaleza al dislate, previo maquillaje de ciertos aspectos evidentemente incomestibles incluso para él mismo, ante el estupor de no pocos socialistas que aún quieren seguir creyendo en una España de ciudadanos y no en una desquiciada nación de naciones.

Y eso es lo que hay que impedir. Lo que tienen que impedir los políticos en quienes aún quepa una conciencia moral y social lo bastante lúcida como para no autorizar el suicidio del Estado. Ya es grave que gran parte de la sociedad catalana esté dispuesta a inmolarse en el altar de un nacionalismo que la pretende someter hasta extremos inverosímiles de invasividad, como demuestra el análisis del texto estatutario que el lector de ABC encontrará unas páginas más adelante. Pero la sociedad española no puede aceptar que le impongan una nueva Constitución, un nuevo modelo de convivencia basado en el privilegio y la desigualdad de unos ciudadanos sobre otros. En ese sentido, los victimistas tienen algo de razón: los españoles no los aceptamos. Pero no porque nos cueste trabajo comprenderlos; al contrario, es demasiado fácil comprender lo que quieren. El problema consiste en que de ninguna manera lo vamos a aceptar, precisamente por lo bien que lo entendemos.