LENGUA Y CORRECCIÓN POLÍTICA
Artículo de FRANCESC DE CARRERAS en “La Vanguardia” del 20/01/2005
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Hace tan sólo dos días Miquel Roca Junyent publicó en estas mismas páginas un 
estupendo artículo en el que ponía de relieve el miedo a manifestarse en público 
en contra o al margen de lo políticamente correcto. Y añadía: "Mucha gente dice 
en privado lo que no se atreve a decir en público. Es más, mucha gente dice en 
público lo contrario de lo que dice en privado". Si ello es cierto, en general, 
respecto a muchas materias, en Catalunya es especialmente exacto en un campo 
particular: en la política lingüística. 
En efecto, el debate sobre esta materia está estrictamente delimitado: sólo se 
aceptan las voces que exigen una mayor imposición del catalán y se descalifica 
con todo tipo de improperios a quien se atreve a discrepar en sentido contrario. 
Lo genera un clima de temor generalizado que permite a las autoridades ir 
tomando medidas sin que en la opinión pública tenga lugar, previamente, 
discusión alguna. En todo caso, lo políticamente correcto consiste en decir que 
hay un gran acuerdo social en esta materia y que las críticas no son otra cosa 
que intentos de crear problemas donde no los hay. Ciertamente, alguna razón hay 
en ello, pero, como solía decir un amigo mío sobre otras cuestiones, la razón 
que hay es poca y, además, no es aplicable a este caso. 
En efecto, la convivencia en nuestra sociedad entre personas que preferentemente 
hablan en castellano y las que lo hacen en catalán es modélica. Puede haber 
algunos casos de intolerancia, tanto por una como por otra parte, pero se trata 
de raras excepciones que no hacen otra cosa que confirmar la regla. En una 
tienda, un bar o una oficina pública, unos hablan con total libertad en catalán 
y otros responden con la misma libertad en castellano, o viceversa, y nadie se 
enfada, como es natural y propio de personas civilizadas y bien educadas. Todo 
ello viene facilitado por el hecho de que se trata de dos lenguas muy parecidas 
cuyo conocimiento es común a la mayoría de los ciudadanos: un reciente estudio 
muestra que en la región metropolitana de Barcelona el 90% de los ciudadanos 
entiende y habla catalán y castellano. Por tanto, en la sociedad, es decir, en 
las relaciones entre ciudadanos particulares, el bilingüismo es usual. 
Otra cosa, sin embargo, sucede en la esfera pública, en las relaciones entre 
poderes públicos y ciudadanos. Alegando el hecho cierto de que el catalán es una 
lengua minoritaria en el mundo y que el castellano es todo lo contrario, en 
Catalunya se fue creando en tiempos de CiU una legislación y una práctica en las 
instituciones políticas que casi ha eliminado el castellano de la vida pública, 
incluida la enseñanza primaria y secundaria. 
Con el nuevo Gobierno tripartito, la política lingüística anterior de imposición 
del catalán en la esfera pública no se ha modificado y, además, se comienza a 
regular el comportamiento lingüístico de los ciudadanos en el ámbito privado: en 
especial, en las actividades empresariales y en las relaciones entre 
comerciantes y consumidores. Veamos. 
Por un lado, a fines de año se promulgó un decreto en el que se exige a los 
proveedores de la Generalitat -los cuales facturarán este año 8.550 millones de 
euros, cerca de un billón y medio de pesetas- a etiquetar en catalán. Por el 
otro, en el proyecto de nuevo Estatut que elabora la ponencia parlamentaria, 
parece que hay acuerdo en obligar a etiquetar en catalán los productos no sólo 
fabricados, sino también distribuidos, en Catalunya. 
Analizar la racionalidad de estas medidas nos llevaría a hacer consideraciones 
de distinto género: desde la legitimidad de los poderes públicos para regular 
ciertos ámbitos privados hasta el coste económico de tales medidas y la 
repercusión que ello tendría en la economía catalana y, por tanto, en el empleo 
y en el biesnestar de los ciudadanos, pasando por la compatibilidad de todo ello 
con un mundo diverso y globalizado. ¿Deberá exigir un importador de productos de 
Extremo Oriente que éstos ya vengan etiquetados en catalán o una vez ya 
importados deberá efectuar unos gastos adicionales correspondientes para cumplir 
con la normativa de la Generalitat? ¿Cómo repercutirá todo ello en el coste de 
la vida y en el ya excesivo diferencial de inflación de Catalunya respecto al 
resto de España? Más allá de los dogmas fundamentalistas identitarios, a estas 
preguntas deberían responder nuestros políticos si los controladores de la 
corrección política no lo impidieran. 
Con todo ello, quizás estamos construyendo una sociedad que tiende a una cierta 
esquizofrenia: a un lado, los ciudadanos en sus relaciones lingüísticas privadas 
solucionan fácilmente y con naturalidad sus problemas de comunicación mediante 
el libre acuerdo; y, al otro lado, los poderes públicos están creando un sistema 
legal para que no sólo en la vida pública, sino también, cada vez más, en las 
actividades privadas se actúe de una manera muy distinta. ¿No hay algo de 
irrazonable en todo ello? Sobre todo si tenemos en cuenta que cada año aparecen 
datos estadísticos que muestran cómo decrece el uso social del catalán. ¿No será 
que la tendencia a imponer coactivamente una lengua es equivocada y resultaría 
mucho más provechoso para la salud del catalán dejar que aquello que es real en 
la calle -es decir, la libre opción lingüística- lo fuera también en las 
instituciones y en la normativa sobre el uso de la lengua? 
Pero de todo esto no se habla en público: la corrección política catalana lo 
impide.
FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB