¿SOMOS LOS MEJORES?

 

 Artículo de FRANCESC DE CARRERAS   en “La Vanguardia” del 10/02/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

El hundimiento de los edificios del barcelonés barrio del Carmel y la reacción del Gobierno de la Generalitat, que es la autoridad competente, en la posterior gestión de los acontecimientos, son la parte visible de un gran iceberg altamente preocupante en la política catalana. En efecto, la vida política de Catalunya está atravesando un periodo en el que culmina una mentalidad que es siempre funesta para cualquier país: creer que somos los mejores, los que siempre tenemos razón y nunca nos equivocamos.

Tras 23 años de nacionalismo ello es normal. Son creencias que están en la esencia misma de esta ideología. Al pensar en ello, siempre me viene a la memoria aquella penosa frase de José Antonio Primo de Rivera: "Ser español es de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo". Pues bien, si cambiamos español por catalán, con otras palabras y a través de múltiples formas, tanto en las declaraciones de nuestros políticos como en la opinión publicada, utilizando materias tan dispares como la economía, la historia, la filología o el fútbol, entre otras muchas, esta filosofía joseantoniana, común a todos los nacionalismos, es dominante en nuestra sociedad desde los inicios de la autonomía hasta hoy.

En la época de la resistencia cultural al franquismo, Salvador Espriu -hoy tan olvidado por nuestra selectiva memoria histórica- ridiculizó este espíritu chovinista en una de sus más celebradas obras teatrales. Aquel grotesco coro que iba repitiendo incesantemente "¡Som els millors, som els millors!" es muy probable que pretendiera vacunarnos contra el peligro que el sabio poeta intuía en nuestro horizonte. Espriu se situaba así en la misma filosofía que tan concisamente expresaba Albert Camus cuando repetía en sus Cartas a un amigo alemán aquella conocida frase: "Amo demasiado ami país para ser nacionalista".

Pero la vacuna de Espriu no surtió efecto: "¡Somos los mejores!" ha sido y continúa siendo la principal consigna de nuestra vida social, cultural, económica y política. A continuación solemos añadir que, a pesar de esta verdad que nos parece tan indudable y evidente, nadie nos la reconoce porque no nos quieren o nos tienen envidia: es la fase tan conocida del victimismo. Después, claro, vienen los chapapotes y socavones del AVE en versión catalana y nos quedamos pasmados: ¿Som els millors?, nos interrogamos incrédulos y pesimistas. Y entramos en la tercera fase: la de la frustración. Así no vamos a ninguna parte.

Quienes ingenuamente creían que todo esto cambiaría con el nuevo Gobierno ya comienzan a llegar a la conclusión de que estaban equivocados: incluso vamos a peor. Ciertamente, el caldo de cultivo de esta nefasta mezcla de autosatisfacción, victimismoy frustración viene de la larga etapa anterior, pero se está demostrando con el paso del tiempo que Jordi Pujol tenía un mayor bagaje de conocimientos sobre el funcionamiento de un Estado y una mayor inteligencia política, prudencia y sensatez que el Gobierno actual, empezando por su presidente.

Una demostración de todo ello se refleja en el itinerario seguido por el que se ha anunciado como proyecto estrella del Gobierno tripartito: la reforma del Estatut. Primero parecía que lo importante era definir nada menos que una nueva relación de Catalunya con España: se hablaba entonces de abrir un nuevo periodo constituyente, de la nación y de la autodeterminación, como cosas todas ellas al alcance de la mano con Zapatero de presidente en Madrid. Después se dijo que todo ello no era lo más importante, ni el momento el más adecuado: el objetivo debía ser blindar las competencias estatutarias de la Generalitat para así rectificar la doctrina del Tribunal Constitucional y, a la postre, forzar una reforma de la Constitución. Supongo que se dieron cuenta de lo descabellado del medio empleado y del objetivo propuesto y se plantearon una nueva meta: ahora lo importante era resolver en el Estatuto un nuevo sistema de financiación de la Generalitat, otro objetivo técnicamente imposible desde el punto de vista jurídico.

La última moda ha sido pensar que el llamado déficit fiscal era la clave de este nuevo sistema de financiación y se ha llegado al ridículo de constituir una comisión oficial con el encargo de determinar el importe exacto de este déficit. Como el vicepresidente Solbes y el ministro Sevilla, por cierto ambos catalanohablantes, se han encargado de precisar, los criterios y las cifras que ha manejado esta comisión son muy discutibles porque tanto el concepto como el método para establecer el déficit fiscal también lo es y, además, también ambos han rechazado que este déficit deba ser un componente decisivo en el sistema de financiación de las comunidades autónomas. Esto último, por cierto, debería hacer sonrojar a los partidos del tripartito catalán que se autodenominan de izquierdas: en las últimas semanas han pretendido establecer una cuota de solidaridad para las regiones pobres de España que me ha recordado el lenguaje que hace un siglo utilizaban las damas de la Cofradía de San Vicente de Paúl. En tal descalabro ideológico han llegado a situarse.

Los derrumbes del Carmel, como decíamos al principio, son la punta de un iceberg que esconde mucho más: esconde, sobre todo, falta de rigor, demagogia y frivolidad.

FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB