SIN SENTIDO COMÚN

 Artículo de Francesc de Carreras   en “La Vanguardia” del 25/05/2006

 

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.


En el artículo de la semana pasada comentábamos la regulación lingüística incluida en el nuevo Estatut y llegábamos a una primera conclusión: se eleva a rango estatutario la política actual, que da una preeminencia desproporcionada al catalán en las instituciones políticas y administrativas, en los medios de comunicación públicos y en la enseñanza primaria y secundaria. Decíamos también que esta política no se correspondía con una realidad social bilingüe y empobrecía al conjunto de la sociedad al impedir, por ejemplo, que buenos técnicos y buenos funcionarios -jueces, por ejemplo- vinieran a ejercer su profesión en Catalunya. Además, que esta legislación se eleve a rango estatutario dificulta enormemente su reforma: ¿quién se atreverá, tras el presente espectáculo, a proponer otra reforma del Estatut en los próximos años?

Pero también decíamos en dicho artículo que la propuesta de nuevo Estatut no sólo consolidaba la política actual, sino que la empeoraba. Señalemos, tan sólo, tres aspectos. En primer lugar, el artículo 6.2 establece el deber de los ciudadanos de Catalunya de conocer el catalán. Esto, ciertamente, equipara a catalán y castellano, ya que la Constitución, en su artículo 3, establece para todos los ciudadanos españoles el deber de conocer el castellano. Sin embargo, ¿cuál debe ser el alcance y las consecuencias de este deber de conocimiento?

El Tribunal Constitucional ha establecido una jurisprudencia según la cual el artículo 3 de la Constitución no establece un deber equivalente a una obligación, sino que se trata de una simple presunción, es decir, de que el ciudadano no pueda alegar que desconoce el contenido de una comunicación de la Administración argumentando que desconoce el castellano. Es un caso similar a la presunción de conocimiento del derecho: cuando el Código Civil establece que "la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento", simplemente se limita a decir que ignorarla no exime de que sea obedecida. Conocer la ley no es un deber, sino una presunción.

Este precepto estatutario podría ser razonable desde el punto de vista de la igualdad de derechos y deberes respecto a la lengua. Ahora bien, en manos de un gobierno nacionalista catalán, es fácil que este deber no sea considerado una presunción sino una obligación. Si de la consideración del catalán como lengua propia se ha deducido que es la de uso normal y preferente por parte de los poderes públicos, no es difícil imaginar que el deber de conocimiento será considerado más una obligación que una presunción.

Pero las otras dos innovaciones del nuevo Estatut son todavía más irrazonables. El artículo 35.1 establece que "el catalán debe utilizarse normalmente como lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza universitaria", extendiendo así a la universidad lo que ya está regulado para las enseñanzas no universitarias. El efecto inmediato de este precepto es obvio y va en el sentido antes señalado: se reducirá claramente el mercado en el que pueden reclutarse buenos profesores y, en consecuencia, la universidad catalana bajará de nivel. Un buen profesor no lo es por la lengua en que se expresa, sino por el grado de sus conocimientos y por la forma de comunicarlos, además de por su capacidad investigadora. Pues bien, el establecimiento del catalán como lengua vehicular tendrá claros efectos disuasorios para los profesores que no sepan expresarse bien en esta lengua. Todo ello redundará en perjuicio de los alumnos y de una sociedad que se verá privada de buenos profesionales.

Más absurda todavía es la otra innovación estatutaria. En efecto, el artículo 34 establece el extraño derecho de que "todas las personas deban ser atendidas oralmente y por escrito en la lengua oficial que elijan" en las entidades, empresas y establecimientos abiertos al público, los cuales "quedan sujetos al deber de disponibilidad lingüística". Es decir, estos locales deberán tener el personal necesario para que los clientes puedan ser atendidos en catalán y castellano, tanto oralmente como por escrito. Aquí subyace un llamado derecho a vivir en catalán, muy profusamente teorizado en los últimos años, consistente en poder circular por toda Catalunya oyendo sólo catalán.

Ante tan insensato derecho, cabe formular algunas preguntas: ¿es éste el deseo de la inmensa mayoría de los catalanes?, ¿es éste un problema real para una sociedad catalana que se comunica en una y otra lengua sin conflicto alguno?, ¿no será tan sólo un problema que únicamente afecta a una pequeña parte de ciudadanos que se sienten ofendidos y discriminados por el mero hecho de oír hablar castellano, la lengua propia de la mitad de los ciudadanos de Catalunya?, ¿hay que otorgar derechos a minorías intolerantes?, ¿facilita este precepto la acogida y la integración de los inmigrantes? Es legítimo el derecho a hablar una lengua oficial, pero, en las relaciones privadas, no es legítimo elegir la lengua oficial en que deben responderte, porque vulneras el derecho de opción lingüística de la otra persona.

El sentido común hace tiempo que está demasiado ausente de la política catalana. Muchas partes del nuevo Estatut son un claro reflejo de esta carencia. El sentido común nos dice que la sociedad catalana es bilingüe y que la política lingüística debe adaptarse a este bilingüismo para respetar la libertad individual. El nuevo Estatut va en la dirección contraria y, si es aprobado, creará problemas allí donde ahora no los hay.

FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB