RIÑA EN EL OASIS

 

 Artículo de ÁLVARO DELGADO-GAL  en  “ABC” del 27/02/05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

No pude ver por televisión a Maragall y compañía durante el debate autonómico a propósito del Carmelo. Lo lamento, porque hay cosas que sólo se entienden hasta el fondo, sólo se atrapan del todo, por medio de los ojos y los oídos. Sea como fuere, lo que nos ha llegado a través de la prensa es impresionante. Apretado por el escandalazo del Carmelo, el President desplazó responsabilidades y se refirió al 3% de comisión ilegal que debían apoquinar los contratistas a CiU. Mas replicó que boicotearía el Estatuto si Maragall no rectificaba. Y Maragall rectificó. Jornada bochornosa, tristísima, para Cataluña.

Desde la perspectiva del nacionalismo catalán, el Estatuto en ciernes equivale a una Constitución. A una puesta de largo de las libertades catalanas. Ello ha conducido a más de uno a establecer analogías retóricas con la Constitución americana, y cosas por el estilo. ¿Imaginamos a George Washington y Thomas Jefferson haciendo almoneda de la Constitución por un asunto de dinero o prevaricación administrativa? Me parece que no. Algo anda mal en Cataluña. Y no de repente, sino desde hace muchos años.

Lo que anda mal en Cataluña no es la sociedad civil, por muchos conceptos admirable, sino la política. La política ha sido en todas partes y en todo momento, lo mismo en Suiza que en el Paraguay, la lucha por el poder. En los regímenes despóticos, ésta se salda con muertes o cooptaciones sigilosas. En las democracias, la ceremonia cruenta se ritualiza y ya no hay cadáveres, sino bajas en el proceso electoral. Al tiempo, se sujeta a los poderosos activando el mecanismo de la responsabilidad pública. Ser públicamente responsable, equivale a someter la propia conducta a una serie de controles. El que no supera los controles, esto es, el que miente, engaña o roba, se tiene que ir.

Por supuesto, el aparato judicial integra un factor imprescindible de la supervisión democrática. Pero no el único ni, si me apuran, el principal. En materia judicial, se es inocente mientras no se haya demostrado lo contrario. En materia política, puede que se sea culpable en tanto no se pueda acreditar que se es inocente. La percepción final de culpabilidad o inocencia se produce por acumulación de percepciones parciales, propiciadas por una prensa libre o por los avatares del juego partidario. Existe siempre el riesgo, claro es, de que el proceso se desmande. Si la prensa es sectaria y falaz, o los partidos subordinan la verdad palmaria a sus tácticas a corto plazo, será inhacedero dar un paso sin que estalle una mina enterrada en el suelo.

La vida política, con todo, no estará a la altura que exige una democracia si no se admite un grado considerable de discrepancia y energía crítica. La democracia, incluso la democracia bien llevada, parecerá por definición una jaula de grillos al nostálgico de las dictaduras o de los regímenes autoritarios.

Es esta pugnacidad dentro de límites razonables, es esta capacidad para mantener el equilibrio sobre un suelo en movimiento, lo que se ha echado en falta en Cataluña desde que empezó la democracia. El sesgo oligárquico de la política en Cataluña ha sido anormalmente pronunciado. Ello se explica por razones varias. Obviamente, la larguísima hegemonía convergente. Pero hay otras circunstancias agravantes.

Quizá, la conciencia histórica de constituir una comunidad distinta, entorpecida o como neutralizada por un enemigo exterior: Madrid. En habiendo un enemigo exterior, ya se sabe, es siempre cuestión de lavar los trapos sucios en casa. Y también ha intervenido decisivamente la naturaleza bifronte del PSC. El voto socialista procede de los inmigrantes de primera o segunda generación, pero la cúpula se nutre de burgueses nacionalistas o criptonacionalistas. Ello ha suavizado tensiones civiles.

En el contexto ya preterido de la lucha de clases, lo natural habría sido que el socialismo catalán reivindicara los derechos del inmigrante frente a los intereses de los estratos oriundos y propietarios. Lo que al cabo sucedió, fue una sublimación del enfrentamiento a través de un pannacionalismo transversal. Con costes, claro está. La masa latente y sin voz política de los inmigrantes se convirtió en el gran secreto de familia catalán. La omertá partidaria velaba, y a la vez ignoraba, la sociología real de la región. En este escenario, la libertad política ha estado sometida a condicionantes estrictos.

Se ha disfrazado la situación enojosa hablando del oasis catalán. Por las trazas, semejaba que hubiese un gen de civilidad y tolerancia que había beneficiado a los catalanes en la misma medida que escaseaba en Castilla o, muy especialmente, en el rincón vascongado.

La propia Esquerra Republicana de Cataluña (ERC), durante el debate del plan Ibarreche en el Congreso, contrastó la discordia vasca con la unanimidad catalana. El jueves, penetró un soplo de aire polar en este clima idílico. El pasteleo sistemático se paga. La connivencia sistemática genera opacidad, y la opacidad crea espacios recónditos e incompatibles a la larga con la higiene democrática.