MAR GRUESA EN CATALUÑA

 

 Artículo de ÁLVARO DELGADO-GAL  en “ABC” del 03.07.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Oriol Malló, militante de ERC y biógrafo de Puigcercós, ha publicado esta semana un artículo en el que se exhorta a la aniquilación física de los intelectuales que redactaron el manifiesto de Barcelona. ¿Qué delito, qué pecado de lesa majestad han cometido los firmantes del manifiesto? Boadella y compañía han roto un tabú: han impugnado la idea de que lo único importante, lo único urgente y digno, es construir la nación catalana. Las encuestas revelan que sólo el 6,5% de los ciudadanos de Cataluña consideran prioritaria la reforma del Estatuto. Los autores del manifiesto, por tanto, se han limitado a dar forma literaria y conceptual a un sentimiento dominante en aquella región. ¿Sirve esto de atenuante? No, constituye un agravante, una auténtica pejiguera. ¿Por qué? Porque queda rehabilitada la democracia, en la acepción que menos conviene a los nacionalistas arrebatados.

En rigor, la democracia es un mecanismo para registrar y convertir en acciones públicas las preferencias sociales. Es esto lo que legitima a la democracia, y no los objetivos concretos que a través de ella se tenga a bien perseguir. Pero la democracia puede ser parasitada, lo es con frecuencia, por grupos de mentalidad poco democrática. Éstos, cuya concepción del sistema democrático es puramente instrumental, necesitan promover la ficción de que una mayoría de contornos difusos, invisible y aplastante, comulga con su causa. De resultas, no se tolera que ciertas voces se desmarquen y enuncien opiniones que no contempladas en el guión oficial. Eso es descortés, hace que afloren ideas y proyectos que no son la Idea y el Proyecto por antonomasia. Por ahí no pasa el señor Malló, aunque lo aguijen mil demonios colorados. El señor Malló cultiva una vocación no infrecuente en determinados ambientes catalanes, y no sólo catalanes: la reducción del disidente. En la práctica, el disidente se bandea como puede. En el terreno simbólico, experimenta una suerte de muerte civil. La estigmatización conoce grados, acentos y colores. De los firmantes se ha dicho, en tono sesudo, paternalista, que son unos alocados, una bohemios, en definitiva, unos gamberros. No se han rebatido argumentos, sino que se ha denunciado el estatus dudoso del díscolo y su resistencia a entrar en el quicio del lugar común oficial. Se socializa al díscolo, en una palabra, por el procedimiento venerable de volverle las espaldas. Esto sucede, en alguna medida, en todas las sociedades, incluidas las más libres. Pero sucede más en las afectadas por un sesgo oligárquico. Cuando la propensión oligárquica coexiste con un régimen democrático, las cautelas se multiplican, los nervios se disparan, y el crujido que produce una nuez al ser pisada adquiere proporciones de catástrofe nuclear. Los bienpensantes exclaman: «¡Jesús!», y aprietan el paso, temerosos de que se vaya a verificar en el momento menos pensado una alteración del orden público.

El señor Malló, por supuesto, ha ido mucho más allá. No pone bolas negras en las votaciones de admisión al club sino que intima exterminios. Y no hace admoniciones sino que circula, a velocidad de vértigo, por una cadena de ecuaciones rudimentarias: no ser catalanista equivale a ser españolista, y ser españolista equivale a ser un fascista de los que se estilaban en los años cuarenta. Cito textualmente: «Boicoteémosles, marquémoslos a fuego ardiente, hagámosles la vida imposible para que sufran en campo propio aquello que ellos hicieron cuando mandaban realmente». ¿Quiénes son «ellos»? Pues eso, ellos: los que siguen ganando la Guerra Civil aunque sean de izquierdas, o aunque no haya guerra. Todo lo acontecido desde el 78, a saber, la Constitución democrática, el Parlamento, el Estado, las enormes dosis de autogobierno de que gozan Cataluña o el País Vasco, es como si no fuera nada. O es peor que nada, precisamente en la medida en que parece ser algo y entonces confunde y desorienta a los que no comparten los aplomos e intuiciones de Malló y sus amigos. Al cabo, o se está con Malló y sus amigos, o se es un miserable. Y no un miserable cualquiera sino un miserable peligroso, es decir, un miserable que urge extirpar antes de que crezca como un cáncer y se lleva por delante a la buena gente. Malló lo formula con claridad meridiana: «nos queréis exterminar, ahora que sabéis que somos pocos, cobardes y frágiles, etc...». En consecuencia «nosotros también queremos exterminaros».

Sería injusto identificar a ERC con el señor Malló. Pero no debe pensarse tampoco que el señor Malló representa una rareza, una extravagancia. El señor Malló no está donde está por casualidad, ni ha escrito lo que ha escrito por casualidad. Llegan avisos de mal tiempo. El invento se les está yendo de las manos a los patriotas.