DE COMUNIDAD AUTÓNOMA A COMUNIDAD NACIONAL

 

 Artículo de Jorge de Esteban en “El Mundo” del 21.03.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 El formateado es mío (L. B.-B.)

 

Hasta ahora, el Estado español estaba estructurado en 17 comunidades autónomas y dos ciudades autónomas, pero si nadie lo remedia y se acaba aprobando en las Cortes Generales ese disparate antijurídico que es el Estatuto de Cataluña, la actual configuración estatal cambiará radicalmente. A partir de entonces, pero de manera provisional en espera de lo que pase también con otras autonomías, empezando por la del País Vasco, habrá que hablar de 16 comunidades autónomas, una comunidad nacional y dos ciudades autónomas.

La razón es muy sencilla: con el nuevo Estatuto, Cataluña dejará de ser una comunidad autónoma, entendiendo por tal una región o nacionalidad que accede a un autogobierno limitado por los principios y disposiciones de la Constitución, la cual se sustenta en la soberanía de la Nación española, única e indivisible. De esta manera, lo que pretendo afirmar en estas líneas no es sólo que el todavía proyecto de Estatuto catalán es inconstitucional, incluso tras haber sido limado en algunos de sus aspectos más chirriantes, tal y como hemos analizado detenidamente y por dos veces en este periódico, sino que a partir de su aprobación el Estado español no podrá funcionar, vaciado de sus posibilidades de acción en esta región y en lo que venga después.

Cuando precisamente la dirección que marca la actualidad constitucional en los países federales actuales es la de fortalecer las competencias y poderes del Estado central, en detrimento de los Estados miembros, según nos demuestran los casos de Estados Unidos, Alemania (en pleno proceso de reforma) o la reciente Constitución suiza de 1999, el actual Gobierno español se empeña en ir en dirección contraria, caminando hacia el suicidio del Estado. De esta manera, va a surgir una nueva forma de organización política de un territorio todavía español que no está prevista en la Constitución, la cual quedará así parcialmente derogada, y que podríamos denominar como comunidad nacional, fase intermedia entre una comunidad autónoma y un verdadero Estado, al que muchos aspiran acceder cuanto antes.

Los datos en que me baso para sostener esta afirmación son los que voy a examinar sucintamente. Antes de nada, la inclusión del término nación en el preámbulo del Estatut, que es de evidente valor jurídico, con su corolario de unos ficticios derechos históricos y un seudo poder soberano del pueblo catalán, tendrá repercusiones decisivas. Ciertamente, sobre el significado del término nación se pueden alegar numerosas doctrinas, pero creo que se pueden destacar especialmente tres.

La primera -es una interpretación sociológica-, según la cual una nación es un grupo humano aglutinado por razones geográficas, históricas, étnicas, religiosas o linguísticas, criterio que sirvió en otros tiempos para formar la unidad alemana o la italiana, pero que actualmente ya no tiene razón de ser en un mundo pluricultural, plurirreligioso, plurilinguístico o pluriétnico, como son hoy la mayor parte de los países europeos y, por descontado, Cataluña.

La segunda interpretación es la política, especialmente elaborada por la doctrina francesa comenzando por Renan, que basa la existencia de una nación, en la voluntad manifiesta de todos los habitantes de un territorio en querer vivir juntos, buscando un destino común, que les diferencie de otros pueblos, supuesto que tampoco se da en la Cataluña actual, en donde al menos la mitad de la población quiere seguir siendo española. Y, por último, la tercera es la jurídica, que consiste en que el término nación traduce una realidad afianzada o, también, la voluntad de un partido o partidos nacionalistas que tratan de incluir ese concepto en un documento jurídico para crear artificialmente algo que no existe, pero que tiene inmediatamente consecuencias jurídicas, porque la peculiaridad del discurso jurídico consiste en que con la adopción de una palabra creadora se hace existir lo que ella enuncia.

Sea lo que fuere, el Estado moderno puede ser definido como «una nación jurídicamente organizada» o, dicho de otra manera, es materialmente imposible que un Estado albergue naciones diferentes, puesto que toda nación aspira a un Estado propio. El hecho es que España, por las razones que sean, ha venido siendo un Estado único, desde hace siglos, porque sólo ha existido una única nación, aunque fuese una nación plural, en la que sus componentes ciertamente poseen diferencias acentuadas. Pero si en el Derecho Administrativo existe la teoría de la conservación de los actos y en el Derecho Internacional el principio del respeto de la integridad del territorio nacional (Art. 4º Carta de la ONU), en el Derecho Constitucional rige universalmente aceptado el principio intangible de la identificación Estado-nación, sea éste unitario o descentralizado. De ahí que no sea posible reconocer en nuestra Constitución más que una sola nación, con un único poder constituyente, y una sola soberanía, fuente de todos los poderes del Estado. Venir a reconocer ahora dos naciones en España es como reconocer que un hijo pueda tener biológicamente dos madres, expresado naturalmente desde un punto de vista jurídico-constitucional.

El argumento que exponen los ingenuos (o fanáticos) diputados catalanes acerca de que la definición de nación ha sido mayoritariamente aprobada por el Parlamento de Cataluña es, por una parte, una falacia, y, por otra, una ilegalidad. Una falacia, porque para ser verdad eso tendría que haberse aprobado mayoritariamente por el pueblo catalán en referéndum, lo que según los sondeos sería prácticamente imposible, mientras que, en cambio, su aprobación lo fue por una elite política que habló en su propio nombre sin mandato alguno para ello, si acaso con la excepción de los diputados minoritarios de Esquerra Republicana. Es más, según acaba de afirmar Joan Carretero, consejero de Gobernación del tripartito, «todo el mundo votó, sabiendo que iba en broma ». Y una ilegalidad, porque lo que votaron era algo que no admite la Constitución, la cual señala que los Parlamentos de las comunidades autónomas gozan únicamente de competencia legislativa en materias que no vayan contra la propia Constitución, y tal definición viola claramente su artículo 2º, porque el Parlamento catalán no es soberano, sino simplemente autónomo. Pero el mal ya está hecho y las consecuencias jurídicas de tal definición se verán tan pronto entre en vigor el Estatuto, puesto que las semillas están ya diseminadas en barbecho por todo su articulado. Veamos las más importantes.

Cualquier Estado, sea unitario, descentralizado o federal, requiere para su buen funcionamiento que se respeten unos principios mínimos, que pueden ser diferentes según las características de cada uno, pero que si se vulneran, implica que el Estado deja de existir.Pues bien, el Estado autonómico que creó la Constitución -incluso con sus imperfecciones-, sobre todo en el Título VIII, descansa en los siguientes. El primero se refiere a que nuestra Norma Fundamental es un pacto político aprobado, por primera vez en nuestra Historia, por todas las fuerzas políticas con consenso y por el referéndum de toda la nación, de donde se deduce que una modificación de la estructura del Estado no se puede llevar a cabo marginando a un partido que representa a cerca de la mitad de los españoles.

El segundo es el principio de unidad, en sus diversas vertientes: unidad lingüística, puesto que el castellano es lengua oficial y prioritaria en todo el Estado, al margen de otras lenguas que pueden ser cooficiales en su territorio; unidad de jurisdicción, ya que la Justicia debe ser un poder único en todo el Estado; unidad en la acción exterior, puesto que es el Gobierno nacional quien la dirige y lleva a cabo a través de la diplomacia estatal; unidad del orden económico nacional, presupuesto necesario para que el reparto entre las competencias entre el Estado y las comunidades autónomas no conduzca a resultados disfuncionales o disgregadores, según ha expuesto García de Enterría, comentando la llamada commerce clause vigente en los Estados Unidos, y según la cual ese poder de regulación otorgado a la Unión «no conoce otros límites que los establecidos en la Constitución, puesto que el poder sobre el comercio está atribuido al Congreso de forma absoluta, lo que impide que los Estados puedan interferir tal competencia».

El tercero concierne al principio de coherencia del ordenamiento jurídico del Estado. De este modo, hay que partir del reconocimiento de que la potestad legislativa estatal reside, según el artículo 66 de la Constitución, en las Cortes Generales, sin perjuicio de que se reconozca la autonomía de las comunidades autónomas, según las siguientes claúsulas: se atribuye al Estado una esfera en la que él legisla y ejecuta (artículo 149 pássim), otro sector en que el Estado legisla, pero puede corresponder a las comunidades autónomas la ejecución (art. 149 pássim), unas competencias que se ceden a las comunidades autónomas como propias (art. 148) y otras que no siendo atribuidas expresamente al Estado podrán corresponder también a las comunidades autónomas (art. 149.3), y, por último, las materias que no hayan asumido las comunidades autónomas serán competencias del Estado, cuyo Derecho será supletorio en todo caso (ídem). Por supuesto, esta falta de precisión que hace del artículo 149 un totum revolutum hubiese necesitado un buen director de orquesta que, desgraciadamente, no hemos tenido.Pero si se olvida que la competencia de las competencias es un atributo esencial de todo Estado descentralizado, asistimos a lo que se ha permitido torticeramente en el Estatut, en el cual se atribuyen a la Generalitat unas competencias blindadas en materias en las que el Estado no puede legislar para Cataluña.De esta manera, las consecuencias son, claramente, dos. Por una parte, se reconoce la bilateralidad, es decir, el tratamiento entre el Estado y la Comunidad Nacional de Cataluña, como si fueran dos sujetos de pleno derecho, imposibilitando, entre otras cosas, que pueda existir un Senado en el que rija una igualdad de participación de todas las comunidades autónomas. Y, por otra, al reconocer materias que son de competencia exclusiva de Cataluña, en las que el Estado no puede decir nada, surgirá la curiosa aberración de que los diputados catalanes, por el contrario, podrán influir en la legislación de esas materias que lleven a cabo las Cortes para otras autonomías.

Si a esto le añadimos que, como consecuencia de lo dicho, quiebran también los principios de igualdad -porque los catalanes tendrían más derechos que el resto de los españoles, violando los artículos 138.2 y 149.1.1 de la Constitución- y de solidaridad, que atribuye al Estado la garantía de velar por el equilibrio económico entre todas las comunidades autónomas -roto también por el sistema de financiación, art. 138.1-, llegamos a la conclusión de que el Estatuto que se quiere aprobar en las Cortes no sólo es claramente inconstitucional, sino que además impedirá que el Estado funcione.Por eso, si los juristas tenemos algo que decir distinto de los historiadores, y algo más de los deterministas sociales, es porque nuestra responsabilidad, antes de que se aprueben las leyes, nos obliga, al margen de un fatalismo anticipado, a prevenir de que lo que se presume como inevitable es evitable todavía, si es que se quiere evitar.

Y de ahí que la única posibilidad que quede, para evitar la hecatombe, es la de recurrir a la conciencia de muchos diputados del PSOE, además de, por supuesto, los del PP, a fin de que se solicite que la votación del Estatuto en el Pleno del Congreso de los Diputados sea secreta y, entonces, la conciencia de cada uno sea la que juzgue que lo que se está votando es algo decisivo para el futuro de España. Porque si el 11-M significó el fin de un Gobierno, el día de la votación del Estatuto puede ser el fin del Estado.