VIAJE AL CENTRO DEL NACIONALISMO

 

 Artículo de Juan Carlos Escudier en “El Confidencial Com” del 14.01.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Si por algo tendría que preocupar el proyecto de Estatuto de Cataluña no es, posiblemente, ni por el uso del término ‘nación’, ni por la bilateralidad, ni siquiera por la financiación o la existencia de una o dos agencias tributarias. Lo más alarmante del texto es la regulación que hace de la lengua, un capítulo que el Gobierno parece haber aceptado sin más, pese a la reciente declaración de Zapatero de que no habrá cambios en el modelo vigente. Da la impresión de que el tripartito y CiU venían dispuestos a cambiar en la negociación lengua por lentejas y se han encontrado con que el Ejecutivo solo le importan las legumbres, o sea, la ‘pela’.

Imponer, como hace el proyecto, el deber de conocer el catalán a todos los que tengan vecindad administrativa en Cataluña no tiene justificación posible, y encubre los anhelos de un nacionalismo que, a falta de otros elementos de identidad como la raza o la religión, ha convertido el idioma en su auténtico hecho diferencial, el pilar que debería sostener y aglutinar un pretendido y futurible Estado catalán. En su objetivo no declarado de acabar con el bilingüismo actual se encuentra la clave de este arco, cuyas consecuencias son políticas y económicas y van más allá de una simple polémica lingüística.

Antes de desbrozar los motivos reales que impulsan a los promotores del Estatuto a colocar al español y al catalán al mismo nivel -o a rebajar el español, si se tiene en cuenta la práctica habitual de la ‘normalización’- habría que aclarar que el catalán goza de una excelente salud. Lo habla cerca del 80% de la población y lo entiende prácticamente el 100%. Con sus más de 8 millones de hablantes no se halla, en consecuencia, en peligro de desaparecer, y aunque lo estuviera el deber de conocerlo no lo salvaría.

Las consecuencias de esta obligación no tardarían en hacerse notar en la empresa privada, donde la normativa autonómica no había logrado penetrar y se había conformado con pintar un ‘paisaje’ lingüístico catalanófilo. De ello se encargaban las denominadas Oficinas de Garantías Lingüísticas, unos insólitos organismos que atienden hoy las reclamaciones de ciudadanos molestos por no encontrar el menú del restaurante o el rótulo del establecimiento escritos en catalán y de imponer las correspondientes multas. Así ha entendido la Generalitat la promoción lingüística.

En razón de este imperativo, lo previsible es que el conocimiento del catalán sea un requisito imprescindible para acceder a cualquier puesto de trabajo –ya lo era de hecho en la administración autonómica y organismos vinculados-. Los beneficiados serán, en buena lógica, los nacidos en Cataluña, en detrimento de los ciudadanos venidos de otros puntos de España o de los inmigrantes, que jamás llegarán a dominar el idioma. La exclusión está asegurada.

En Lenguas en guerra, Irene Lozano, reciente premio Espasa de Ensayo, desmonta uno de los principales mitos del nacionalismo: no es cierto que el catalán sea la lengua propia de Cataluña, o, al menos, lo es tanto como el español, que además es la lengua común de todo el Estado y goza de un conocimiento superior en la propia comunidad autónoma. Sorprenderá saber que un mayor número de catalanes tiene el castellano como lengua materna. Exigir por ley conocer el catalán abre las puertas de par en par a la discriminación: “El que no habla la lengua propia no está integrado, no presta ‘fidelidad’ a la historia y a la cultura regional, no participa del ‘genio’ de la comunidad ni de la ‘fuerza espiritual’ que la lengua otorga”.

Restar valor a la lengua común, al castellano, es una tarea a la que los nacionalismos periféricos se han entregado con ahínco. Su empeño, valga el ejemplo, es conseguir que un señor de Granollers pueda recurrir en catalán una multa de la Policía municipal de Jaén y que, a su vez, esta administración local andaluza deba contestarle en catalán. Se trataría de imponer una suerte de multilingüismo, al estilo suizo. Lo que no se dice es que Suiza no tiene la suerte de contar con una lengua en la que puedan entenderse todos sus ciudadanos.

De esta forma, si la lengua común deja de cumplir su cometido, si las Cortes se convierten en una remedo de las Naciones Unidas donde los diputados y senadores deban recurrir a la traducción simultánea para seguir los debates, el valor de cada una de las lenguas locales se multiplicará hasta convertirse en los ejes de los distintos proyectos nacionales, tal es el sueño de estos nacionalismos.

De vuelta a Cataluña y a su proyecto de Estatuto, el ansia por erradicar el español ha llevado a sus firmantes a convertir el catalán en la lengua vehicular de la enseñanza universitaria –ya lo era de la no universitaria-, sin reparar en el empobrecimiento que esta obligación pueda ocasionar a los estudiantes. ¿Debe renunciar la Autónoma de Barcelona a contar entre su plantel de profesores con Noam Chomsky por el hecho de que no imparta sus clases en la lengua de Ramon Llull?

El disparate ya se está produciendo en algunos centros docentes. En la Universidad de las Islas Baleares, por ejemplo, resulta imprescindible conocer el catalán para dar clases de Filología Española porque, asómbrense, las asignaturas de esta carrera no se imparten en castellano.

Es posible entender que partidos por CiU o ERC defiendan con uñas y dientes esta instrumentación política de la lengua. Lo que resulta inexplicable es que lo acepte el PSOE o, incluso, el PSC, su filial catalana, al que se le supone alguna reminiscencia internacionalista y de izquierdas. Va siendo hora de que lo explique Maragall o el propio Zapatero que, al menos por ahora, no presume de hablar catalán en la intimidad.