UN GOBIERNO OBSCENO

 

 Artículo de ARCADI ESPADA. Arcadi Espada es periodista. Su último libro: Notas para una biografía de Josep Pla.

Este artículo forma parte de la Revista "Cuadernos de Pensamiento Político" editada por la FAES yestá incluido en el número ENE/MAR 2005:  http://www.fundacionfaes.es/index.cfm?id_seccion=1202

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Durante más de dos décadas las características esenciales de la política socialista en Cataluña habían sido su absoluta ineficacia como alternativa a Pujol y una exasperante pusilanimidad en el ejercicio de la oposición.

Ahora, Maragall es, con toda crudeza, el heredero de Jordi Pujol y lo que ha resultado ser hasta ahora su obra de gobierno avala la tesis de que el nacionalismo gobernante, elaborado y construido por el pujolismo, es un escenario político irrevocable.

 

 

Pasqual Maragall i Mira tomó posesión, el 20 de diciembre del 2003, de la presidencia del gobierno catalán. El ciento veintisiete presidente de la Generalitat de Cataluña. La institución se remonta a mediados del siglo XIV, aunque entre el Decreto de Nueva Planta de 1714 y la dictadura del general Franco registra más de dos siglos y medio de abolición. Dicho sea todo esto según las más recientes investigaciones (Solé i Sabaté, 2004), porque durante los últimos veintitrés años los catalanes se acostumbraron a una numeración que designaba a Jordi Pujol i Soley como el presidente ciento quince de la institución. Pero ya se sabe que la historia de las naciones, especialmente de las naciones avant la lettre, es dúctil y está sometida siempre

a las últimas investigaciones.

La toma de posesión, aquel día de invierno, del presidente Maragall representó una gran novedad. De esta novedad se ha hablado poco, en Cataluña y fuera de ella, deslumbrados tal vez los analistas por los innumerables y laboriosos trámites de la negociación y por los indeseables azares que marcaron los primeros meses de su alianza con el partido independentista y republicano.

La novedad no estaba sólo en la superficie de las cosas. Es decir, no sólo en la evidencia de que por vez primera la izquierda accedía al gobierno de un lugar que en los primeros momentos de la transición había sido llamado «la isla roja de Europa». Ni siquiera en la interpretación,

posible y tal vez justa, de que el cambio suponía el fin del proceso de la transición catalana, del mismo modo que la llegada en 1982 de los socialistas al gobierno de España se había interpretado como la consolidación definitiva del proceso abierto con la muerte, en la cama

del poder, de Franco. La novedad profunda era que la izquierda, obstinadamente ausente del poder durante más de dos décadas, iba a confirmar el carácter de la práctica política  nacionalista. Es decir, iba a decidir con su acción de gobierno si el nacionalismo era un mero

atributo endosable a la política de Convergència i Unió o bien se trataba ya de un rasgo ontológico, independiente de las políticas concretas que cada partido aplicara. Era en este sentido que alguna gente se preguntaba antes de las elecciones, y casi siempre con cierta ironía resignada, si Maragall iba a ser el sustituto de Pujol o su heredero.

Desde luego, y bastaba con una somera mirada a los antecedentes, la pregunta tenía bastante de retórica. Durante más de dos décadas las características esenciales (y vinculadas una a la otra) de la política socialista habían sido su absoluta ineficacia como alternativa a Pujol y una exasperante pusilanimidad en el ejercicio de la oposición. Tan sólo durante algún tiempo, indefinido y breve, en torno a los prolegómenos de los Juegos Olímpicos de 1992, Maragall, entonces alcalde de Barcelona, había hecho concebir la posibilidad de que fraguara un

discurso alternativo al pujolismo. Pero el errático carácter de su política y la perenne confusión de sus ideas no permitió que la posibilidad se concretara. Y las siempre discretas esperanzas de los adversarios del pujolismo se sostenían por el extenuante hartazgo de esa política veintitrés años hegemónica antes que por las garantías que la alternativa ofrecía. La campaña electoral de los socialistas no cambió el panorama. Lo más nítido de su oferta fue la reforma del Estatuto. Ni en el resto de las iniciativas que acompañaban el programa, ni en las personas que iban a encargarse, presuntamente, de aplicarlo podían advertirse signos de clara ruptura con el pujolismo.

A pesar de los antecedentes sería absurdo negar que la formación del nuevo gobierno no levantó expectativas. Y hasta esperanzas en buena parte de los que querían que la victoria de Maragall supusiera un cambio profundo. Aunque sólo fuera por oír pronunciar a los locutores

de las emisoras públicas el anhelado sintagma «El presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall...» ya valía la pena correr, para muchos, el riesgo de la ingenuidad. Además, Maragall había actuado con inteligencia. Aunque obtuvo menos escaños (no menos votos) que su

rival convergente y quedó por debajo de las expectativas, dio un ejemplo de fortaleza y confianza en sus posibilidades desde la misma noche electoral. Cuatro años antes ya había ensayado la misma actitud, cuando se empecinó en la evidencia que tantos pasaban por alto: esto es, que había obtenido más votos que Pujol. Aquel empecinamiento logró restarle a su rival unas micras de legitimidad y puso las bases, aunque fueran infinitesimales, de la complicada operación estratégica que le llevaría finalmente a la presidencia. La noche electoral del 2003

Maragall insistió una y otra vez en que el gobierno de la izquierda era posible y que había que trabajar por él. Muchos de sus más incondicionales partidarios no podían creer lo que estaban viendo y siguieron sin creerlo hasta que el 20 de diciembre fue investido, sobre todo por sí

mismo y la confianza fértil que había demostrado en sus posibilidades.

Ha bastado un año, sin embargo. Maragall es, con toda crudeza, el heredero de Jordi Pujol y lo que ha resultado ser hasta ahora su obra de gobierno (y también lo que no ha resultado ser) avala la tesis de que el nacionalismo gobernante, elaborado y construido por el pujolismo,

es un escenario político irrevocable. Maragall y la izquierda lo han revalidado nacionalmente, asumiendo con una simpleza política y moral muy meditable, que Cataluña es nacionalista o no es. El cierre completo del modelo nacional que la política de la izquierda garantiza (cierre al que tampoco el Partido Popular de Cataluña de Josep Piqué se opone) es seguramente la condición primera de que la palabra obscenidad resulte muy adecuada para describir la actividad política del gobierno tripartito.

Pujol siempre temió que una victoria electoral de los socialistas catalanes pusiera en evidencia, aunque sólo fuera por contraste, los excesos de su política. Y, desde luego, las frías y hasta desagradables relaciones personales y políticas que mantuvo casi siempre con Maragall no eran las que podía esperarse entre un páter y un disciplinado heredero. Aun en sus épocas más implacables Pujol gobernó con la relativa timidez del que ignora qué van a hacer los que vengan. Eso no quiere decir, por supuesto, que su política no fuera, a mi juicio, desgraciada y sectaria, y que tuviera poco que ver con la visión de estadista que un cierto complejo de inferioridad muy madrileño le atribuyó cíclicamente. Pero Pujol, y es lo único que advierto en él de estadista, trató siempre de evitar una política demasiado exhibida. Ahora los miramientos parecen haberse acabado. La mayoría de la izquierda se aventura sólida y duradera. Es cierto que la ínfima categoría de Carod y su profunda inexperiencia es un factor continuo de inestabilidad; pero incluso este factor puede jugar a favor del gobierno tripartito. Porque la chocarrería y la demagogia del presidente de Esquerra Republicana le aseguran el clamor de las bases del partido y las mantiene unidas a un proyecto cuya radicalidad podría verse afectada

por el realismo imponente de cualquier acción de gobierno. No hay bien que por mal no venga, y la expulsión de Carod de la gestión gubernamental, a causa de sus conversaciones con los terroristas, puede haber contribuido a la consolidación de un dualismo que, en formas diversas, suele caracterizar a los partidos que gobiernan y que contribuye al mantenimiento de su hegemonía. El ejemplo vasco de la época de Arzalluz e Ibarretxe es perfectamente revelador.

Sin embargo, la obscenidad del tripartito no se explica tan sólo por su despejado horizonte. También lo tuvo Pujol. Se explica, sobre todo, porque los que vengan no van a reprocharle sus excesos. No: partirán de sus excesos. Hay que insistir en ello: el acceso al poder de la izquierda

ha blindado el statu quo nacionalista y cualquier política posible avanzará desde él.

En un año el gobierno catalán ha aprobado seis leyes. Dos de ellas, las referidas a los presupuestos y a las medidas fiscales, eran obligatorias. De las otras cuatro, sólo dos se han aprobado por su propia iniciativa. El resultado es paupérrimo. Contrasta con las fantasías de

Maragall, que al firmarse el acuerdo de gobierno había anunciado poco menos que una revolución legislada. El yermo refleja los considerables problemas políticos que ha atravesado la coalición y la dificultad de aunar sus intereses en la gestión de las cosas. Pero, sobre todo,

es una desoladora muestra de la falta de imaginación política de la izquierda catalana, que ha esperado veintitrés años para gobernar y que, impelida ahora a concretar el radio de su ambición y la novedad de sus puntos de vista, se ha quedado dramáticamente muda. El vacío

legislativo, además, tiene un correlato más indefinido pero igualmente inesperado en lo que afecta a la gestión pública propiamente dicha. Los usos y modos del anterior gobierno se mantienen, más allá de ligeros maquillajes: baste ver, en este sentido, el ejemplo de los medios

de comunicación autonómicos en cuya ética y estética cualquier observador imparcial aprecia cambios insignificantes.

La evidencia obscena de un gobierno que no gobierna y sólo administra (o sólo representa) cabe vincularla, desde luego, al proyecto fundamental de este gobierno, la reforma del Estatuto de Autonomía.

No sé si es muy conocido fuera de Cataluña que el gobierno, a propuesta de uno de sus  miembros más ornamentales, el dirigente de Iniciativa, Joan Saura, convocó un concurso de ideas para esta reforma. El concurso estaba abierto a todos los ciudadanos. La ocurrencia,

en sí misma, sólo puede ser calificada de sensacional y bastará, para calibrarla, con que se piense en la posibilidad de que la reforma de la Constitución española fuera sometida a un concurso de ideas análogo. De lo que se deduce a qué niveles de dejadez y de simplismo

ha descendido la política en Cataluña. Como en los tiempos de Pujol, el principal desmentido de que Cataluña sea una nación lo sigue ofreciendo la gestión política de la autonomía. Sin embargo, el concurso de ideas revela simbólicamente algo más profundo que atañe a la inactividad legislativa y al propio sentido del proyecto de reforma estatutaria. En realidad, hay crecientes sospechas de que el gobierno catalán no sabe en qué reformar el Estatuto. Se comprende: la autonomía ha alcanzado niveles competenciales que tienen difícil equiparación en el resto de estados democráticos. Y bien: lo que puede mejorar del funcionamiento  autonómico, como la cuantía o distribución del dinero o la atención a los inmigrantes, no necesita de una reforma. Y lo que podría reformarse, como la inclusión del derecho

de autodeterminación, no tiene la menor posibilidad de reformarse.

La reforma del Estatuto ha quedado, así, limitada ¡al nombre que ha de recibir Cataluña!, pendiente, por otro lado, de lo que se acabe disponiendo en la propia Constitución. No extraña que se pidan ideas para amenizar el inmenso vacío dispuesto. La reforma del Estatuto no es nada y va desnuda.

El nombre de la cosa y la polémica que se generó en torno a éste es, sin embargo, otro rasgo claramente obsceno. Puede decirse que el consenso constitucional de 1978 relativo a la organización autonómica se basó en lo indecible. El texto constitucional establecía que en

España había nacionalidades y regiones. No se especificaba cuáles lo eran. Esa ambigüedad era la clave de bóveda, como muchas veces se ha dicho. Una ambigüedad fértil, porque, a pesar de su naturaleza, o quizá gracias a ella, ha ordenado dos décadas de desarrollo autonómico.

Ahora se pretende acabar con la ambigüedad. La operación es peligrosa. Uno puede aceptar lo real. Al fin y al cabo lo real es irrevocable. Otra cosa muy distinta es aceptar lo real por escrito, sellado y rubricado. Sólo los espíritus muy sumarios, es decir, los espíritus nacionalistas, tienen dificultades en comprender esta distinción.

También está la posibilidad de que la comprendan perfectamente: algunas de las declaraciones y actitudes de los gobernantes catalanes llevan a pensar que lo que en el fondo pretenden es sólo, y precisamente, esto: que conste por escrito la superioridad histórica, es decir moral, de su autonomía. Tal vez como forma de aliviar los siglos de derrotas y de complejos de las que los actuales nacionalistas se sienten inexorablemente herederos.

Cualquiera de las dos hipótesis va a traer inestabilidad y muchos problemas. El conflicto real de las asimetrías, incluidos los federalismos asimétricos, no se da entre Cataluña y España, sino entre Cataluña y Extremadura, Andalucía o Navarra. Es la misma distinción fundamental que hay entre Madrid (cursiva) y Madrid (redonda). El Madrid cursivo ha sido la sinécdoque que muchos catalanes, incluidos algunos catalanes no nacionalistas, han utilizado para aludir

a los problemas de entendimiento con el gobierno central. Pero cuando Carod pide el boicoteo a los Juegos Olímpicos de Madrid es evidente que da un paso al frente inédito: el antiguo Madrid ya no es el gobierno del Estado, sino el pueblo de Madrid. Es peligroso. Peligroso no quiere decir la guerra civil. Una de las imposibilidades de la crítica política en España es que la guerra civil aparece o se intuye a los dos palabras de discusión. Peligroso quiere decir algo más peligroso que esa guerra civil invocada, pesadilla ya muy fondona. Peligroso quiere decir subdesarrollo. Económico. Político. Moral. Cultural. Peligroso quiere decir, también, los resultados del Informe Pisa  y la indiscutible corrupción intelectual española de la que el nacionalismo es un ejemplo, y no menor. Peligroso es que las energías colectivas de un país estén sometidas a un fatigoso pleito inacabable.

Aunque subvencionado. Porque una de las más llamativas características del pleito nacionalista es que para sobrevivir no tiene que apoderarse de ningún mercado. Todos sus protagonistas y la totalidad del intercambio se sucede en un imaginario donde no hay que presentar balances: el nacionalismo es una discusión de las élites gubernamentales, ministros, consejeros, alcaldes, concejales y presidentes de Diputación. Comen, viajan y discuten gratis. Estoy seguro de que

buena parte de las razones de su supervivencia se deben a su carácter gratuito. A eso y a su nimio vuelo intelectual: en el nacionalismo, como en las discusiones deportivas, todo el mundo participa. Incluso el presidente extremeño Rodríguez Ibarra y el citado Carod. Antes he mencionado la guerra civil. Su evocación creciente en la política española y catalana se ha teñido también de obscenidad.

Hasta ayer mismo la política de la izquierda respecto a la guerra civil seguía fundamentada en los ya remotos principios de la reconciliación nacional fijados por el Partido Comunista de España en 1956. Es decir, una política basada en el sometimiento a la realidad, en la  comprensión dolorosa y fría de que Franco había ganado la guerra civil y en la demanda de pacto y olvido. No es ya la política de la izquierda española y mucho menos de la catalana. Las graves implicaciones de este cambio de actitud no puedo analizarlas ahora en detalle. En metáfora puede decirse que la izquierda española persigue una utopía. Una utopía más: ganar la guerra civil. Lo había visto muy claramente, y muy pronto, uno de los fascistas más completos que yo haya tratado en mi vida, el empresario Francisco Godia, cuando hablando desde el otro lado de su mesa de trabajo, ornada por un crucifijo y la reproducción del testamento de Franco, se mostró dispuesto a olvidar que hubo una guerra civil, dispuesto incluso a olvidar «que la ganamos », pero absoluta y violentamente opuesto a admitir «que la perdimos ». En fin, metáforas. Algo mucho más económico y ambiguo que el proyecto en el que trabaja el vicepresidente Saura, ese Memorial Democrático que el gobierno tripartito va a crear. Un lugar de memoria y un centro de estudio dedicado, en exclusiva, a los caídos republicanos de la guerra civil y al conjunto del antifranquismo. No me interesan, por obvios, los déficit morales de la iniciativa. Lo importante son los científicos: esa ilusión pueril de explicar una guerra y sus consecuencias con una de las dos balas. Aunque sea con la bala de plata.

Los ejemplos de obscenidad se acumulan, pero pocos superan, en este sentido, el impacto de la imagen que mostró a la vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, leyendo por orden de Carod un papel donde reafirmaba que catalán y valenciano

eran la misma lengua. Pasaré rápido por la falsa e irresoluble polémica. Catalán y valenciano son la misma lengua si se entiende, por analogía, que el español de Colombia es el mismo que el de España. El problema es que, a diferencia de lo que pasa entre españoles y colombianos, los valencianos y los catalanes no utilizan el mismo nombre para designarlas. A los catalanes no les parece prestigioso llamarla valenciano. Y a los valencianos tampoco llamarla catalán.

Este es el único e irresoluble problema, que fija muy bien, por otro lado, los límites de la permanente ensoñación catalana. No sólo es que el pancatalanismo político no haya resistido la prueba elemental de la democracia. Sólo funcionó, como tantos otros mitos de la izquierda y

del nacionalismo, durante el franquismo; y, desde ese punto de vista, nunca Valencia y Cataluña, al menos el establishment político, habían estado tan divorciadas como en este primer año de gobierno tripartito.

Pero es que ni siquiera el pancatalanismo lingüístico ha pasado la prueba. Porque cabría recordar, en este sentido, que la aspiración política del catalanismo no fue que las instituciones científicas reconocieran que catalán y valenciano son una misma lengua. Aspiraban a que se llamarán igual. A que se llamara catalán. A que se llamara como hoy nadie lo llama en Valencia, con la excepción de algunos restos del naufragio que aseguran, con gran seriedad, que ellos hablan en «català, registre valencià», y pasa la gente y los mira.

La imagen sometida de la vicepresidenta va mucho más allá del texto concreto que debió leer. Es el reflejo de una relación entre gobiernos y entre minorías parlamentarias, a la que no le importa exhibirse como lo que realmente es: un chantaje. El chantaje forma parte de la práctica política española desde el principio de la restauración democrática. Pujol fue un virtuoso de la estrategia. Pero nunca como ahora la manifestación pública del chantaje había formado parte del chantaje mismo. El 20 de noviembre de 2004, poco antes de la primera votación presupuestaria del gobierno Zapatero, el diario El País publicó este titular a cuatro columnas en su sección de España: «El Gobierno reconoce la unidad del catalán y ERC apoya los Presupuestos».

El primer párrafo de la información decía: «La vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, admitió ayer que catalán y valenciano son una sola lengua, y se amparó para ello en la opinión de la comunidad científica y universitaria. Fernández de

la Vega hizo el pronunciamiento tras el Consejo de Ministros, y con él cumplió el acuerdo al que llegaron la pasada semana José Luis Rodríguez Zapatero y el líder de ERC, Josep Lluís Carod, en la Moncloa. Poco después del pronunciamiento del Gobierno, Carod anunció

el apoyo de ERC a los Presupuestos». Nada de esa información fue desmentida. Y por supuesto no la desmintieron los hechos. Los hechos tampoco desmentían nada en tiempos de Pujol. Pero sí lo hacían sus protagonistas. En otros tiempos una información semejante habría sido corregida por algún miembro del gobierno pujolista. Algo así: «Convergencia niega que su apoyo a los presupuestos se deba a la resolución del conflicto lingüístico».

Sin embargo, en esta ocasión, nadie, ni del gobierno catalán ni del gobierno español, ni ninguno de sus representantes parlamentarios se vieron en la necesidad de semejante disimulo. No creo que haga falta insistir en la degradación de la política que supone semejante circunstancia.

Que cumple, además, el rasgo más habitual del chantaje: esto es, que el chantajista cobra en una especie (unidad lingüística) en absoluto vinculada con su amenaza (presupuestos). Y donde lo más llamativo, como ya anticipaba, es la indiferencia obscena que chantajeador y chantajista manifiestan ante la publicidad de su común negocio.

Acabo. Hay un último episodio. Vinculado a la fibra íntima de la nacionalidad catalana. La lengua. Durante años, el nacionalismo y Pujol, destacadamente, eludieron cualquier  manifestación organicista de la identidad catalana. El hecho diferencial catalán estaba en el

idioma. Los excesos de Pujol respecto a la relación entre lengua y cosmovisión no pasaron nunca de alusiones más o menos hueras al romanticismo alemán y al hecho (sic) de que el uso de una lengua determinara la cosmovisión del individuo. A finales del mes de noviembre,

y durante su asistencia a la feria del libro de Guadalajara (Méjico), Pasqual Maragall pronunció la frase inmortal: «La lengua es el ADN de Cataluña». Llegó donde nunca se había atrevido a llegar Pujol. En metáfora: a la síntesis definitiva entre naturaleza y cultura como conformadoras del ser catalán. Que las palabras del presidente de la Generalitat no signifiquen nada, que sean sólo producto de su cerebro espongiforme (la formulación es un mero retal arrancado y

mal cosido de la moda ontológica del gen y de las curiosas y publicitadas afirmaciones del periodista Álex Grijelmo respecto al gen, al genio y a la eugenesia de las lenguas) y que no vayan a tener ninguna importancia práctica, es lo de menos. Lo importante es que hayan

podido ser dichas, que ejemplifiquen a la perfección este estado de barra libre –cuatro barras libres— en que vive la Cataluña nacionalista (pleonasmo). Un lugar donde la obscenidad ha desplazado a su antónimo más genuino. A la política.

 BIBLIOGRAFÍA

Solé i Sabaté, J. M. (2004): Història de la Generalitat

de Catalunya i dels seus presidents (1359-2003),

Enciclopèdia Catalana.