UNO DE LOS NUESTROS

Artículo de Arcadi Espada en “El Mundo” del 18 de octubre de 2008

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.


Querido J:

Hace algunos días, y en este periódico donde te echo las cartas, Daniel G. Sastre escribía a propósito de la transfiguración de don José Montilla. Bien: él no empleaba esta palabra, pero creo que es una buena palabra (incluida su connotación religiosa) para describir el proceso que ha experimentado el actual presidente de la Generalitat respecto a uno de sus antecesores, el 126 presidente, honorable señor Jordi Pujol i Soley. Escribía Sastre sobre la transfiguración: «Pudo comprobarse con nitidez durante su discurso en la inauguración del Debate de Política General que tuvo lugar la semana pasada en el Parlament. Sus apelaciones al trabajo y al esfuerzo -y a unas supuestas características ancestrales del carácter catalán- para salir de la crisis transportaron a los presentes a otras épocas y provocaron que hasta Oriol Pujol, portavoz parlamentario de CiU e hijo del ex president, le acusara de pujolear».

Es probable que la transfiguración fuera más visible que nunca en ese debate. Pero no arrancó ahí, desde luego. La aprehensión (como si fuera un alijo) del discurso de Pujol por parte del socialismo catalán fue muy visible desde tiempo atrás. Baste observar con qué veteranía los socialistas hablan en nombre de Cataluña y descalifican a sus oponentes políticos con la técnica pujolista fundamental que siempre fue la de acallar cualquier réplica mediante el uso del terminante van contra Catalunya. Los años de gobierno de izquierdas no han supuesto la emergencia de una cultura política alternativa al nacionalismo conservador. El del presidente Montilla es un gobierno que ha ideado una fórmula de segregación de los niños inmigrantes imitada por la Liga Norte italiana; que no ha corregido, aunque sí aumentado, el intervencionismo gubernamental en los vericuetos privados: baste ver el proyecto de ley sobre adopción, que indica a los padres el día y la hora en que tienen que comunicar a sus hijos que son adoptados; un Gobierno que ha sido incapaz de muscular la cosa pública respecto a la sanidad o la enseñanza o que tiene un consejero que no duda en declarar cuando le parece necesario que la solidaridad entre los ciudadanos españoles ha de tener límites; no hay un relato progresista en el Gobierno catalán, partiendo del principio de que se trata, como todos los anteriores, de un Gobierno convencionalmente nacionalista.

El último relato alternativo al pujolismo lo redactó Maragall en sus años de alcalde. Era una apuesta por la modernidad frente a la tradición que utilizaba la ciudad de Barcelona y el discurso ciudadano (¡tan noucentista!) como encarnación de su propuesta. Por descontado, don José Montilla no ha recuperado nada de eso. La primera razón es que para hacerlo quizá le conviniera, previamente, ser moderno. Pero hay otra razón, y aún más vigorosa: él se ve y se representa a sí mismo como la antítesis de Maragall y el maragallismo. También en eso se identifica con Pujol. Estos días he echado un vistazo a las galeradas de un libro interesante, aunque inevitablemente apologético, que han escrito Esther Tusquets y Mercedes Vilanova y que traza un retrato biográfico de Maragall. En el libro habla Montilla, habla Pujol y hablan otros protagonistas de la política catalana. Hay un momento en que las autoras subrayan el orgullo con que a sí mismo se describe don José Montilla como sucesor de Pujol. Hasta el punto de que en la línea siguiente tiene que intervenir Narcís Serra, puntualizando: «Sin Maragall no hay Montilla». Es una obviedad. Descarnada. Pero se comprende que el actual presidente quiera obviarla con una suerte de pintoresco puenteo a la historia. En efecto, reclamarse el heredero de Pujol es liquidar también ese molesto y decisivo interregno, y el aún más molesto agradecimiento.

La lectura ofrece, sin embargo, otras claves de interés sobre el trío de presidentes. No puedo asegurar que don José Montilla guarde algo de aquello tan antiguo que era el resentimiento de clase; pero si así fuera tengo pocas dudas de que se proyectaría hacia Maragall y el conjunto del llamado socialismo de Sant Gervasi, el barrio alto de Barcelona. Hojeo este retrato biográfico de Maragall et copains y no dudo cuán más difícil sería para el joven Montilla entrar en las casas de Xavier Rubert de Ventós y del propio Maragall antes que en las de Pujol o Josep Maria Ainaud. La dificultad de entrada no está en el dinero. O no sustancialmente. La dificultad está en la pedantería. Fue el infranqueable racismo de la pedantería el que llevó a Maragall a decir, y en el diario Avui, que para ser presidente de la Generalitat «es importante donde hayas nacido». Creo que se refería menos a Cataluña que a su barrio. Fue, seguramente, la humillación más intensa e indeleble que don José Montilla sufrió nunca de su antecesor. La postrera, quizá, y la más inútil. Y tal vez la que desencadenó la venganza de la que Maragall y, especialmente, su esposa, Diana Garrigosa, hablan con apreciable crudeza en el libro que te cuento. Cuando don José Montilla y los suyos, ya definitivamente capitanes, observaron que Maragall empezaba a criticarlos con lengua muy suelta abrieron la espita y empezaron a filtrar lo que era un secreto... entrañable: que Maragall sufría una enfermedad mental. Hasta que le obligaron a convocar una insólita rueda de prensa para decir que sufría de alzheimer. Habla Maragall por su boca, en el libro de Tusquets y Vilanova, respecto de este episodio: «Dicen: '¡Oh qué tío tan valiente!'. ¿Valiente? A la fuerza ahorcan. A la fuerza ahorca la enfermedad y a la fuerza ahorca la maledicencia». Y habla Diana: «Ni Zapatero ni Montilla tuvieron ningún gesto ante la enfermedad de Pasqual».

Hay algo más, por último, y afecta al modelo de la transfiguración. A Pujol. La vida política de Pujol, que es lo mismo que decir su vida, está vertebrada en torno a un concepto: integración. Este concepto es muy sencillo de explicar. Dado que el auténtico rasgo diferencial de Cataluña (el único real, muy por encima de la lengua) es la inmigración, Pujol, y el nacionalismo que representa, tuvo siempre una obsesión: la de conseguir que los inmigrantes no formaran «una colonia separada». La integración está lejos de ser un concepto sintético: se trata de que el recién llegado acepte el nacionalismo como una premisa de vida. Eso es lo que indica, muy precisamente, la decisiva corrección que Pujol incorporó a su definición amable de la legalidad catalana, en los años 60: «Catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña». Una década más tarde, en efecto, añadiría «...y que quiere serlo». Desde este punto de vista, don José Montilla es la creación más perfecta, casi soñada, de Pujol y de todo lo que Pujol representa. Hasta el punto de que puede decirse que si Maragall fue la derivación genialoide, pija y un punto gamberra del pujolismo, Montilla es el auténtico heredero. El inesperado hereu del pujolismo. Es impresionante y meditable: el heredero del pujolismo no se llama Oriol sino José. No es extraño que Pujol reaccionara casi violentamente cuando su despistada esposa criticó al actual presidente por no hablar perfectamente el catalán y por empeñarse en llamarse José: al punto salió desautorizando estas palabras y recalcando con todos los énfasis posibles que la catalanidad de Montilla era inatacable.

Tenía y tiene toda la razón. «Soy un catalán de Iznájar», dijo un día el presidente. Imagino perfectamente con qué satisfacción profunda acogería Pujol estas palabras. Es por esta suerte de imperialismo moral por el que había estado trabajando toda su vida, consciente de que la mitad de la nación había nacido extramuros. No hay otra prueba más grande de su éxito, y de la cristalización de su concepto de la nación, que ver cada día lo que don José Montilla dice y hace, gobernando a la generalidad absoluta de los catalanes.

Sigue con salud.

A.