NACIONALISMO,
CULTURA Y HOMOGENEIZACIÓN SOCIAL. EL CASO CATALÁN
Artículo de Juan Carlos Girauta en
“Libertad Digital” del 10 de mayo de
2008
Por su interés y relevancia he seleccionado el
artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
¿Qué es cultura para los nacionalistas?
Cultura es lo que ellos digan. Cultura es sólo lo que el nacionalista decide
que es cultura. Ni más ni menos. Por ejemplo, cultura catalana es lo que digan
las autoridades políticas catalanas, nacionalistas hasta el paroxismo,
nacionalistas hasta el envenenamiento.
Esto se ha visto en la reciente Feria de Frankfurt: la cultura catalana
incluiría las vulgaridades de la valenciana Isabel-Clara Simó, pero no a
grandes escritores catalanes como Juan Marsé, cuyas mejores novelas son
incomprensibles sin el Guinardó, sin la Barcelona de los años 50 y 60, sin
ejemplares humanos como "el pijoaparte", que no respira, que no
existe sin Barcelona. De algún modo, Barcelona también es incomprensible sin la
obra de Juan Marsé.
Esto nos conduce a una pregunta que lanzo muy en serio a los
nacionalistas: para ustedes, ¿Barcelona es Cataluña? ¿O Barcelona es acaso una
inconveniencia, una incomodidad que alberga a la mitad de los catalanes? Lo
pregunto, repito, con toda seriedad, porque al nacionalismo paleto que ha
ocupado la vida pública catalana el hecho urbano le repele. No lo soporta
porque lo urbano, la ciudad, es el entorno de los libres, acoge el principio de
civilización, niega una por una todas las premisas sobre las que se levanta la
nación de los nacionalistas, que es lo contrario al Estado-nación, ese ámbito
histórico de las libertades y los derechos individuales, de la autonomía
individual, de la libertad de expresión y de creación, del sagrado núcleo en el
que los poderes públicos no deberían jamás entrometerse. Eso es un logro de la
civilización, de la civilidad, que sólo garantizan los Estados-nación
occidentales (y los orientales que siguen su modelo). Así es, así ha sido la
historia. De ahí lo absurdo de tildar de nacionalista a cualquiera que invoque
el nombre de una nación.
Por qué los liberales gaditanos no somos
nacionalistas
Los liberales que defendemos la idea nacional de España, la España
gaditana, la de la irrupción en la historia del pueblo español como sujeto
soberano compuesto por hombres libres e iguales ante la ley, no somos
nacionalistas. Somos lo contrario a un nacionalista.
Siguiendo a Ernest Gellner, el nacionalismo es una ideología que busca,
por definición, operar sobre la realidad. Pero esa operación, esa actuación, va
siempre en el mismo sentido: el sentido de armonizar, de homogeneizar, de
igualar con un mismo rasero… la cultura. Y luego todo lo demás. El nacionalismo
es el primer enemigo de la diversidad, diga lo que diga la propaganda nacionalista
catalana. Como el actual nacionalismo catalán es además una catástrofe de
incultura y se ha abismado en el analfabetismo funcional, los nacionalistas (y
en esto les sigue muy de cerca el Partido Socialista, tanto el que ha devenido
nacionalista como el que sólo ha decidido rendirse al nacionalismo) confunden
lo plural con lo diverso. Repiten como un mantra lo de la "España
plural", cuando en realidad se refieren a la España diversa.
Para diversa, por cierto, Cataluña. Y no me refiero sólo a la inmigración
extranjera, que se ha multiplicado en los últimos años. Me refiero a lo
evidente: el bilingüismo. No es simplemente que Cataluña sea una comunidad
bilingüe; es que es perfectamente bilingüe. Los catalanes pasamos de un idioma
a otro en la misma conversación sin darnos ni cuenta. Una mitad tiene el
castellano como lengua materna; otra mitad tiene el catalán. Esta obviedad no
encuentra reflejo en la vida pública porque todo lo público ha sido tomado por
los nacionalistas, sean declarados, sean vergonzantes.
Una de las cosas más irritantes –entre las muchas cosas irritantes que
hace el nacionalismo– es eludir la obviedad de que en Cataluña los poderes
públicos discriminan el idioma castellano (la obviedad de que los padres no
pueden escoger la lengua de escolarización de sus hijos; la obviedad de que
existen multas lingüísticas a los comercios) mediante el expediente de recordar
que en Cataluña no hay ningún conflicto lingüístico. Esto es de una perversión
casi insuperable. ¡Claro que en Cataluña no hay un conflicto lingüístico! No lo
hay gracias a la sociedad catalana, que es infinitamente más sensata que
aquellos a quienes encarga la tarea de gobernarla. No lo hay a pesar de todas
las temeridades cometidas por el nacionalismo gobernante. Así pues, aquello que
constituye una virtud de civilidad y de tolerancia de la sociedad catalana es
usado por su clase política para esconder las operaciones liberticidas y
discriminatorias que lleva a cabo a diario con su gente. En conclusión: en
Cataluña no hay conflicto lingüístico… a pesar de la violación masiva de
derechos que cometen sus gobernantes nacionalistas.
Siendo el nacionalismo, y sigo con Gellner, siempre homogeneizador,
siempre armonizador; estando siempre dispuesto a eliminar las diferencias, y
luego a limar las disidencias, y eventualmente a aplastarlas, resulta bastante
fácil de entender que todo nacionalismo es intervencionista por definición.
Siempre trabaja para modelar la sociedad, siempre acaba (o empieza)
entregándose a la ingeniería social. Por eso no hay nacionalismo liberal. Es
imposible. Yo sé que esto irrita mucho a algunas personas valiosas, que son
nacionalistas y que son liberales… en lo económico; pero que en cuanto
abandonan el terreno de la economía parecen enloquecer y adoptan el mismo
discurso colectivista, grupal, tribal, antimoderno, historicista, esencialista
y antiindividualista que el resto de nacionalistas.
No pueden evitarlo porque todos estos males están en la raíz del
nacionalismo. No del Estado-nación, repito, sino del nacionalismo, esa
excrecencia del romanticismo capaz, con el tiempo, de provocar guerras, forzar
desplazamientos de poblaciones y operar exterminios. El nacionalismo, si le
seguimos la pista, nos acaba remitiendo al romanticismo alemán. Es un fenómeno
europeo que explota en el siglo XIX. Si estiramos de la raíz hasta extraerla
del todo, hallamos su origen en el Sturm und Drang, el movimiento con marchamo
artístico de finales del siglo XVIII que, de la mano de Herder, condujo al
nacimiento del romanticismo. De la mano de Herder y pasando por Goethe, el gran
Goethe en quien Milan Kundera ve a un gran ilustrado y, a la vez, a su opuesto,
el más eficaz enemigo de la razón; padre, de algún modo, del romanticismo.
Las raíces del nacionalismo están ahí, el nacionalismo es la cara
monstruosa de un movimiento que empieza siendo artístico y que pronto conlleva
una nueva cosmovisión. Se trata de la negación de las luces, de la negación de
la razón, de la negación del sujeto como centro.
Es interesantísimo el trabajo de Juan José Sebreli, en cuya última obra:
El olvido de la
razón, imprescindible, da cuenta de una inquietante coincidencia:
los maestros de pensamiento que han condicionado, que han determinado la vida
intelectual, el trabajo universitario, el pensamiento primero y, finalmente el
conocimiento convencional de la izquierda tras la Segunda Guerra Mundial tienen
las mismas raíces antiilustradas y antirracionalistas: el Sturm und Drang que
rebota en Nietzsche, de ahí pasa a Martin Heidegger y de ahí a todos los
círculos universitarios occidentales de izquierda. Estructuralistas y
post-estructuralistas estarían aquejados del mismo mal que los nacionalistas;
pensadores que hoy ya casi nadie lee pero que han condicionado fuertemente la
vida intelectual de occidente, de Lacan a Althusser, y de Levi Strauss a
Foucault, llevan todos el sello del filósofo nazi Heidegger. De él habrían
heredado no sólo su profunda aversión a la razón ilustrada, también el gusto
por el lenguaje críptico e iniciático. Ya ven dónde se han ido a encontrar las
izquierdas y el nacionalismo.
El nacionalismo desdibuja al sujeto en beneficio del grupo. Pero el
grupo no es real. Es un grupo ideal. Es un grupo artificial, en la medida en
que la sociedad es compleja (cada vez más compleja, por cierto) y no se deja
atrapar fácilmente por modelos simples y preestablecidos. El nacionalismo
trabaja, así, en una apremiante e incansable simplificación de lo complejo. El
problema, claro está, es que esa complejidad es un conjunto de seres humanos.
Para que esa suma de individuos –que ellos ven como un todo homogéneo con
derechos propios, colectivos, que priman sobre los individuales– no prevalezca,
hay que eliminar lo diferente. Y, a menudo, eliminar lo diferente significa
eliminar al diferente. Eliminar al disidente. Por lo pronto, mediante el
asesinato civil. De "muerte civil" ha hablado justamente Albert
Boadella en la presentación de su último libro, Adiós Cataluña. Una obra
que habrá que leer, y que seguro que nos divertirá, aunque en el fondo es una
obra triste, pues constata una claudicación: "El nacionalismo ha podido
conmigo". Eso es lo que viene a decirnos.
Andanzas del nacionalismo catalán reciente
Ahora que conocemos las pautas de actuación de esa ideología, hagamos un
pequeño ejercicio de memoria sobre el nacionalismo catalán de los últimos
treinta y tantos años.
Quiero puntualizar que no hay prácticamente nacionalismo catalán
mientras Franco vive. Hay unos cuantos curas, más o menos trastornados, que a
su vez trastornan a Jordi Pujol y le convencen de que tiene un cometido
histórico, de que es un elegido, de que está llamado a liberar a esa doncella
presa que es Cataluña en su imaginación. Una imaginación, por cierto, cuyos
rasgos febriles no le impiden desarrollar espléndidos negocios familiares. El
nacionalismo como vía de enriquecimiento personal es otro asunto que merece un
seminario monográfico.
La burguesía catalana (sea lo que sea tal cosa) ha tenido que inventarse
aprisa y corriendo su pasado para no pasar por la vergüenza de reconocer que
fue ella quien, antes del advenimiento de la Segunda República, aupó a Primo de
Rivera al poder; para no tener que recordar cuánto le debe a Franco, al
proteccionismo franquista, que además de permitirle recuperar las fábricas que
le habían arrebatado los amigos de Companys le permitió asimismo enriquecerse
con un mercado cerrado a las manufacturas extranjeras, cuya entrada libre
habría supuesto su hundimiento inmediato. Habría supuesto el fin de casi toda
esa clase, ya muy mezclada, que presume de antifranquista cuando Franco lleva
32 años muerto. Una clase que vive sobre una gran mentira, que ha tenido que
retorcer su memoria y su imaginación para hacernos creer (y para creerse ella
misma) que estaba luchando contra la dictadura franquista cuando se iba de
excursión a la montaña, cuando acudía a misa en catalán o cuando gritaba al
árbitro en el campo del Barça. Ésas son las paupérrimas credenciales
antifranquistas de la burguesía catalana, alta y baja. No busquen más porque no
encontrarán nada. Bien, encontrarán unos cuantos individuos más o menos dignos,
más o menos temerarios. No una clase. No un segmento social. Ni muchísimo menos
una Cataluña antifranquista.
Pero vayamos al grano, que en el grano está además la conclusión y el
final de esta intervención, que empieza a alargarse demasiado. ¿Cuál ha sido la
forma de operar de este nacionalismo que nos cabe en la memoria?
Jordi Pujol creó CDC con un puñado de personas y a golpe de talonario en
el año 1974. Tiene su mérito, porque Franco aún vivía. Y además Pujol es de los
pocos nacionalistas –entre los que pronto tendrían poder– que había pasado por
la cárcel. Había algunos grupos independentistas, cuatro gatos a veces
financiados también por Pujol, que invirtió mucho en políticos (incluidos
políticos socialistas). Situémonos en la segunda mitad de los años 70, y
encontraremos un nacionalismo muy minoritario que se confundía con quienes
reclamábamos libertades democráticas. Quizá porque no eran muchos, o quizá
porque nadie supo verles el plumero, aparecía ya ahí una disonancia que
acabaría siendo fatal. Unos defendíamos (me incluyo aunque era muy joven, un
adolescente, pero un adolescente militante y motivado) las libertades y
derechos democráticos, e incluíamos la reivindicación de un estatuto de
autonomía para Cataluña. Ellos estaban ya pensando en otro concepto de
derechos: los derechos colectivos, que no son propiamente derechos. No para mí,
que no concibo más que derechos individuales. El manido derecho de
autodeterminación es un constructo político-jurídico de Woodrow Wilson pensado
para solucionar el problema del disuelto Imperio Austrohúngaro al finalizar la
Primera Guerra Mundial. Luego la autodeterminación de los pueblos ha de
entenderse siempre referida a los procesos de descolonización, y en concreto a
la descolonización africana de finales de los 50 y de los años 60. Digan lo que
digan los nacionalistas, no existe en el Derecho Internacional amparo, bajo tal
derecho, para la segregación de un territorio miembro de las Naciones Unidas.
Tras aquella mezcla de progresistas y nacionalistas, que al final acabó
aceptando el modelo de transición democrática que habían diseñado los
franquistas (básicamente porque dicho modelo –reforma frente a ruptura– contaba
con el apoyo masivo del pueblo español), se da un segundo paso que tendrá una
importancia capital y que marcará nuestro futuro: la rápida ocupación (o
captación para su causa) de todos los centros de decisión. Centros de decisión
políticos, financieros, empresariales, asociativos, universitarios, mediáticos.
Hago hincapié en que la toma fue muy rápida. Y en que Jordi Pujol sustituyó
–para nuestra desgracia– a Josep Tarradellas al frente de la Generalidad, al
ganar las elecciones contra todo pronóstico. Contra todo pronóstico simplista,
habría que añadir, que es el tipo de pronóstico que hacía una izquierda
inconsciente de que Pujol llevaba muchos años sembrando y de que tenía medios
para financiarse una campaña como Dios manda. Y que su campaña fue eficaz
porque supo transmitir una imagen institucional y seria que contrastaba con la
desmelenada progresía de la época. Aunque nos creyéramos los reyes del mambo,
el catalán de a pie creía poco en nosotros.
El siguiente paso, una vez tomados todos los centros de decisión
importantes, e investido el nacionalismo de respetabilidad institucional y de
legitimidad, fue el inicio de una era de estomagante victimismo que caracterizó
la larga etapa de transferencias de poder, de competencias y de presupuesto.
Ahí empezó a ponerse de manifiesto lo que hoy sabe cualquiera: que el Título
VIII de la Constitución era una calamidad, y que el prolijo listado de
competencias exclusivas del Estado del artículo 149 era, a la hora de la
verdad, papel mojado cuando el poder central de turno echaba mano del agujero
negro del artículo 150.2 de la Constitución, que reza:
El Estado podrá transferir o delegar en las Comunidades Autónomas,
mediante Ley Orgánica, facultades correspondientes a materia de titularidad
estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o
delegación. La Ley preverá en cada caso la correspondiente transferencia de
medios financieros, así como las formas de control que se reserve el Estado.
Época, pues, de rentable victimismo y de acopio de poderes y
competencias. Y también de un incipiente autoritarismo de quienes siempre
estaban dispuestos a sentir su orgullo herido, o a simularlo. Trazos
inseparables del nacionalismo. Habrá también, desde el primer momento,
esporádicas sacudidas terroristas (me refiero a Cataluña, no al País Vasco,
donde esto es obvio, dolorosamente obvio), cuando sea necesario. Por ejemplo,
cuando una parte importante de la sociedad civil, constituida sobre todo por
docentes, desafió el estado de cosas con la iniciativa del Manifiesto de los 2.300.
Bastó un rápido secuestro y un tiro al segundo firmante, que abandonó
Cataluña, para que le siguieran millares de profesores, en un éxodo silencioso
que merece un lugar destacado en la historia de la infamia de nuestra
democracia. La prensa catalana reaccionó al unísono: Federico Jiménez Losantos,
la víctima, se lo había buscado. A día de hoy, TV3, en manos del segundo
Tripartito, sigue asumiendo el lenguaje y la lógica de los terroristas de Terra
Lliure. Afirman que el atentado logró sus efectos, y no les falta razón. Con lo
que no contaban es con que la voz de la víctima se les iba a colar por los
aparatos de radio muchos años después.
Siguiente etapa. Una vez consolidada una sociedad civil a imagen y
semejanza de la clase política, Cataluña sufre una inaudita suplantación. La
sociedad real está muda. Es la era de Matrix, de la realidad virtual, o, si
prefieren, de la negación sistemática de la realidad. No en balde los
intelectuales que impulsaron la formación política Ciudadanos en aquella época tan
reciente, y a la vez tan lejana, en que el PPC carecía de discurso se
refirieron a menudo a un objetivo estremecedor: restablecer la realidad.
Los resultados de la suplantación están a la vista cada vez que se llama
a los catalanes a votar: la sociedad catalana paga con la misma moneda y se
desentiende de sus políticos. Como si no existieran. Entramos en altísimos
índices de abstención y se confirma el divorcio entre la sociedad catalana y su
clase política. Divorcio también entre la "sociedad" (entre comillas)
–el gran pesebre que pagamos todos– y la sociedad (sin comillas), el conjunto
de los individuos catalanes. Y con todo ello, crisis de legitimidad y creciente
déficit democrático.
Hoy estamos en la etapa siguiente, la etapa en la que se encienden las
luces rojas, la etapa en que deberían dispararse todas las alarmas: el
autoritarismo es abierto, indisimulado. Pasa por el recrudecimiento de las
multas lingüísticas a los comercios, por el incumplimiento de las sentencias
que contrarían los planes nacionalistas, y por el desafío al Estado democrático
y a las instituciones nacidas en el 78 mediante la política de hechos
consumados. El ejemplo más vistoso es el nuevo estatuto, sus pretensiones de
Constitución alternativa, la negación de los principios de la Constitución del
78 (empezando por su artículo 2) y la condena al ostracismo y a la muerte civil
de cualquiera que se atreva a contarlo.
En éstas estamos.
NOTA: Este texto es una versión editada de la conferencia que, con el
mismo título, JUAN CARLOS
GIRAUTA pronunció en la Universitat Abat Oliba CEU (Barcelona) el 20
de octubre de 2007, y que ha recogido íntegra LA ILUSTRACIÓN LIBERAL en
su último número.