¡INMERSIÓN, INMERSIÓN! (O EL BILINGÜISMO SEGÚN ZAPATERO)

 

Artículo de Carlos Martínez Gorriarán en su blog de “¡Basta ya!” del 12.04.08

 

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

La defensa de la política identitaria que tanto gusta a Zapatero trata de hacer pie –o de poner pie en pared- en la defensa de las lenguas. Curiosa defensa: ¿alguien hablaría de la defensa política del genoma, de las ecuaciones de segundo grado o de la química orgánica? Quizás, pero le trataríamos de chalado o de algo peor. Sin embargo, esas cosas forman parte de ese mismo universo, a caballo entre la naturaleza y la cultura, al que también pertenecen las lenguas. Demasiado quizás para la tropa que guarnece mayoritariamente el Congreso, pero es así: una lengua no tiene derechos por las mismas razones en que no los tiene la mecánica cuántica, la música dodecafónica o la filosofía taoísta. Sí los tienen, en cambio, los físicos, los músicos y los taoístas. No por sus profesiones o creencias, sino porque son seres humanos. Espero que Rosa tenga ocasiones de explicarlo alto y claro.

 

El zapaterismo –no tiene sentido llamarlo “socialismo”, que es otra cosa- está particularmente orgulloso del modo en que, dice Zapatero, se ha resuelto el asunto de las lenguas en la España plural. El paradigma es, claro, Cataluña. Según el flamante presidente del Gobierno, la política lingüística seguida allí por la totalidad de los partidos que han tocado poder (el PUC: Partido Único Catalanista), caracterizada por una figura bautismal, la “inmersión” nada menos, ha sido la mejor para impedir la división de Cataluña en dos comunidades. Se refiera a su entrega a una, por supuesto, la comunidad nacionalista. Zapatero se refiere a comunidades lingüísticas, se sobreentiende, pero también y sobre todo comunidades políticas, porque en el modelo nacionalista adoptado por el zapaterismo, no hay diferencia entre una y otra: la comunidad política es una comunidad de lengua, y viceversa. Y eso a pesar de todos los desmentidos apabullantes de la realidad. Hay comunidades políticas surgidas de un odio cordial facilitado por la lengua común, que permite estupendamente entender los agravios, insultos y ofensas de los otros. Es el caso de Estados Unidos y también de Irlanda, violentamente escindidas de Inglaterra a pesar de la lengua común o precisamente gracias a ella. Idem del frasco: España y sus exs: México, Cuba, Perú y todo el etcétera surgido de las revoluciones y guerras decimonónicas. Violencia fraticida y lengua común: he aquí un interesante tema para un ensayo antibabélico. Aunque para consolarnos están las comunidas políticas políglotas, que haberlas haylas y prósperas, como Suiza o India. Antes también España, aunque no sabemos por cuánto tiempo aún.

 

Pero a lo que íbamos: a Zapatero le gusta la inmersión lingüística, práctica que consiste en coger a una criatura (tomar, por si nos lee algún argentino), llevarla a una escuela y hablarle sólo en ese idioma que desconocen sus padres y muchos vecinos, sea por pecado venial de emigración o mortal de desafecto a lo supuestamente propio. La inmersión de este tipo siempre significa cierta violencia de persecución: las criaturas sumergidas en la lengua “propia” son acosadas en el recreo para que no se pasen a la parla propia impropia, los adultos que rotulan en algo impropio son multados, etcétera. En Cataluña hay a diario emotivos testimonios de todo esto y de más, como también en el País Vasco y Galicia en menor medida –aunque sólo en Euskalherria se ha asesinado a gente por el delito de ser “enemigos del euskera”, mucho peor que multar (¿pensará en esta diferencia ventajosa Zapatero?: lo que sea, para que no haya violencia…)

 

La “inmersión lingüística” tiene una lógica de por sí interesante: es una política de avestruz que sumerge la testa en la tierra para no ver la realidad -algo que chifla al zapaterismo, abierto enemigo de hechos y evidencias. Sumergirse es una manera de huir del peligro inmediato o presentido. Cuando muchos seguidores de este blog éramos críos y sólo había dos cadenas de TVE en blanco y negro –existió ese tiempo monocromático, criaturas-, había una serie de ficción entre bélica y científica de mucho éxito: Viaje al fondo del mar. Me encantaba. El protagonista era un submarino nuclear portentoso, y americano por supuesto, el “Sibiu” le decían en el doblaje. Cada vez que el trasto aquel tropezaba con alguno de los incontables enemigos que le salían al paso en su eterna singladura, del puente de mando surgía imperativa la orden de inmersión: “¡¡¡inmersión, inmersión, inmersión!!!” Parece que los peligros eran mucho menores en las profundidades abisales, pese a lo que pueda sugerirnos la intuición (esto daría para una hermoda divagación kantiana que dejaremos para otro día).

 

La inmersión lingüística es, como la del metálico “Sibiu” con sus marinos en lata, una manioba de huida del peligro: la realidad lingüística tal y como es. Peligro para un nacionalista lingüístico, claro está: el peligro de que cada cual hable y emplee la lengua que prefiera. Esto es lo que trata de erradicar la inmersión lingüística: la libre elección. Y lo hace eliminando alternativas que elegir. Por eso, y no por otra cosa, es un ataque a la libertad personal, pura capacidad de elegir. Capacidad práctica de elección, no teórica o metafísica. Con la inmersión, el nacionalismo huye de la superficie iluminada de la realidad para sumergirse en ensueños mitográficos de comunidades políticas únicas porque tienen una sola lengua propia -eso que encandila a Zapatero-, ya que el resto de lenguas, pero sobre todo la lengua común que impide romper la comunidad existente para crear otras, descienden a lenguas impropias, un oscuro estatus repleto de amenazas.

 

Obsérvese que promover la inmersión lingüística es una opción liberticida que no tiene nada que ver con la defensa, legítima y necesaria, de los derechos de los hablantes de todas las lenguas oficiales en sociedades bi o plurilingües. En las sociedades democráticas, este objetivo necesario se consigue mediante la cooficialidad de todas las lenguas arraigadas en la comunidad: el castellano junto al catalán, gallego o vasco, por ejemplo. La cooficialidad es la medida constitucional que permite a continuación desarrollar una administración y una enseñanza bilingües, entre otras medidas prácticas conducentes a la proteccion efectiva del único derecho real en este contexto: el de cada ciudadano a emplear la lengua que prefiera en sus relaciones con la administración o en la enseñanza obligatoria, por ejemplo. Ese derecho no mejora cuando se obliga a otro ciudadanos a sumergirse en una lengua pretendidamente propia, en realidad impuesta. Por el contrario, el liberticidio perpetrado por la fantasmal inmersión también ataca la libertad del ciudadano que libremente opta por el catalán o el euskera en lugar del castellano. Porque nadie, nunca, ha visto mejorar su libertad personal cuando la libertad de sus conciudadanos queda mutilada. ¿Qué gana un catalanohablante cuando un castellanohablante que se empeña en seguir siéndolo se ve rebajado a la condición de ciudadano de segunda, usuario de una parla sospechosa, expulsada de los espacios públicos?: nada, absolutamente nada que no sea indigno e indecente, como todo lo obtenido mediante el abuso y la coerción ilegítima. Claro que, para indignarse con esto, hace falta tener algún genuino aprecio por la libertad, algo raro en el zapaterismo.