LAS REFORMAS ESTATUTARIAS: UNA HISTORIA INTERMINABLE

 

Conferencia de Joaquín Leguina, político socialista, escritor y economista, pronunciada en Bilbao el 10 de marzo de 2006, en un acto organizado por la Fundación para la Libertad.

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado la conferencia que sigue para incluirla en este sitio web.

 


Para nadie es un secreto que el proceso abierto con la propuesta de nuevo Estatuto para Cataluña -y que tendrá derivadas políticas sin cuento- encierra riesgos ciertos y no sólo respecto a la andadura del actual Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero, sino que afecta a numerosas cuestiones políticas e ideológicas que tienen más calado del meramente electoral. Se ha abierto, en efecto, una caja de Pandora cuyo beneficiario no será el Gobierno ni, probablemente, tampoco el mayor partido de la oposición. No parece que estemos en un juego de suma positiva ni siquiera de suma cero. Por eso, y por otras razones que intentaré resumir aquí, muchos pensamos que este proceso nunca debió abrirse o, al menos, nunca debió abrirse con tanta alegría antropológica –digámoslo así- como se ha hecho. Pero vayamos al origen inmediato, poniéndonos a ras del suelo.

Los antecedentes cercanos del actual proceso estatutario comienzan con los Acuerdos de Santillana (“La España plural”), que el PSOE se planteó en vísperas de las elecciones catalanas. Allí, en ese documento interno, se puede leer lo siguiente: “Hoy nos disponemos de nuevo a abordar, conforme a la Constitución y a las reglas del juego democrático, y desde el imprescindible consenso, reformas estatutarias en aquellas Comunidades Autónomas donde el marco jurídico merezca ser perfeccionado”.

El planteamiento electoral del PSC, que contenía la voluntad de consensuar en Cataluña un nuevo Estatuto, quedó así avalado por el PSOE en Santillana, pero sin mayores concreciones, excepto esa petite frase: “desde el imprescindible consenso”, que pronto se quedaría en agua de borrajas, al dejar fuera del juego al PP en el Parlamento catalán.

En cuanto a esa ocurrencia de “la España Plural” conviene detenerse un momento en ella. Como es sabido, toda sociedad democrática es plural. Desde esta óptica elemental y puesto que España es un país democrático, hablar de “la España plural” puede parecer una obviedad o una redundancia... pero no nos debemos engañar, no estamos ante una simpleza sino ante otra cosa, porque lo que entienden los nacionalistas al oír esa frase no es que España sea una sociedad abierta, sino que es un conglomerado heterogéneo, una suma de “naciones” y regiones, un puzzle en el cual las únicas que tienen vida propia son las piezas, pero no el conjunto. Porque para ellos “plural” equivale a “desmontable”. Desde esa óptica, “el Estado español” (ellos nunca nombran a España) es plural, pero Cataluña o el País Vasco no lo son, sino que estas “nacionalidades” –o naciones, término que no se cansan de autoaplicarse- son unitarias y uniformes, y es de ahí, de esa visión ideológica según la cual el “pueblo” ha sustituido a la ciudadanía, de donde se derivan no pocos males, que arrancan casi todos ellos de la concepción identitaria de la lengua y de la cultura y, lo que es más grave, de los derechos del “pueblo”, de los supuestos derechos colectivos (“históricos”) de Euskalherría o Cataluña que pretenden suplantar y sustituir a los verdaderos derechos: los derechos del individuo, de cada una de las personas, los derechos de ciudadanía. Y no se trata sólo de una cuestión de filosofía política sino que tiene una aplicación inmediata sobre las personas, sobre los ciudadanos no nacionalistas (o no catalanistas) que viven en el País Vasco o en Cataluña, a quienes los “identitarios” de todo cuño pretenden convertir en “mozárabes”, en personas “no integradas en la comunidad nacional”, que, por ello, son susceptibles de ser despojadas de sus derechos. Por eso, cuando se afirma que España es plural, es preciso añadir que el País Vasco o Cataluña o Galicia también son plurales.

Pero sigamos con esta pequeña historia. Los resultados electorales obtenidos por el PSC en aquellos comicios autonómicos de 2003 quedaron muy por debajo de sus expectativas (con menos diputados que CiU) y si consiguió formar gobierno y desplazar a CiU hacia la oposición no fue gracias a la promesa de un nuevo Estatuto, sino a que ERC, cuyo incremento de escaños fue notable, se decantó por el PSC y no por CiU. A ello se vino a unir, tras las elecciones de marzo de 2004, ganadas por el PSOE, la necesidad de algún apoyo nacionalista para la gobernabilidad en España, cosa que obtuvo también de ERC. Para nadie fue un secreto que esta doble dependencia parlamentaria, en el Parlamento de Cataluña y en las Cortes Generales, abría las puertas a la reforma estatutaria. Sobre todo sabiendo que Rodríguez Zapatero había dicho en Cataluña en 2003 aquello de “apoyaré en las Cortes Generales lo que venga suficientemente avalado desde el Parlamento de Cataluña”. Más tarde matizaría ese aval genérico añadiendo la frase sacramental: “dentro de la Constitución”.

Pues bien, iniciado el proceso de reforma del Estatuto en Cataluña, pronto se vio que sería difícil embridarlo “dentro de la Constitución”, convirtiéndose aquella negociación en una subasta –y no precisamente a la baja- en la cual los protagonistas de la puja no eran otros que ERC y CiU. Dispuestas ambas formaciones a mostrar ante su público la mayor tajada del melón, fruta que otros se habían encargado de abrir. Naturalmente, CiU nunca vio con buenos ojos que una redacción ex novo del texto estatutario tuviera como protagonistas a cualesquiera otros que no fueran ellos mismos. Por eso, en un momento dado y estando a punto de cumplirse todos los plazos, los observadores de cualquier condición daban por hecho que el intento de Estatuto embarrancaría en el Parlamento catalán... y así hubiera sido si no aparece Rodríguez Zapatero, quien se entrevistó con Artur Mas y, “milagrosamente”, CiU desatascó el freno y el texto se aprobó en el Parlamento de Barcelona con el solo voto en contra del PP.

Cuando, por fin, se desveló el misterio y el común de los mortales pudimos leer, negro sobre blanco, el proyecto de Estatuto (PE) que el Parlamento Catalán enviaba a las Cortes Españolas, no dábamos crédito a lo que estábamos leyendo, porque -entre otras cosas- la concepción política acerca del Estado que subyace en el texto del PE remitido a las Cortes era, simplemente, un disparate. El disparate de la bilateralidad, que responde a la más rancio y reaccionario catalanismo y se puede resumir en una frase tan castiza como certera: “Lo mío, mío y lo tuyo, a pachas”. Mandar en exclusiva en Cataluña y, también, mandar en Madrid. Ése es el modelo que proponía el PE.

Estamos ante un texto, el PE, que gira en torno a tres ejes: a) obsesión por reducir la presencia del Estado en Cataluña; b) Bilateralidad entre el Estado y la Generalidad y c) preocupación por la presencia “nacional” de Cataluña en el Estado y en el ámbito internacional.

Desde la discusión decimonónica acerca de los aranceles (altos para los textiles ingleses a fin de mantener el mercado español en manos de la producción textil catalana) hasta la discusión de la Constitución (1978) o el vigente Estatuto (1979), la actitud política del catalanismo respecto del Estado apenas ha variado, aunque, eso sí, ha tenido distintos nombres; Prat de la Riba, Cambó, Maciá... Pujol.

Lo que sí resultaba original y novedoso es que un partido, el PSC, que se hace llamar socialista, que nutre una gran parte de sus urnas con votos de gente de origen inmigrante, se haya subido a ese viejo carro identitario y ventajista. Actitud que no se entiende aquí, pero que tampoco entienden muchos militantes del PSC. Y no es sólo ni principalmente una cuestión de dinero, de competencias o de financiación, es mucho más grave. Es la desconfianza –que cualquier lector del PE no puede dejar de percibir-, el desprecio hacia España como concepto y como sociedad. Hacia el Estado y la España democráticos que hunden sus raíces en la Ilustración y en el mejor liberalismo, la España que se perdió con la II República y que renació tras la Dictadura. Una España por la que han luchado y empujado muchos catalanes, aquéllos que en los años setenta reclamaban una nueva Constitución y el Estatuto de 1932.

Un PE cuyas raíces se declaran “prepolíticas”. En efecto, allí podemos leer que “Cataluña ha definido una lengua y una cultura, ha modelado un paisaje”. Se coloca así a Cataluña no ya antes de la razón o de la Historia y, por supuesto, antes de la Democracia o la Constitución, incluso antes del mito. Sólo de una cabeza tan confusa como la de Rubert de Ventós puede salir una idea tan poco jurídica como esa de que Cataluña “ha modelado un paisaje”. ¡Qué horror!

A propósito del PE, que tiene 227 artículos –más que cualquier Constitución de un país europeo-, sólo me detendré brevemente en tres asuntos: a) Cataluña como nación; b) las lenguas y c) sistema de financiación.

Ya el Preámbulo del PE comienza con aquello de “La nación catalana ha venido construyéndose” y luego en el artículo 1 apartado 1 se lee: “Cataluña es una nación”. Pero ¿qué entienden los redactores del PE por nación? Vayamos a la voz nación en el Diccionario normativo del Institut d’Estudis Catalans: “Nación. Conjunto de personas que tienen una comunidad de historia, de costumbres, de instituciones, de estructura económica, de cultura y a menudo de lengua, un sentido de homogeneidad y también de diferencia respecto al resto de comunidades humanas y una voluntad de organización y de participación en un proyecto político que pretende llegar al autogobierno y a la independencia política”. Desde luego, la definición no tiene desperdicio por ser, antes que cualquier otra cosa, una declaración de intenciones y, en primer lugar, la de llegar a la “independencia política”.

Lo demás, la comunidad histórica y otras coincidencias, no se aleja mucho de aquella otra definición que, si no recuerdo mal, se debe a Renan: “Nación: conjunto de personas que se jalean, mintiéndose sobre su pasado común”.

Pero no se para ahí la cosa, sino que el PE también mete la cuchara en la definición de España que, por supuesto -y contradiciendo directamente a la Constitución-, para ellos no es una nación, sino que “Cataluña considera que España es un Estado plurinacional”. En la consideración de Cataluña (¿qué Cataluña?, cabría preguntarse) España no es una nación, pero tampoco es una sociedad, ni un conjunto de ciudadanos, ni siquiera un territorio. ¡España es un Estado!. “Un Estado plurinacional”, es decir, compuesto de naciones que, por serlo, pretenden llegar a la independencia política, eso es lo que, al parecer, “considera Cataluña”. La Cataluña de los que han redactado el PE, claro está. Se trata de un insulto a todo aquel que sienta español, pero, sobre todo, es un insulto a la inteligencia.

Pasemos al segundo asunto, el más delicado de todos: las lenguas. Cualquiera que viva allí o visite Cataluña percibe inmediatamente que en la calle, en al sociedad catalana, conviven el castellano y el catalán sin ningún problema digno de reseñar y, si eso es así, ¿por qué las lenguas son un problema político? Pues porque los nacionalistas de cualquier obediencia consideran a su lengua como un elemento determinante de la identidad colectiva. Así, un nacionalista español llamado Francisco Franco expulsó al catalán del foro público en nombre de la lengua del imperio. Por su parte, la intención de los nacionalistas catalanes no eso otra que la de considerar al castellano una lengua impuesta por la fuerza, aunque más de la mitad de los catalanes, es decir, de los ciudadanos que viven y trabajan en Cataluña, tengan como lengua materna precisamente el castellano.

No estamos ante un problema entre lenguas, estamos ante un problema de discriminación de las personas a causa de su lengua materna. Y eso es lo que viene pasando y se va a incrementar si la redacción del PE se mantuviera hasta el final. Y viene pasando, entre otras cosas, porque la última Ley de Política Lingüística del Parlamento catalán (1997) no fue recurrida ni por el Gobierno de Aznar, que necesitaba los votos de CiU, ni por el Defensor del Pueblo, sobre quien se ejerció todo tipo de presiones para que no presentara recurso de inconstitucionalidad.

El PE echa un par de paletadas más sobre el asunto: 1) “Todas las personas en Cataluña tienen el derecho de utilizar y el deber de conocer las dos lenguas oficiales”. Se establece así la obligatoriedad de dominar el catalán para todas las personas que estén en Cataluña (¿incluidos los turistas y los pilotos de aeronaves?) y 2) “La lengua propia de Cataluña es el catalán. Como tal, el catalán es la lengua de uso normal y preferente de todas las administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos en Cataluña, y es también la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza”.

Si esto no es una discriminación contra los castellanohablantes, que venga Dios y lo vea, aunque no sólo es una discriminación para ellos. Una discriminación contra los menos dotados económica y socialmente, los inmigrantes del resto de España y sus descendientes. Estamos ante una política que pretende tratarlos y los trata como extranjeros en su propio país. “Si un español emigra a Inglaterra, lo que le conviene es aprender el inglés” es un argumento que los catalanistas suelen exhibir para exigir a todo el mundo en Cataluña el uso del catalán. Se olvidan -y no por casualidad- que un andaluz en Inglaterra es un extranjero, pero cuando se desplaza a Cataluña no sale de su propia nación (artículo 2 de la Constitución) y tiene el derecho de hablar y de que le hablen en su lengua común, en castellano (artículo 3 de la Constitución):

Aunque respecto a la obligatoriedad de dominar el catalán, los muñidores de este atropello que es en este punto el PE se van a encontrar al final del trayecto –eso espero- con una sentencia del TC. La sentencia es del 26 de junio de 1986, cuando presidía dicho Tribunal Francisco Tomás y Valiente. En esa sentencia se lee lo siguiente: “Pues el citado artículo (el 3 de la Constitución) no establece para las lenguas cooficiales ese deber, sin que ello pueda considerarse discriminatorio”. La que sí es discriminatoria es la obligación de conocer el catalán, y no sólo por los castellanohablantes que residen allí, también impedirá, de facto, el traslado a Cataluña de cualesquiera funcionarios públicos procedentes del resto de España.

El tercer punto que me había propuesto abordar era la financiación en el PE. No es un tema menor, pero, por lo que conocemos, en este asunto habrá un acuerdo. Los redactores del PE querían quedarse con todo el salchichón (“Corresponde a la Generalidad la gestión, recaudación, liquidación e inspección de todos los tributos estatales soportados en Cataluña”, art. 204 del PE), pero parece que se conformarán, de momento, con un tajo más, un buen tajo del citado embutido presupuestario.

Dado que el sistema que se acuerde con Cataluña va a ser generalizable al resto de las CCAA de régimen común, el tajo total al que hacía yo referencia va a ser de abrigo. Ya lo ha anunciado el Presidente de Andalucía, quitándole relevancia al asunto: “Nadie se debe preocupar porque todos saldremos ganando”, ha dicho. No es difícil descubrir quiénes son esos todos a los que se refería Manuel Chaves: son todos los presidentes de las CCAA porque, nadie lo dude, las cuentas del Estado, las que nutren las inversiones y las políticas del Estado, se van a resentir ¡y de qué modo!, teniendo en cuenta, además, la desaparición paulatina, pero segura, de los fondos europeos de los que se ha beneficiado España durante los últimos cuatro lustros.
Los afiliados al PSOE que se quisieron enterar del texto del PE (hay muchos, quizá preocupados por su salud, que no se quieren enterar de estas cosas) se llevaron, casi sin excepción, un berrinche, sintiéndose engañados por sus supuestos conmilitones del PSC. Éstos, cuyos votos sirvieron para llevar a Rodríguez Zapatero a la Secretaría General, habían dicho en todos los foros internos, incluido el Comité Federal, que el PE que saldría del Parlamento catalán iba a ser plenamente constitucional. Lo cual resultó un fiasco, un engaño, una mentira, porque el PE no encajaba en la Constitución ni a martillazos. Y ahí empezó el segundo acto de esta comedia.

El PSOE anunció que en esas condiciones no podía apoyar el PE en las Cortes Generales, dando comienzo una segunda ronda de negociaciones, pero ya con el PE encima de la mesa y apoyado por el 90% del Parlamento catalán, incluido, claro está, el PSC.

Las condiciones en que se había colocado el Gobierno (o lo habían colocado), no eran precisamente las mejores. Porque, además de las dificultades posicionales, el Gobierno tenía –y tiene- prisa, consciente como es de la impopularidad que estos movimientos territoriales provocan en el resto de España que, por otro lado, no hacen sino reflejarse en las encuestas de opinión. Y fue aquel que había desatascado el PE en Cataluña quien apareció de nuevo a echarle una mano a Rodríguez Zapatero. Una noche (21 de enero de 2006) se anunció desde el despacho de este último que Artur Mas, en nombre de CiU, había llegado a un acuerdo con el Presidente del Gobierno para sacar adelante el PE en las Cortes Españolas.

Cuando esto escribo no son de dominio público los contenidos del citado acuerdo, pero algunos efectos políticos ya ha tenido y no sólo en el texto del Estatuto, sino en la posición de Esquerra Republicana, desairada en Madrid y socia del tripartito en Cataluña.

Para muchos, tan aficionados a los movimientos tácticos, el cambio de caballo en medio de la corriente, el pase negro a Esquerra Republicana y la mano tendida a CiU, la patada a Maragall en el trasero de Esquerra, es una habilidad del Presidente. Ya veremos en lo que acaba todo esto, pero de momento, Esquerra se ha lanzado a las calles de Barcelona en pro de la “autodeterminación” (“la capacidad de decidir” dicen ellos eufemísticamente, al modo de Ibarreche) y con bastante éxito. Se cumple así una vez más el papel al que está destinado el aprendiz de brujo: antes del inicio de este proceso estatutario apenas el 3% de los ciudadanos de Cataluña consideraban este asunto como un problema básico; hoy ese porcentaje ya se debe de haber multiplicado por diez. No sé si Rodríguez Zapatero conoce la vieja ley de Say, pero ésta se cumple siempre en política: la oferta crea su propia demanda. Pero aumentada, añado yo.

En 1932, durante la II República, se llegó a un acuerdo por el cual se creaba la Autonomía de Cataluña. Las viejas reivindicaciones catalanistas encontraban así un cauce jurídico en las nuevas instituciones republicanas. Aquel acuerdo no fue fácil, pero la flexibilidad de unos y la inteligencia de otros dio como resultado un Estatuto razonable en el que tanto tuvo que ver la sabiduría política de Manuel Azaña. Aquel Estatuto, que no tenía preámbulo y contenía tan solo 18 artículos, comenzaba así: “Artículo 1º. Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español, con arreglo a la Constitución de la República” y en su artículo segundo se leía: “Dentro del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su lengua materna, tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con los Tribunales, autoridades y funcionarios de todas clases, tanto de la Generalidad como de la República”. Más adelante (en su artículo 7º) aquel Estatuto, al tratar de la Universidad, exigía que ésta ofreciera “a las lenguas y las culturas castellana y catalana las garantías recíprocas de convivencia, en igualdad de derechos, para profesores y alumnos”.

¿Qué ha pasado en Cataluña desde entonces para que la que era región autónoma pretenda ahora ser nación y para que las lenguas maternas, tratadas entonces con exquisita igualdad, no puedan ser tratadas de igual forma ahora?

Desde luego que han pasado cosas, para empezar, una guerra civil que acabó con la República y después cuarenta años de dictadura durante los cuales y especialmente entre 1960 y 1975 muchos españoles de las más diversas procedencias se fueron a trabajar y a vivir en Cataluña. Acontecimientos, todos ellos que, a priori, no beneficiaban al nacionalismo catalán y, sin embargo, son las ideas nacionalistas –como acabamos de ver- quienes hoy priman abrumadoramente en el Parlamento de Cataluña... aunque no tanto en la ciudadanía.

Por ejemplo, una encuesta realizada en el arranque del proceso mostraba que no representaban ni el 20% de la población quienes creían que Cataluña es una nación. Estamos pues ante una gran confusión (por no usar otra palabra más sonora, aunque probablemente más precisa) en la representación política de quienes proviniendo del resto de España y residiendo en Cataluña es difícil pensar que lleven en sus corazones y en sus cabezas la reivindicación nacionalista.

Una confusión que proviene, en alguna medida, de la etapa franquista, porque la izquierda pensó, sinceramente y con razón -“Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía”-, que las instituciones autonómicas habían sido arrancadas miserablemente y por la fuerza. Pensó también que un modelo federal era bueno para España (¿y qué otra cosa es el sistema autonómico contenido en la Constitución de 1978?). Pero la deriva nacionalista que han tomado las cosas, a la que se ha sumado el PSC con sin par entusiasmo, es algo que no estaba en el guión inicial. Mas, sea como sea, la dolorosa verdad es que la izquierda no nacionalista -o si se quiere, no catalanista- se ha quedado sin voz pública. Para empezar, sin representación parlamentaria. Oigamos, a este propósito, lo que escribían dos socialistas catalanes, Ramón Marcos y Pedro Gómez Chamizo, al comienzo del presente proceso estatutario –y desde luego, no están solos en sus quejas-: “En Cataluña no es posible sostener públicamente una opinión contraria al catalanismo. La presión en el seno de la sociedad catalana, tras veinticinco años de normalització (control de la educación, monolingüismo catalán, control de los medios, desprestigio de todo lo español...), es enormemente eficaz y actúa como una barrera invisible. Durante años y de manera consciente y deliberada, los dirigentes políticos han llevado a cabo una estrategia de espiral de silencio, es decir, una acción política que consiste en influir en la opinión general de tal modo que les permita ganar el debate evitando que se produzca. Las causas de la lengua y la construcción nacional forman parte de esos temas tabú sobre los que no existe siquiera la posibilidad de mostrar el menor desacuerdo. A pesar de que el catalanismo supone anteponer lo propio a lo justo y definir lo propio desde criterios de identidad (lo cual lesiona el valor del pluralismo).

Esta limitación de derechos y del pluralismo es de una trascendencia que no acertamos a ver convenientemente valorada entre periodistas y políticos. Lo cierto es que en Cataluña se está avanzando hacia un modo de organización política que no garantiza el pluralismo y la igualdad de derechos. Utilizamos estos términos con plena conciencia de su gravedad, pero lo cierto es que describen con precisión lo que se está viviendo en Cataluña”.

Voces como éstas han sido acalladas dentro del PSC, pero también se han hecho oídos sordos a ellas por parte de la actual dirección del PSOE.

La transición dejó escritos en la Constitución dos textos que hoy tenemos buenas razones para lamentar. Me refiero al Título VIII de la Constitución y el disparate de haber incluido en ella una ley electoral completa. El Título VIII constituye una vía para cualquier ampliación estatutaria, apertura que quizá era necesaria en aquel momento, pero una brecha de esta naturaleza no puede permanecer abierta sine die. Por otro lado, el sistema electoral contenido en la Constitución, al primar la representación parlamentaria de las formaciones políticas que se presentan con fuerza, pero en pocas circunscripciones (es decir, a los nacionalistas), a menudo deja en sus manos la gobernabilidad del país. Lo cual constituye un disparate político de primera magnitud. Son estos fallos constitucionales los que han permitido, por un lado, una sobrerrepresentación de los nacionalistas en el Estado que es, a todas luces, injusta, pero también insostenible a largo plazo y, por otro, la reivindicación permanente de “más madera” estatutaria. Antes de iniciar cualquier proceso de cambio en el bloque constitucional (Constitución y/o Estatutos) un Gobierno responsable de sus obligaciones para con el Estado debería plantear el cierre del Título VIII y una nueva Ley electoral. Y si no, no se juega.

En este momento en que les hablo a ustedes ya está disponible el informe de la Ponencia Constitucional que prefigura lo que, al final, será aprobado en el Congreso de los Diputados. Los recortes a la ensoñación nacionalista que contenía el PE han sido notables, pero transformar el agua en vino no está entre las facultades del Parlamento Español y así, en lo tocante a las lenguas y “el derecho y el deber de conocer” el catalán queda tal cual estaba en el PE, es decir, abre la puerta a una más potente discriminación contra los castellanohablantes. En cualquier caso, el PE aprobado en el Parlamento catalán era inconstitucional hasta las cachas, así lo ha reconocido ahora todo el mundo. ¿Ésa es la lealtad institucional que ofrecen los partidos que lo votaron en Barcelona?

“El Estatuto aprobado en el Parlamento catalán es fruto de puros tacticismos. Maragall quiso presentarse más nacionalista que CiU y CiU más nacionalista que Esquerra”, ha dicho el señor Durán Lleida hace unos días.

Sea cual sea el texto que al final se pase a referéndum en Cataluña, conviene recordar que una cosa es que una ley quede dentro de la Constitución y otra muy distinta que esa ley sea buena, beneficiosa o conveniente. La Constitución no garantiza la bondad política o social de ningún texto legal; conviene enunciar estas obviedades en un momento, como el actual, en que reina la confusión.

Y ahora ¿qué va a pasar?

Nadie tiene la bola de cristal, yo tampoco, mas, a esta hora parece probable que tras un lavado de cara constitucional el Estatuto salga aprobado de las Cortes con el voto en contra del PP y la reticencia de ERC, pero esta formación, a la hora del referéndum en Cataluña hará de la necesidad virtud y llamará al voto positivo. Como todo adivino, me puedo equivocar, pero creo que ERC acabará por avenirse y se mantendrá en el redil maragalliano del tripartito. En caso contrario, si decidiera apoyar el no en el referéndum, para empezar, tendría que salir del Gobierno catalán y luego afrontar el resultado que, muy probablemente, sería contrario al Estatuto, pues el no se nutriría de fuentes variopintas, pero muy numerosas.

En cualquier caso, el Estatuto, como Ley orgánica, acabará recurrido en buena parte ante el TC. Éste, el TC, tendrá que dictar sentencia después de un referéndum si el resultado es positivo (si el resultado del referéndum fuera negativo, el Estatuto decaería), lo cual coloca al TC en una situación, digamos, más que incómoda.

Pero esto forma parte de la coyuntura inmediata, porque después, por esta senda vendrán los demás estatutos, que dejarán al Estado con la cuerda del salchichón y poco más entre las manos. Todo ello, naturalmente, liderado por unas sobrevenidas clases políticas regionales cuya voracidad está bastante más demostrada que su eficiencia... y a esperar el próximo asalto.

Quienes desde sus responsabilidades en el Gobierno de España impulsaron, en nombre de la España plural, este proceso territorial quizá pensaron que la solución de los conflictos se consigue a base de proponer diálogos incluyentes o, en otras palabras, es posible que se decantaran por este proceso pensando en alcanzar un marco político en el cual lo nacionalistas se sintieran cómodos. Pero la palabra “comodidad” es incompatible con la existencia misma del nacionalismo, cuyo oxígeno y cuyas proteínas sólo provienen de la incomodidad. La incomodidad que ellos predican de sí mismos y la incomodidad que provocan en el prójimo. Pretender que los nacionalistas se sientan cómodos es, simplemente, tan irrealizable como construir un jardín sin flores.

Quienes han hecho de “cándidos” en esta historia quizá se nieguen a asumir el papel de aprendiz de brujo, pero ha sido ése el papel que han jugado. Los analistas sociales lo saben desde hace tiempo; lo llaman “privación relativa” y es fácil de ilustrar con ejemplos como éste: ahora hay muchos más catalanes convencidos de que se les ha privado de algo que antes de iniciarse el proceso estatutario.

Cuando se estaba discutiendo el Estatuto de Cataluña en las Cortes Republicanas intervino en el debate José Ortega y Gasset, que era entonces diputado, y dijo, entre otras muchas cosas, que debíamos acostumbrarnos a convivir con los nacionalistas. Algunos han debido interpretar aquellas palabras del filósofo de manera torcida, entendiendo que la mejor manera de “convivir” es dándole la razón al de enfrente. Pero no es así. La única manera de convivir es expresando y defendiendo las propias convicciones... si es que se tienen, claro está.

Editores, 15/3/2006