¿CÓMO HEMOS LLEGADO A ESTO?

 

 Editorial de   “Libertad Digital” del 26.09.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el editorial que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

En ningún otro momento desde que recuperamos la democracia hace treinta años nos habíamos encontrado los españoles con una crisis institucional como la que se avecina a cuento de la reforma del Estatuto catalán. Y todo por la ambición de una casta de políticos miopes y obsesionados con acaparar poder, cuanto más mejor. Porque en Cataluña no existe, por más que los mandarines del PSC se afanen en llenar de propaganda oficial las calles, una acuciante demanda social para reinventarse la autonomía y la relación de ésta con el resto de la nación. Lo vimos el pasado día 11 en las raquíticas manifestaciones nacionalistas de la Diada, y la escasa pasión que, entre los catalanes, levanta el proyecto de reforma puede comprobarse en la cotidianeidad de sus ciudades y pueblos. Esta es la realidad de la calle, la del ciudadano de a pie que paga impuestos y aspira a vivir en un país moderno amparado por un Estado de Derecho medianamente decente.

 

Los sumos sacerdotes de la secta nacionalista, sin embargo, lo ven de manera muy diferente. Se han sacado de la manga un conflicto imaginario entre los catalanes y el resto de españoles que precisa remedio inmediato. El consenso de la Transición, el que otorgó a Cataluña una generosa autonomía perfectamente homologable con estados federados de todo el mundo, el que hizo posible que naciese en su seno un sistema de partidos endogámico y plañidero, no sirve ya para nada. El nuevo encaje de Cataluña en España ha de pasar por una nueva revolución estatutaria que convierta al Principado en un estado independiente pero que mantenga intactos los vínculos comerciales. Esa es la clave del nuevo Estatuto. Cataluña no le debe nada a España; España, sin embargo, le debe mucho a Cataluña y está obligada a liquidar su deuda hasta el último suspiro. Tal subversión implica necesariamente el fin de la Constitución de 1978 y la abolición de iure de una nación, la española, que arrastra más de quinientos años de historia.

 

Como las reglas de juego pactadas hace tres décadas y juradas en cada legislatura son, a estas alturas, meras reliquias del pasado, la clase política catalana se cree poseedora de una unción especial que le otorga licencia para desafiar sin miedo a la legalidad vigente. Es imposible sino entender los arrebatos de ira de los dirigentes esquerristas, o las apelaciones al fin de los días de socialistas y convergentes. O el Estatuto o el diluvio. No ha sido accidental. Hace tan sólo dos años un escenario como el presente sería completamente inimaginable. Dos circunstancias encadenadas dramáticamente lo han hecho posible. El ascenso de Pascual Maragall a la presidencia de la Generalidad tras un controvertido pacto con comunistas e independentistas, y la llegada al poder de Zapatero en Madrid tres días después de la tragedia de Atocha. El uno sabe que no se le presentará otra oportunidad como esta. El otro hace equilibrios para mantenerse en el poder y, lo más importante, carece por completo de principios. Maragall se ve como el libertador de Cataluña, como un hombre providencial del que hablarán las generaciones venideras. Zapatero, incorregible aprendiz de brujo, cree que posee la receta mágica para solucionar el problema del nacionalismo mediante la cesión.

 

Los protagonistas del drama en dos actos que se aproxima no hacen presagiar nada bueno. El nacionalismo catalán se lo juega todo a esta carta. Su credibilidad frente a los catalanes. Todo su proyecto político cabe en ese engendro. Zapatero, por su parte, va a recoger lo que ha sembrado a lo largo del último año y medio. ¿O acaso pensaba el presidente que las sonrisas y los juegos a tres bandas iban a salirle gratis? Es, en última instancia, el responsable de lo que pase. Para entonces será difícil deshacer el entuerto con uno de sus ridículos juegos de manos.