EL MITO DE LA CAVERNA

 

 Artículo de Pedro J. Ramirez en “El Mundo” del 27.11.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

  

Yo no soy Sócrates, ni ninguno de ustedes Glaucón, pero si cada lector de EL MUNDO enviara este artículo -o al menos los enlaces de Internet a los que me voy a referir ahora- a cinco dirigentes, militantes o votantes del PSOE, más de la mitad del electorado socialista sabría a qué atenerse sobre lo que está pasando en estos momentos en una de las comunidades más ricas, cultivadas y determinantes de España. Y mi optimismo crónico me lleva a pensar que eso significaría que Zapatero tendría que cambiar de política o que gran parte de su clientela cambiaría de zapatería.

Predicando con el ejemplo vayan por delante los nombres de mis cinco destinatarios especiales: José Bono, Francisco Vázquez, Alfonso Guerra, Juan Carlos Rodríguez Ibarra y Manuel Chaves.Como se ve, no es una cuestión de afinidades, sino de pragmatismo.Entre ellos hay quienes me caen bien, mal y regular. Pero tampoco les pido que acepten mis ideas. Es suficiente con que accedan a prestarme unos minutos de su atención para depositarla en un servicio público, disponible para cualquiera a través de la Red.

Basta teclear primero gencat.net y entrar así en la página oficial del Gobierno de la Generalitat de Catalunya, liderado por la versión autonómica del partido al que pertenece este quinteto de hombres ilustres. Procede luego realizar tres clics con el ratón del ordenador para pasar por el apartado temes, recalar en el espacio dedicado a la llengua catalana y terminar al fin en el prontuario de las llamadas Oficines de Garanties Lingüístiques.En esa pantalla se dan cinco direcciones postales y electrónicas, con sus correspondientes números de teléfono y fax, de Barcelona, Girona, Lleida, Tarragona y Tortosa, a las que puede dirigirse «una queixa o una denúncia sobre el dret de viure en catalá», con la tranquilizadora advertencia previa de que «la confidencialitat está garantida».

No estamos en el Berlín de los años 30, ni en el 1984 de Orwell, ni en el Kabul de los talibán. Es aquí, ahora mismo, entre nosotros, bajo la supuesta vigencia de una Constitución democrática, donde funciona esta policía de las costumbres, donde se incita al vecino, al familiar, al viandante a delatar bajo la cobarde coartada del anonimato a quien se aparte de una pauta de conducta cultural rígidamente establecida por el poder político. Y todo ello al servicio del ¡derecho a vivir en catalán!

Hasta ahora sabíamos que se podía vivir en Calella de la Costa, en Logroño o en Bollullos del Condado. Que se podía vivir en la calle Aribau, en la Plaza Mayor o en la urbanización Los Galápagos.Que se podía vivir en un tercero, en un ático o en un semisótano.Que se podía vivir en una democracia, en una dictadura o en una dictablanda. Incluso que, extensivamente, se podía vivir en paz con uno mismo, en estado de ansiedad o en el yermo de las almas.¿Pero qué es eso de vivir en catalán?

Muy sencillo, la misma sintaxis lo expresa: vivir en catalán significa convertir una mera herramienta de comunicación como es el idioma en un recinto de pertenencia que no sólo incluye la expresión oral o escrita, sino que a modo de insaciable Gargantua fagocita todas las demás facetas de la actividad humana. Se habla en catalán, por supuesto, pero también se piensa en catalán, se siente en catalán, se sueña en catalán, se participa en la vida pública en catalán, se juega al fútbol en catalán, se aplaude en el estadio en catalán, se mantienen relaciones privadas en catalán, se ronca, jadea y eructa, se acaricia, golpea y aprieta en catalán se vive, en suma, en catalán. Y eso no es una fantasía o una metáfora, sino un derecho. No lo digo yo. Lo dice la Generalitat controlada por el Partido de los Socialistas de Cataluña.

Estamos, pues, ante la expresión más transparente y descarnada del despotismo lingüístico que sirve de ariete, taladro y mascarón de proa a un nacionalismo totalizador que ha logrado introducir en el proyecto de Estatuto aprobado por el 85% del Parlament nada menos que «el deber cívico de implicarse en el proyecto colectivo». Un «proyecto colectivo» que no es, ni puede ser, otro, sino la «construcción nacional de Cataluña».

He aquí las bases del drama liberticida camuflado bajo la apetitosa fachada de la modernidad postolímpica, el Fórum de las Culturas, la Torre Agbar y los goles mágicos de Ronaldinho y Samuel Eto'o.Porque, según la lógica implacable de toda apisonadora del racionalismo y la autodeterminación individual, ese derecho a vivir en catalán del que son sujetos todos los habitantes del Principado genera unas muy tasadas obligaciones ajenas, destinadas a materializarlo, y proporciona a los poderes públicos los mecanismos coactivos y represivos adecuados para que nadie eluda su cumplimiento.

Estamos ante un atavismo metafísico más allá de toda lógica del libre albedrío. Las Oficinas de Garantías Lingüísticas, los funcionarios desplegados cantonada a cantonada y los zelotes integristas del Omnium Cultural, cornucopia inversa del furibundo Galinsoga, miden el tamaño, la visibilidad y la corrección de los rótulos de los comercios o de las etiquetas de sus productos, amparados en las mismas bases morales que sirven a la policía religiosa wahabista para medir en Arabia Saudí el largo de las faldas.

Basta otro clic para comprobar desde la Agenda del Consorci per à la Normalització Lingüística -ya la denominación denota cuan anormal es, según ellos, no vivir en catalán- la rica casuística que toda esta normativa genera. En un rincón se informa de la exposición itinerante sobre los Cursos de Catalán para Adultos en la que queda reflejada «desde la incertidumbre de la llegada hasta la tranquilidad de cuando se sienten como uno más», cosa que sólo sucede después de haber aprendido la «lengua de acogida».En otra esquina son un sudamericano presentado como José y un magrebí introducido como Yussouf quienes se prestan a desempeñar el papel coral del obediente Tío Tom: «No podem pretendre viure à Catalunya i parlar només en castellà». Dos pliegues más allá descubrimos que «el ús del català es consolida en la vida diària de Santa Coloma» porque si bien, según la directora del centro local de Normalització Lingüística, desgraciadamente sólo el 19% de la población lo utiliza, ya se ha conseguido que el 51% de la información que los colomenses reciben a través de la enseñanza, la administración, la economía y el comercio sea en esa lengua, pasando así, siquiera con un aprobadillo, la barrera de lo políticamente correcto. Y un golpe de tecla más acá advertimos que tres cuartos de lo mismo ocurre en Cornellà donde, sin embargo, de los 113 trabajos presentados al último concurso de cómics copatrocinado por el propio Centro de Normalització Lingüística, 96 eran en castellá y sólo 17 en catalán.

Precisamente los hasta hace bien poco alcaldes de esos pueblos en los que tan tenazmente se avanza por el camino de hablarle a la gente en un idioma distinto del que la gente se empeña en emplear, o séase Manuela de Madre y José Montilla, se han convertido ahora en piezas clave de la prédica e implantación del planteamiento totalizador del nuevo Estatuto. Además Montilla ha añadido esta semana a su retahíla de imprecaciones de hace días contra mí dos nuevos alardes de su manera de entender la vida pública: ha ordenado a personas a sueldo del Estado que averigüen si yo tengo algún crédito condonado o al menos impagado por algún banco y, a la espera del resultado de sus pesquisas, me ha identificado con la «caverna mediática». A lo primero le contestarán archivos a los que tal vez sólo él tenga acceso; a lo segundo, dejemos que lo haga Platón.

«Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia delante » Así comienza el famoso Libro VII de La República en el que el gran filósofo ateniense hace dialogar a su maestro Sócrates con uno de sus hermanastros -Glaucón- que representa las entendederas del ciudadano medio.

Pues bien, después de describir la hoguera que alumbra fantasmagóricamente las espaldas de los prisioneros y el retablo de objetos, personajes y figuras que desfilan sobre una pasarela intermedia, Sócrates-Platón pregunta: «¿Crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la pared que está frente a ellos?» A lo que Glaucón responde, mientras podemos imaginarle girando a derecha e izquierda la cerviz: «¿Cómo, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles sus cabezas?»

Va ya para un cuarto de siglo desde que la ejemplar clase política de la Transición arrojó un tosco borrón sobre su limpia hoja de servicios al incurrir en el garrafal error de dejar el control de la enseñanza en manos de las comunidades autónomas y por ende de las élites separatistas del País Vasco y Cataluña. En la Santa Coloma de Doña Manuela -antes de Gramanet- ese tranquilizador aprobado del 51% de comunicaciones lingüísticamente normalizadas se obtiene, de hecho, gracias a que el 74% de la enseñanza se imparte en catalán. No está mal para una población en la que el 80% sigue aferrado a su condición de castellano parlante Y ay del profesor que -según las últimas directrices- no imparta todas las asignaturas en catalán, excepto que se trate de clases de lenguas «extranjeras».

Tal abducción docente, unida a la bien remunerada condescendencia de los medios de comunicación regionales y locales con los proyectos identitarios de sus patronos autóctonos, es lo que ha ido moldeando esta última versión del legendario Mito de la Caverna que Montilla da tan ostensibles muestras de desconocer, al osar invocar su nombre para bautizar la paja en el ojo ajeno, cuando en realidad describe tan a la perfección la viga que lleva insertada en el propio.

Muchas han sido las interpretaciones del diabólico mecanismo concebido por Platón para distorsionar el conocimiento, y por lo tanto la experiencia humana, a través de la proyección de sombras sobre espectadores cautivos. Las más recientes, claro, lo refieren al cine, la televisión, el vídeo y la propia Internet.Pero la constante de cualquier exégesis es que, en todo caso, para que se consume la manipulación, además de los manipulados, deben aparecer en escena los manipuladores.

En un artículo publicado no hace mucho la profesora Francisca Martín-Cano, especialista en mitología, realizaba una elocuente traducción contemporánea de la ingeniería social de la alienación: «Si un talibán crece condicionado, encerrado y atado en la caverna de los colegios de Afganistán, donde se le hace estudiar exclusivamente el Corán, y al que se le niega la posibilidad de ampliar sus fuentes de información, si sólo recibe refuerzos por actuar como sus maestros, crueles intérpretes del Corán, que ven en la mujer un ser de naturaleza inferior, a la que hay que encerrar y subordinar, ¡qué se puede esperar que aprenda! ¿Por qué nos asombra que adopten el compromiso de permanecer ligados a sus creencias y de defenderlas altruistamente hasta la muerte?»

Mutatis mutandis, sustitúyanse las madrasas no sólo por la red escolar de la Generalitat sino por el propio concepto amplio de oasis catalán, póngase el nuevo Estatuto en el lugar del Corán y entiéndase que la mirada entre conmiserativa y despectiva hacia la inferioridad de las hembras va dirigida a todos aquellos que no son capaces de vivir en catalán.

Un momento: a quienes estén empezando ya a echarse las manos a la cabeza, ante la crudeza de la analogía, yo les pediría que, antes de completar la postura, reflexionen sobre el por qué, desde hace un lustro, es habitual entre los propios periodistas catalanes utilizar la palabra «talibán» para motejar a una larga lista de dirigentes, cuadros o militantes tanto de CiU como de ERC y en cambio nunca jamás la hemos escuchado referida -y fíjate que se les ha dicho de todo- a nadie del PSOE o del PP.

Que, tan pronto como consiguieran acceder al poder, Carod-Rovira y los suyos iban a encaramarse al proyector de sombras para intentar llevar hasta sus últimas consecuencias la distorsión reduccionista ya esbozada durante la era de Pujol, formaba parte del guión.Como en la fábula de la rana y el escorpión, «está en su naturaleza» comportarse así. Las dos inauditas anomalías de lo que ahora sucede en la caverna nacionalista son que el PSC se haya convertido en coproductor de la película y que las primeras filas del patio de rehenes estén ocupadas por el Gobierno de la nación, el Grupo Parlamentario Socialista y la propia cúpula del PSOE.

A esa situación de cautividad política les han llevado las visiones de Maragall, la deleitación morbosa de Zapatero en cualquier estrategia que implique la negación de la España que ha heredado del PP y la aritmética parlamentaria. Pero es a José Montilla a quien le corresponde el dudoso honor de haber conjugado tan diversos factores desde la triple condición de hacendoso productor ejecutivo, eficiente jefe de sala y enérgico acomodador o, lo que es lo mismo, interlocutor de la Caixa y demás poderes fácticos catalanes, primer secretario-maquinista del PSC y ministro de Industria que reparte premios y castigos.

Buscando un golpe de efecto -que a quien más efecto le hizo, por cierto, fue a su maniatado presidente-, Montilla empezó su vacía explicación parlamentaria del miércoles proclamando que él no está en la política «para forrarse». Admitida la premisa, puesto que nadie desde este periódico le ha hecho imputación de corrupción personal alguna, ¿para qué «está en la política», Montilla?, me pregunté yo ipso facto.

Por motivos idealistas es imposible, pues ni el socialismo, ni la representación de los intereses de aquéllos a quienes se les impone por la fuerza toda una metamorfosis cultural parecen tener nada que ver con la agenda que tan diligentemente contribuye a aplicar. De hecho, sin llamarle ni judío, ni menos aún nazi -subrayo esto-, su papel como cordobés de Iznájar al servicio del irredentismo de los señoritos de Sarriá es el equivalente al que los prisioneros más determinados y menos escrupulosos de los campos de concentración se prestaban a desempeñar cuando sus amos los elevaban a la categoría de kapos. Y no en vano decía Víctor Hugo que mucho peor que el que comete un crimen es «aquél que produce la oscuridad» para que el culpable no sea descubierto y castigado.

Excluida también -por razones patentes- la vanidad, sólo una descomunal ambición de poder permite entender a este pulcro y atildado oficinista que hasta para proclamar su honradez en el fulgurante toma y daca de las preguntas que se contestan desde el escaño necesita leer unas cuartillas, probablemente escritas por otra persona. Empiezo a darme cuenta de lo peligroso que puede ser un tímido como él, con tanta astucia como deficiente formación, cuando ha entendido que sus grandes oportunidades de dominio y control sobre los demás pasan por poner su tenacidad de hormiga laboriosa, sus telas de araña pacientemente tendidas durante años y años a través de capitanes, tenientes y sargentos, a disposición de un proyecto tan ajeno a su propia idiosincrasia como el del nacionalismo catalán más radical.

Nadie puede discutir, de hecho, la brillantez del plan director que de forma tan decisiva está contribuyendo a impulsar para que la caverna nacionalista sea, paradójicamente, el foco de poder que condicione política y económicamente el destino del resto de los españoles. Tanto su esquema de vasos comunicantes entre los partidos que dominan la Generalitat y los órganos de gobierno de la Caixa como su pretensión de que sea en el resto de España donde los tentáculos financieros, petroleros o eléctricos de un gran grupo semipúblico catalán succionen los recursos para sufragar la opulencia que el nacionalismo autista precisa para narcotizar bien a sus cautivos, tienen el ingenio de lo perverso y despiertan incluso la magnética fascinación del mal. Si se mantuvieran los mecanismos de control político sobre las cajas de ahorros previstos en el proyecto de Estatuto y triunfara la OPA sobre Endesa, seríamos los propios españoles los que cada vez que llenáramos el depósito, encendiéramos la luz o sacáramos dinero del cajero automático, estaríamos financiando la destrucción de la España constitucional. Y nadie nos condonaría ningún pago.

¿Hay vida después de la caverna? ¿Es posible poner remedio aún a este deslizamiento colectivo hacia las fauces de la gruta? Platón plantea hacia el final de su diálogo el complejo problema de la huida y regreso del prisionero. Hace falta tener mucha clarividencia, mucho coraje moral y mucha capacidad de liderazgo para arrostrar los riesgos que supone la vuelta al reino de las sombras proyectadas, después de haber conocido la enorme variedad de objetos reales que existen iluminados por la luz. Cuando, anticipando su propio fin, Sócrates pregunta: «¿Y no matarían (los "constantemente encadenados"), si encontraran manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?», Glaucón no duda un instante en responderle que sí.

La furia desatada contra las valientes y rotundas opiniones de Federico Jiménez Losantos -defender su derecho a expresarlas dentro de la legalidad no supone compartir, por supuesto, todas y cada una de sus palabras-, o el ostracismo espiritual al que implacablemente se somete a quienes como Francesc de Carreras, Albert Boadella o Arcadi Espada encarnan la lucidez del último catalanismo cosmopolita, ponen de manifiesto las pocas ilusiones que cabe hacerse respecto a los adultos introducidos en la caverna desde su más tierna infancia.

Cosa distinta es lo que pueda suceder con los recién llegados.De ahí que yo conceda tanta importancia a los acertados aspavientos que un ministro como Bono -al que algunos le tienen casi tantas ganas como a los periodistas más molestos- pueda hacer desde el borde de la cueva, para intentar sacar al presidente de su complacido ensimismamiento. O a las atinadas reflexiones más recientes de Alfonso Guerra. O a la capacidad de Paco Vázquez de encabezar la rebelión municipal de la España que llama al pan, pan y al vino, vino. O a la fuerza torrencial de un Ibarra al que desde la distancia personal y el antagonismo ideológico deseo una plena recuperación. O a la propia cuenta de la vieja que, antes o después, tendrá que hacer Chaves como último guardián de los graneros del partido.

Creo sinceramente que este gravísimo envite lo vamos a ganar los defensores del consenso constitucional a través del libre juego democrático, de forma que o bien Zapatero dejará de ser el prisionero estelar de la caverna de Carod, Maragall y su dilecto kapo cordobés -que es lo que personalmente más deseo-, o bien Zapatero dejará de ser presidente del Gobierno de España tras unas no muy lejanas elecciones anticipadas.

En todo caso, la lucha contra los dogmas del nacionalismo étnico o lingüístico es un empeño lo suficientemente noble como para ni siquiera supeditarlo al resultado del combate. Porque «la Filosofía -y, por supuesto, el periodismo- tiene que comenzar por encontrar problemático lo que para los otros es evidente, claro y transparente, ya que, por extraño que pueda parecer, frecuentemente el afán de la certeza y la búsqueda de la verdad se excluyen».

Claro que, si alguien me lo reprocha, no tendré más remedio que reconocer que concluir un artículo como este con una cita así de Xavier Rubert de Ventós -inspirador y redactor de buena parte del Estatut, además de paño de lágrimas de Maragall cuando el perro negro de la depresión se cuela por el patio de los naranjos- es, efectivamente, un golpe bajo.