EL ‘TITÁNIC’ Y LOS INTELECTUALES CATALANES

 

 

Artículo de Justo Serna en “Periodista Digital” del 9-6-05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Como se sabe, el martes 7 de junio se presentó en la Plaza Real de Barcelona un Manifiesto titulado ‘Por un nuevo partido político en Cataluña’, un manifiesto impulsado por quince escritores o profesores de reconocido prestigio, entre los que se encuentran Félix de Azúa, Albert Boadella, Félix Ovejero, Iván Tubau y Arcadi Espada. Según recogía ‘Abc’ en su edición del mismo martes, esa proclama nacía con “el aval de doscientos intelectuales”. Echemos un vistazo al hecho en sí y a su puesta en escena.

Pese a lo que ha dicho
Felip Puig, portavoz de Convergència i Unió, no es rigurosamente cierto que la empresa de crear un nuevo partido no nacionalista en Cataluña sea una iniciativa “pijo-progresista”. Tampoco es históricamente correcto identificar ese manifiesto con “una maniobra de tipo lerrouxista”, como ha denunciado Joan Boada, de Iniciativa Verds-Esquerra Unida. Ambos calificativos, el de ‘pijismo-progresismo’ y el de ‘lerrouxismo’, son erróneos y se basan en una inexacta identificación de sus promotores o en una analogía imprecisa, desacertada, del presente con el pasado.

Alejandro Lerroux se valió del populismo para atacar el catalanismo y yo, la verdad, no veo a Félix de Azúa o a Arcadi Espada, entre otros, sirviéndose de dicho expediente o recurso para combatir a los nacionalistas: precisamente el nacionalismo es una forma de populismo. Ya lo dije aquí semanas atrás: el populismo, en un sentido estrictamente contemporáneo, es esa forma de gobernar en la que el estadista apela al pueblo, a esa entidad colectiva que no es la suma de individuos, sino su superación, incluso su avasallamiento.

Como se sabe, el pueblo, según expresión de una única voluntad y de sentimientos comunes, no existe: es una ficción con la que debemos cargar desde el Setecientos. Es una herencia paradójica de la Ilustración, un legado de aquella ‘voluntad general’ que sirvió incluso para justificar o legitimar acciones viles, y que convirtió en quimera realmente existente la ley del número.

Hoy, las cosas han cambiado. Al menos, ya no es tan fácil confundirnos con estas certidumbres. Por eso, precisamente, quienes suscriben este manifiesto dicen que el nuevo partido que auspician estará identificado no con el pueblo, sino “con la tradición ilustrada, la libertad de los ciudadanos, los valores laicos y los derechos sociales” debiendo “tener como propósito inmediato la denuncia de la ficción política instalada en Cataluña”. Si los primeros firmantes se toman como herederos de la Ilustración, entonces, supongo, abjurarán de ese ideal del ‘pueblo’, de esa ficción que, para gran paradoja, es también hija del Iluminismo, de las mismas Luces.

Pero tampoco veo que la iniciativa del nuevo partido sea “pija-progresista”. ¿Por qué razón? Porque quiero pensar que los ‘pijos’ de Cataluña son otros: son los amos de las fábricas, los especuladores del capital financiero, los constructores, los retoños o los nietos de aquellos burgueses rapaces y codiciosos que tan brillantemente retrató
Eduardo Mendoza en ‘La verdad sobre el caso Savolta’ (al que, por cierto, no veo entre los firmantes del manifiesto). O eso quiero creer: que los auténticos ‘pijos’ se parecen a los ideados por el novelista.

Que a Boadella, a Azúa o a Espada les guste vestir bien no les hace inmediatamente burgueses. Se han hecho retratar en los soportales, supongo, de la plaza barcelonesa en la que presentaron el manifiesto. Se les ve cómodos, como un grupo de amigos, de camaradas o de colegas a la salida de un curso de verano. Que para la fotografía de grupo la mayor parte de los varones se hayan puesto un indumentaria desenfadada, ropa ‘easy wear’, atavíos de entretiempo o, mayoritariamente, americanas ‘beige’, no les convierte en el retrato de la gente fina y principal, esa que amasa fortunas en la oscuridad o en las covachuelas del poder, sin afectación ni ostentación.

Más aún, como señalé en cierta ocasión, muy frecuentemente la prosa que cultivan, la de
Azúa, la de Boadella o la de Espada, tiene ese tono airado, irritado, vehemente, tal vez iracundo del intelectual ‘lletraferit’. Tienen páginas en las que es posible detectar el agravio verbal de Julien Benda, ese ‘clerc’ que denunció la abdicación de sus conmilitones y que ahora resucita Xavier Pericay (otros de los firmantes). Tengo la impresión de que quienes escriben así son autores que se saben arrogantes y que quieren serlo expresamente porque creen que no pueden ser condescendientes con las tonterías colectivas, con la excusas, después de haber logrado lo que ellos han logrado frente a los ‘pijos’ y frente la jerarquía dominadora de su juventud franquista.

Pero, qué quieren, esta iniciativa me produce un enorme escepticismo, justamente por ser obra, mayoritariamente, de profesores. Como pertenezco al gremio, sé de lo que hablo. ¿Unos intelectuales y docentes organizando un partido político? No me los imagino cotizando, acudiendo a inacabables reuniones de célula (¿se dice así?), haciendo labor de proselitismo y formación, dedicando horas a la agitación y propaganda, tratando de hacerse un hueco en la contienda electoral, achicando espacios políticos, adoctrinando a la ‘base’, engrasando la maquinaria y ajustando la ‘fontanería’.

He leído varias veces el manifiesto y he apreciado cosas sensatas, otras menos, alguna fabulación y afirmaciones con las que no puedes dejar de estar de acuerdo. Tal vez porque no pasan de ser verdades obvias. Pero al final en su declaración, quizá enfática y declamatoria, encuentro algo significativo. No sé si la solución a mi escepticismo o su agravamiento.

"Llamamos, pues, a los ciudadanos de Cataluña identificados con estos planteamientos”, concluyen, “a reclamar la existencia de un partido político que contribuya al restablecimiento de la realidad". Es decir, que no serán ellos quienes lo organicen, sino que invitan a otros crearlo; que no serán ellos quienes militen para levantar una estructura, sino que, retirados en sus gabinetes o dedicados a sus tareas profesionales, inspirarán, como si de regeneracionistas se tratara, a una nueva generación de políticos comprometidos con “la realidad”. No sé, no sé...

Tal vez, me habría gustado leer entre los firmantes alguna autocrítica: el reconocimiento del éxito individual de cada uno de ellos, sus logros, y el fracaso quizá colectivo de una generación intelectual formada por jóvenes prometedores, muchos de los cuales militaron en el antifranquismo del PSUC; jóvenes que, al principio de la transición, alumbraron sueños gramscianos (partido nacional-popular, intelectual colectivo-orgánico, dirección intelectual y moral); jóvenes que, al madurar, se distanciaron del catalanismo y del comunismo sin hacer mucho ruido... dejando a Vázquez Montalbán como excusa o referencia; jóvenes que se hicieron intelectuales refinados, autores a los que sigo, leo y en algunos casos admiro, pero, al final, intelectuales poco influyentes a los que ha dado la espalda una sociedad cómodamente instalada en la ficción, presunta o real, que ellos denuncian. ¿Desde cuándo? Desde que Félix de Azúa hablara por primera vez del ‘Titanic’, varias décadas atrás.