LOS LÍMITES DE LA PACIENCIA

 

 Artículo de Aleix VIDAL-QUADRAS  en “La Razón” del 30.05.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Hubo un tiempo en que los intelectuales catalanes más independientes y valiosos se mantenían alejados  de la política activa, esfera que consideraban, probablemente con razón, de un orden inferior.

Escribían, pensaban, pronunciaban conferencias, firmaban manifiestos y multiplicaban artículos, libros y piezas teatrales impregnados de ingenioso veneno contra el nacionalismo pujolista omnipresente y agobiante.

Contemplaban el ascenso imparable de la identidad excluyente con el horror que las mentes libres han sentido siempre ante los dogmatismos reduccionistas y confiaban en Maragall. Vivían a la espera del día glorioso en que Pasqual, el olímpico, el confuso, el imprevisible, el vestido con pésimo gusto, el híbrido

posmoderno de genialidad iconoclasta y memez inexplicable, llegara a la Presidencia de la Generalitat y acabase con la corrupción, el clientelismo y la obsesión empobrecedora por fabricar una nación diminuta y provinciana. Mientras tanto, esta selecta pléyade de historiadores, filósofos, comediantes, memorialistas, periodistas y profesores de ciencias inevitablemente sociales habitaban sus torres de marfil, unas pulcras y otras desaseadas, pero todas interesantes y repletas de originalidad y talento. No era una mala existencia, después de todo, porque la hegemonía convergente-unionista desplegaba tal vulgaridad y estaba configurando un país tan cerrado y aburrido que no podía durar demasiado. Una

sociedad que había contado entre sus personajes a Antonio Gaudí, Eugenio d´Ors, Francesc Pujols, Salvador Andreu, Francesc Cambó, Salvador Dalí, Agustín Pedro y Pons, y Josep Plá no aguantaría más de un par de décadas en el poder a un pueblerino iluminado y meapilas caracterizado en palabras de Carlos Barral por su ambición tenderil y su sensibilidad pesebrística.

Sin embargo, el gran Ubú aguantó casi un cuarto de siglo encastillado en el Palau poniendo a prueba la paciencia de los catalanes libres de la neurosis nacionalista. Pero nada es eterno y por fin se produjo, aunque por los pelos, el advenimiento salvador. La decepción fue proporcional a la longitud de la espera y

la comprobación incrédula de que el cambio era a peor y que el particularismo empequeñecedor,

lejos de corregirse, aumentaba en intensidad y alcance, sumió a las exquisitas masas encefálicas que tanta ilusión habían depositado en el ex-alcalde penta-anillado en la depresión abismal.

No es extraño que en su desesperación hayan decidido lanzarse al ruedo electoral y conseguir

unos cuantos escaños para romper la asfixiante uniformidad de la nación canónicamente homogénea. Alguien tendrá que reflexionar sobre este hecho inesperado e insólito y comprender que el divorcio entre representantes y representados tiene un límite que a veces se rompe por costuras insospechadas. Es

pronto para los pronósticos, pero quizá tarde para los arrepentimientos.