NO SE ASUSTE. LO PEOR AÚN ESTÁ POR LLEGAR

Artículo de Casimiro Garcia-Abadillo en “El Mundo” del 01 de septiembre de 2008

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.



Hacía muchos, muchos años que los españoles no afrontábamos un comienzo de curso tan sombrío, tan triste. La crisis, negada por el Gobierno hasta poco antes de las vacaciones, se ha cebado como un ave de rapiña con su presa y amenaza con no abandonarnos hasta dejarnos en los huesos.

 

 

Somos, quizás por fortuna, débiles de memoria. Sobre todo para los malos recuerdos. Hemos olvidado ya las reconversiones industriales, las colas del paro, la inflación desbocada, el dinero caro... Esa situación con la que convivimos durante bastantes años, en plena Transición y a comienzos de los 90, cuando parecía que España estaba condenada a figurar por siempre en el pelotón de cola de la rica Europa a la que nos sumamos tras recobrar la libertad.

La velocidad del deterioro económico ha sorprendido incluso a los pesimistas. Echarles las culpas al petróleo y a las hipotecas basura de EEUU (en parte responsables de lo que ocurre), que es lo que hace el Gobierno, no es sino buscar una buena excusa para eludir la propia responsabilidad.

Un empresario del ladrillo se lamentaba hace un par de días: «Yo no recuerdo nada igual en los más de 30 años que llevo en este negocio. Nos hemos cargado el sector de la construcción, que es, con el turismo, el que hace funcionar a este país. La crisis puede durar mucho tiempo porque tenemos miedo al futuro».

Bueno, España vive del turismo (que no ha ido precisamente bien este año); de la construcción, que crea mucho empleo directo e inducido, y del consumo interno, que, en gran parte, va ligado al efecto riqueza que induce la revalorización de la vivienda.

Ese es un cuadro sin matices, claro, pero que responde a grandes rasgos a la realidad.

Durante años, los ahorros se han dirigido al sector de la vivienda, porque ofrecía una rentabilidad segura a muchas familias que no confían en la Bolsa.

La revalorización de la vivienda, cuyo precio ha crecido por encima de los dos dígitos durante más de una década, ha provocado un fenómeno peculiar: los pisos se han llegado a rehipotecar (sobre su valor de mercado) para obtener dinero con el que comprar un coche nuevo, hacer un viaje o reformar la propia vivienda.

Probablemente no sea el mejor modelo económico. Es cierto. Lo ideal sería tener grandes empresas con alta tecnología que dieran al país un tejido industrial que sirviera, entre otras cosas, para equilibrar la balanza por cuenta corriente. Pero no es así.

De hecho, lo más triste de esta situación es que España, a pesar de haber sufrido el mayor frenazo económico de todos los países de la UE (hemos pasado de crecer al 4% a tasas próximas al cero en poco menos de un año), lo que ha llevado a nuestro país a encabezar el vergonzante ranking de paro (con una tasa del 11%), aún sigue siendo líder por su déficit exterior, que supera el 10% del PIB.

El Gobierno está muy satisfecho por haberse cargado el modelo basado en el ladrillo. Pero, ¿cuál ha sido su sustituto? ¿Dónde están los sectores que van a compensar la caída del empleo y la disminución de riqueza que ha provocado el brusco estallido de la burbuja inmobiliaria?

Cambiar a fondo nuestro modelo llevará años. Si es que se consigue. Los esfuerzos de Sebastián y Garmendia por impulsar la tecnología y fomentar los lazos entre la Universidad y la empresa son loables y necesarios. Pero eso es como refugiarse en una chalupa ante el empuje de un huracán que se lleva por delante miles de empleos cada día.

Nuestra nave económica ha ido bien mientras el viento de la economía internacional ha empujado nuestras velas por un mar en calma. Ahora esa brisa ha cesado y estamos varados en alta mar.

Ni Zapatero ni, por supuesto, Solbes han sido conscientes del daño que se infligía a la economía española al alentar el estallido de la burbuja inmobiliaria.

Creían que estábamos ante una desaceleración suave que se compensaría con medidas dulcificadoras como la devolución de los 400 euros.

Pero el único efecto de esa receta ha sido acelerar el descuadre de las cuentas públicas, que acumulan a mitad del año un déficit de casi un punto sobre el PIB.

La caída de la recaudación fiscal se va a acelerar en los próximos meses. Y es en ese contexto en el que el Gobierno va a afrontar la reforma de la financiación de las autonomías, condicionada por el nuevo Estatuto de Cataluña.

De nuevo, otra irresponsabilidad del Ejecutivo. Comprometerse por ley a un nuevo modelo de financiación, lo cual quiere decir más dinero, para contentar a Cataluña ha sido uno de los mayores errores políticos de Zapatero.

El sistema autonómico creado en la Transición tiene muchas imperfecciones. Es un invento que se puso en marcha para no desequilibrar el Estado en favor de Cataluña y el País Vasco. Pero, con todo, ha funcionado razonablemente bien porque en estos 30 años ha habido un desarrollo regional armónico. Aunque las regiones ricas siguen siendo ricas y las pobres, pobres. Pero no ha aumentado la brecha de riqueza.

El Estatuto de Cataluña (aprobado por el Parlamento español) no sólo plantea un nuevo acuerdo de financiación que debe dar más capacidad de gestión a la Generalitat, sino que, lo que es más importante, establece una negociación bilateral con el Gobierno que rompe el esquema de consenso que ha regido la financiación autonómica hasta ahora.

Los ciudadanos nos adentramos en un horizonte ennegrecido por la crisis económica y el Ejecutivo no sólo parece carecer de una hoja de ruta para la travesía (Zapatero se mostraba en la entrevista de EL MUNDO «tranquilo y optimista»), sino que debe afrontar, al mismo tiempo, dos retos autonómicos de gran calado: la financiación y el referéndum de Ibarretxe para el mes de octubre.

Para colmo, Zapatero tiene sobre sí la espada de Damocles de los Presupuestos. CiU y el PNV tienen la oportunidad de pasarle una suculenta factura si quiere sacarlos adelante en las Cortes.

Hacía también mucho tiempo que no teníamos la sensación de un Gobierno tan débil a sólo unos meses de haber ganado con cierta holgura las elecciones generales.

Pero también es la primera vez que tenemos una oposición que parece sentirse a gusto en su papel de segundo de la clase.

Rajoy (que abrió temporada en El País), tras ganar sin competencia su congreso, inicia la etapa de oposición amable, o suave. Es decir, la oposición que le gusta.

No ha habido más que ver la intervención de Soraya Sáenz de Santamaría el pasado viernes en el Congreso para darse cuenta de qué significa ese giro en la forma de hacer oposición del PP. Soraya y Magdalena parecían dos amigas tomando un té con pastas en Embassy.

Un destacado dirigente del PP me decía hace unos días que Rajoy, al final, puede resultar como Luis Aragonés. «Hay que dejarle hacer, porque hasta ahora ha estado limitado por la sombra de Aznar. Su modelo funcionará, como el de Luis en la selección. Cada uno tiene su sistema, y el de Rajoy es incompatible con la crispación porque él, de natural, no es así».

Zapatero, sin embargo, duerme a pierna suelta, a pesar de todo. Porque, no nos engañemos, nadie cambia su voto si no ve que con la oposición le iría mejor que con el Gobierno. La crispación pudo hacerle daño al PP. Pero un exceso de buen rollo podría significar su muerte. Eso sí, dulce.