EL GRITO DE SIGUENZA

 

 Artículo de Casimiro García-Abadillo en “El Mundo” del 21-3-05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

El socialismo tradicional español ve con estupor el proceso impul­sado por Pasqual Maragall para la elaboración de un nuevo Esta­tut. En opinión de sus más conspicuos representantes, las modifi­caciones que plantea implicarán, de facto, una profunda reforma de la Constitución.

Lo más preocupante, dicen, es que la deriva soberanista del PSC cuenta con las simpatías del pre­sidente del Gobierno, que está empeñado en hacer la segunda transición en la que se considera prioritario el concurso de los na­cionalistas.

Los cimientos del viejo PSOE se tambalean cuando se cuestio­nan principios tan fundamentales como los de la solidaridad interte­rritorial, que, según este sector de enorme peso en el partido, debe seguir siendo la prioridad ante cualquier cambio que se intro­duzca en la Carta Magna.

Dentro del Gobierno, esas tesis son compartidas al cien por cien por José Bono y Jordi Sevilla y, en un tono menor, por Juan Fer­nando López Aguilar y Pedro Solbes, entre otros. Sin embargo, el hombre que está dedicando más esfuerzos a que el PSOE no abdique de defender una idea progresista pero unitaria de Espa­ña es Alfonso Guerra.

El ex vicepresidente del Go­bierno y ahora presidente de la Comisión Constitucional del Con­greso no desaprovecha ocasión para dar la voz de alarma sobre un proceso que se puede llevar por delante el Estado de las auto­nomías tal y como fue concebido durante la Transición.

Con ese objetivo, la Fundación Pablo Iglesias, cuyo patronato preside, convocó durante los días 10 y 11 de marzo una reunión «discreta» en el parador de Si­güenza a la que asistieron desta­cados líderes del PSOE, expertos juristas y algún representante del Gobierno.

Al margen del propio Guerra, uno de los impulsores de la reu­nión fue Juan José Laborda, pre­sidente de la Comisión General de las Comunidades Autónomas del Senado.

Allí estuvieron relevantes so­cialistas vascos como Txiqui Be­negas, Ramón Jáuregui, Emilio Guevara o el ex militante del PNV Joseba Arregui.

También acudió Alfonso Pera­les, secretario de Relaciones Insti­tucionales y Política Autonómica del PSOE y catedráticos como Ja­vier Corcuera o Andrés de Blas.

Por parte del PSC asistió, entre otros, el vicepresidente primero del Senado, Isidre Molas.

Como expertos constituciona­listas fueron invitados Alvaro Ro­dríguez Bereijo, ex presidente del Tribunal Constitucional y miem­bro del Consejo de Estado, y Car­les Viver Pi-Suñer, ex vicepresi­dente del Constitucional y gran inspirador del nuevo Estatuto ca­talán desde su atalaya del Institut d'Estudis Autonomics. Por parte del Gobierno, estuvieron Jordi Se­villa (Administraciones Públicas) y López Aguilar (Justicia), así co­mo el jefe de Gabinete del presi­dente, José Enrique Serrano.

Gregorio Peces-Barba (que además de Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo es miembro del Patronato de la Fundación Pablo Iglesias y, cla­ro, padre de la Constitución del 78) también estaba invitado, pe­ro no pudo asistir porque estaba enfrascado en la trifulca con el portavoz de la Comisión de Inte­rior del PP en el Senado, Ignacio Cosidó.

La reunión de Sigüenza se fue caldeando por momentos. Inme­diatamente se estableció una in­tensa contienda intelectual entre los ex miembros del Constitucional. Viver Pi-Suñr defendió la capacidad de Cataluña para blin­dar sus propias competencias frente al Estado. Rodríguez Berei­jo (por otra parte, gran amigo del catedrático catalán) atacó sin pie­dad ese planteamiento como claramente inconstitucional.

El peligro, coincidieron la ma­yoría de los intervinientes, reside en que Cataluña quiere un Estatu­to que sin plantear abiertamente una reforma de la Constitución, de hecho, vacía de contenido su Título VIII, que en su artículo 138.1 establece: «El Estado ga­rantiza la realización efectiva del principio de solidaridad consa­grado en el artículo 2 de la Consti­tución, velando por el estableci­miento de un equilibrio económi­co adecuado y justo entre las di­versas partes del territorio espa­ñol...» Y que añade en su apartado 2: «Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Co­munidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privile­gios económicos o sociales».

El Título VIII plantea en su artí­culo 149 las competencias que son exclusivas del Estado, es de­cir, las bases de su existencia co­mo tal. Si se deja sin sustancia ese bloque de la Carta Magna, se pro­duce un vuelco fundamental, esencial, en la concepción de Es­paña que se consensuó en 1978.

La mayoría de los presentes en Sigüenza compartió los razona­mientos de Rodríguez Bereijo. Probablemente porque, según uno de los asistentes a la reunión, «estaba diciendo lo que muchos no podíamos decir pero estába­mos deseando escuchar».

A veces, el enfrentamiento tuvo tintes ciertamente cómicos. Como cuando el dirigente del PSC Mo­lás apeló a la necesidad, como ca­talán, de «sentirse cómodo»» en España. Uno de los contertulios le espetó: «Hombre, es usted vice­presidente del Senado, me parece que no es para sentirse precisa­mente incómodo».

Curiosamente, Francisco Ru­bio Llorente, presidente del Con­sejo de Estado y ex vicepresiden­te del Tribunal Constitucional, no estuvo invitado al cónclave. El hombre que pasa por ser privile­giado asesor del presidente del Gobierno para asuntos constitu­cionales ya había hecho sus polé­micas declaraciones sobre la conveniencia de incluir en el texto constitucional la expresión “comunidad nacional” para definir a cier­tas comunidades autónomas co­mo Cataluña o el País Vasco.

Rubio Llorente recibió criticas generalizadas por parte de la ma­yoría de los intervinientes.

La cuestión, señala uno de los presentes, es que «Rubio Llorente se siente llamado a ser el padre de la nueva Constitución y para ello cuenta con la aquiescencia del presidente del Gobierno».

La intervención sin duda más llena de contenido político y a de­cir de algunos presentes, más sóli­da y crítica, fue la del anfitrión al término de las dos jornadas de de­bate. Guerra, sin mencionar en ningún momento a Rodríguez Za­patero, fue muy duro respecto al «adanismo político» que impera en algunos dirigentes de su partido y en el Gobierno. Es decir, con la bisoñez y pérdida de memoria histórica que supone abrir un pro­ceso que puede poner patas arriba las bases del Estado que se fra­guaron tras la muerte de Franco y que implicaron renuncias de to­dos los partidos políticos.

Dar a unas comunidades cier­tas prerrogativas generará senti­mientos de agravio en el resto. Es decir, que por contentar a Catalu­ña o el País Vasco (eso es precisa­mente lo que pretende el plan Ibarretxe) se genere un senti­miento de desafección en las de­más comunidades, lo que llevaría a medio plazo a la desintegración de España.

«En parte», afirma uno de los ponentes, «estamos siendo vícti­mas de los errores del pasado. Se permitió que en ulgunos Estatutos se deslizaran competencias que suponían una clara ruptura con la Constitución, como por ejemplo la gestión de la Seguri­dad Social que recoge el Estatuto de Gernika. Pero no se dijo nada porque se pensó que era mejor no buscar un enfrentamiento directo con los nacionalistas. Ahora se plantea esa cuestión como un in­cumplimiento del Estatuto».

Aunque las aportaciones que se hicieron fueron de gran nivel y reflejaron que la preocupación por lo que está pasando no es sólo cosa de los guerristas, la sensa­ción que se respiraba era de gene­ralizado pesimismo. Maragall quiere que el nuevo Estatut sea su legado político y va a hacer todo lo posible (incluido mirar hacia otro lado en temas relacionados con la corrupción) para que así sea. Abortar el proceso sería inte­riorizado por Zapatero como un fracaso personal, lo que no pare­ce que esté dispuesto a admitir.