HISTORIA DE UN ÉXITO

 

 Editorial de   “ABC” del 06/12/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

Desde hace veintiséis años, los ciudadanos españoles están conviviendo sobre bases legitimadas por su plena soberanía individual y colectiva, con el terrorismo nacionalista, al que se ha sumado el integrista islámico, como única amenaza real y directa. La Constitución es la responsable de este éxito histórico, porque así debe ser calificado aquel gran acuerdo entre españoles alcanzado en 1978, con el que se fue más allá incluso del sobreseimiento definitivo de la Guerra Civil, para llegar a la demostración de que, tras dos siglos de enfrentamiento, España es capaz de encauzar su presente y su futuro entre la democracia y la libertad, y no entre la convulsión y el fratricidio. Su valor se acrecienta con el tiempo como guión insustituible del desarrollo político y social de España, porque la Constitución, ahora que se la está poniendo a prueba, se ha revelado como algo más que una ley fundacional del nuevo sistema institucional. Es el reflejo más fiel de los valores y principios que los españoles querían que estuvieran presentes en tiempos de crisis e incertidumbres.

El acceso del PSOE al Gobierno ha dado inicio a un debate sin programa claro ni objetivos definidos, en el que, sin embargo, se da por hecho que hay que reformar la Constitución y sus principales derivaciones institucionales, que son los Estatutos de Autonomía. Han pasado nueve meses desde que Rodríguez Zapatero anunció lo que otros, tomando la abstracción de sus palabras al vuelo, han calificado como «segunda transición». Nadie sabe bien ni el por qué ni el para qué, pero la Constitución está hoy inmersa en un proceso de relativización injustificado y peligroso, que se mueve a impulsos de planteamientos nacionalistas y confederalistas. En cualquier caso, muy lejos y a la contra de aquella convicción general de que la Constitución de 1978 tenía que ser la que habilitara a España definitivamente para el progreso y la modernidad. Resulta penoso comprobar que el discurso de los revisionistas se basa en retrotraer el diagnóstico de la España actual a los tiempos de la discordia civil, como si, entre medias, la sociedad no hubiera acreditado que su voluntad se identifica con los principios preliminares del texto del 78. Así es como Maragall afirma que la Constitución es una norma transitoria; que, según Carod-Rovira, España está inventada, o que Ibarretxe nos hace el favor de proponernos una relación amable con el País Vasco a través de su propuesta soberanista. Todos ellos representan propuestas de fragmentación de un consenso que se basó en la implantación de un equilibrio de integración de la sociedad española.

NI una sola de las fuerzas políticas que defienden la «segunda transición» está pensando en el interés general de España, sino en prioridades locales, visiones mutiladas de la realidad y percepciones asimétricas de territorios y ciudadanos. Si algo ya está claro a estas alturas, y a pesar de la pobreza argumental del Gobierno, es que los cambios propuestos no son a mejor para el conjunto de los españoles. La Constitución no es invariable, pero tampoco maleable a gusto de unas minorías egoístas. En todo caso, un proceso de revisión ha de ser la manifestación espontánea de una voluntad general de evolución. Y ésta no existe ahora. Los argumentos falsarios sobre la necesidad de actualizar la Constitución no deben sobreponerse al equilibrio actual de la situación en la que vive la sociedad. Un equilibrio amenazado por los mismos que reclaman la «segunda transición», quienes se encargan así de autocumplir su diagnóstico: la Constitución debe cambiar para satisfacer a los nacionalismos, luego los nacionalismos deben mostrarse siempre incómodos para perpetuar la inestabilidad.

ALGO podría haberse aclarado desde el primer momento si el Gobierno hubiera expuesto en qué consiste su empeño en que los nacionalistas se sientan «cómodos» en España. Nada se ha avanzado en el descifrado de esta fórmula, salvo la acumulación de confusiones sobre conceptos y vocablos, que, como la Nación, han sido calificados como «discutidos y discutibles», lo que ha puesto un rumbo muy inconveniente a la actitud del Ejecutivo frente a las reformas estatutarias. Y nada impediría, abierto el turno de revisiones, que se hiciera balance del principio de solidaridad entre los territorios y del ejercicio de determinadas competencias por determinadas comunidades autónomas, porque la reforma de la Constitución no está condenada por el destino a atender sólo exigencias nacionalistas.

El desarrollo constitucional ha llegado a sus máximos, especialmente en el Estado autonómico, alcanzando un nivel superior, en algunos espacios competenciales, a un modelo federal. Por eso es comprensible que desde los nacionalismos y sus aliados socialistas sólo salgan propuestas que desbordan la Constitución, porque una vez alcanzada la plenitud autonómica, sólo queda superarla. No se trata de reformar los Estatutos, sino de variar el modelo de Estado y, por tanto, el sistema político constitucional. Si no fuera así, habría que preguntarse por qué hoy, más que antes, está extendida la «tensión territorial», el sentimiento de agravio, la subasta de hechos diferenciales, la discordia entre lenguas. Será porque el Gobierno socialista ha puesto la Constitución a la intemperie, sin depósito de reserva frente a nacionalismos que, bien nutridos durante veintiséis años de generosidad competencial, ya han descartado conjugar sus reclamaciones con un deber de lealtad que el Ejecutivo no le exige como condición previa. Lo que ahora se propone como «segunda transición» no es un desarrollo interno de la Constitución, sino una sutil demolición de sus fundamentos, para lo que sus promotores no deben contar con inesperados caballos de Troya en las instituciones del Estado.