LA QUIEBRA ANUNCIADA DEL TRIPARTITO
Editorial de “ABC” del 12.05.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el editorial que sigue para incluirlo en este sitio web.
LA ruptura del tripartito catalán
y el adelanto a otoño de las elecciones autonómicas eran efectos inevitables de
la decisión de Esquerra Republicana de Catalunya de votar no en el referéndum
del 18 de junio sobre el nuevo Estatuto. Por tanto, resulta desolador el balance
del experimento tripartito y del aventurerismo político de Rodríguez Zapatero en
sus alianzas con el nacionalismo separatista. La gravedad de esta crisis se
sitúa mucho más allá de la imprevisibilidad de los republicanos de Carod o del
desahucio político de Maragall. Está centrada en el proyecto político diseñado y
defendido por el presidente del Gobierno, basado en la concertación del
socialismo y del nacionalismo de izquierda para forzar un cambio del régimen
constitucional. Maragall es sólo el mascarón de proa, pero la conducción de este
proceso político que ayer hizo crisis estaba en manos de Rodríguez Zapatero. Por
eso, la crisis del tripartito catalán es una crisis en el mandato del Gobierno
socialista, aupado a una propaganda pro estatutaria con mensajes y promesas que
se estaban desvaneciendo antes del divorcio entre Maragall y Carod-Rovira.
Por lo pronto, la inestabilidad constitucional de España es el oneroso precio
que habrá que pagar sin beneficio alguno, porque con el nuevo Estatuto catalán
no sólo no se va a resolver ningún problema, sino que se agravan los que ya
existían y se crean otros nuevos. Sigue la «tensión territorial», esa que el
PSOE achacaba a Aznar y que Zapatero iba a resolver con diálogo y talante. Los
nacionalismos catalanes se han radicalizado -el que era moderado, ahora lo es
menos; y el que era radical, ahora se ha hecho más extremista-, porque el
Gobierno aceptó convertir el Estatuto en una sala de subastas en la que los
nacionalistas pujaban por más soberanía. El PSOE ha quemado sus naves impidiendo
el necesario viraje a su política territorial, antes de que el Estado se colapse
por inviabilidad económica y competencial. La Constitución de 1978 ha sido
despojada del blindaje del consenso y expuesta al éxito inexplicable de los
partidarios de las «realidades nacionales» y de las «lecturas flexibles». La
Nación española está menoscabada como titular de la soberanía y, con ella, el
Estado decae como garante del proyecto nacional que fundamentó la Constitución
de 1978.
Todo esto, para que Rodríguez Zapatero presente un Estatuto que ha recibido
mucho menos apoyo en el Parlamento nacional que el vigente. Fue el presidente
del Gobierno quien hizo solemne la insuficiencia del «51 por ciento» para
aprobar normas de convivencia como un Estatuto de autonomía. Se lo dijo a
Ibarretxe, pero es aplicable la fórmula al proyecto catalán, que en el Congreso
recibió el 56 por ciento de apoyos, y en el Senado no llegó al 50 por ciento.
Realmente, el mandato de este Gobierno está siendo el de los consensos
menguantes, cuando no de los consensos rotos, porque no ha conseguido ninguno
que mejore cualquiera de los heredados, sea en materia antiterrorista o
territorial. El PSOE se puso a prueba a sí mismo en dos cuestiones fundamentales
y ha fracasado sin paliativos tanto en el modelo de Estado que propone a los
ciudadanos como en su receta de apaciguamiento con los nacionalismos
extremistas, algo sumamente preocupante por lo que tiene de aviso para el País
Vasco.
Además, está Cataluña. Las consecuencias de este lamentable proceso estatutario
son especialmente intensas para los catalanes, cuya clase política -con la
excepción del PP gracias a su no inicial al Estatuto- no ha podido ocultar por
más tiempo la falacia del victimismo, demostrando que la impotencia para
articular un proyecto social integrador en Cataluña no se debe a Madrid sino a
incapacidades propias. El Estatuto ha sido una coartada de intereses de los
partidos catalanes, dispuestos a pasar por alto todas las exigencias de la ética
democrática antes que perjudicar la oportunidad de reforzar un régimen de
aprovechamiento recíproco, como se ha visto en la política de diplomacia secreta
entre el Gobierno socialista de Madrid con el partido -CiU- de oposición al
Ejecutivo socialista de Cataluña; o los encubrimientos del escándalo del Carmelo
o de las comisiones al tres por ciento; o de la designación como consejero de la
Generalitat de un sospechoso de extorsión y voluntarioso terrorista -según su
confesión- hasta hace no muchos años.
Nada ha sucedido hasta el momento sin la aprobación de Rodríguez Zapatero, quien
pudo haber parado en seco esta espiral de inestabilidad constitucional en las
dos ocasiones en que, mano a mano con CiU, rescató el Estatuto del fracaso al
que estaba abocado y del que nunca debió salvarlo.