LA CONFUSIÓN EXTERIOR

 

   Editorial de   “ABC” del 27.08.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el editorial que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

Las autoridades bolivianas han vuelto a asaltar las oficinas de Repsol un día después de que el Gobierno del país andino retirase a la compañía española la concesión para explotar recursos en la zona de Madidi. Se diría que esas operaciones se han convertido en una práctica habitual, que escenifica el «respeto» que tienen las autoridades locales por la multinacional española. Eso sucede en un país por el que el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha apostado reiteradamente, desde antes de la llegada de Evo Morales a la presidencia, y al que nuestra política exterior ha colmado de cortesías que incluyen condonaciones de deuda y millonarias ayudas para el desarrollo. Es un botón de muestra, pero en realidad no hay aspecto de la política exterior donde no hayan embarrancado buena parte de las expectativas optimistas con las que empezó la gestión del Gobierno del PSOE.

Las simpatías hacia Evo Morales, Hugo Chávez y Fidel Castro no han servido en ningún caso para corregir las derivas populistas de estos gobernantes y, por el contrario, han debilitado nuestras posiciones. Ahora que los cubanos esperan de un momento a otro el final de la dictadura, y el comienzo de la deseable transición a la democracia, es cuando se aprecia verdaderamente el desastre que ha supuesto para el prestigio de España aquel inexplicable viraje al que nuestra diplomacia forzó en las relaciones entre la Unión Europea y Cuba. La memoria registrará que fue precisamente España uno de los últimos países en dar aliento a la dictadura, en vez de a los demócratas.

La confusión en los principios básicos es el peor ingrediente de la orientación de una política exterior que navega con rumbo confuso. No hay más que fijarse en la afluencia continua de emigrantes africanos a través de Canarias, la falta de cooperación de los países desde los que parten los cayucos, la desconfianza de los socios comunitarios a raíz de la las legalizaciones masivas de extranjeros en situación irregular..., el panorama es ciertamente malo. Por más «planes África» y visitas-exhibición a los países pobres del continente, la llegada de africanos a España se ha multiplicado hasta límites que ya no pueden digerir ni el archipiélago Canario, ni el territorio peninsular, ni muy pronto nuestros vecinos europeos, a los que no tardarán en llegar las personas a las que la Policía abandona en las calles de nuestras ciudades. ¿Dónde están las medidas que el Ejecutivo se ufanaba de haber conseguido en tiempo récord en Bruselas? Se dirá que las relaciones con Marruecos y la cooperación de este país en materia de inmigración han mejorado mucho, pero ¿a qué precio? ¿Quién se acuerda ahora de aquellas ingenuas intenciones del ministro Moratinos de resolver el conflicto del Sahara Occidental «en seis meses»? Hoy suenan a cruel sarcasmo las palabras del ministro de Trabajo, Jesús Caldera, después de la regularización masiva: «Vamos a ser la envidia de Europa en materia de inmigración». Un año después, Europa parece más cercana al espanto.

La política exterior de este Gobierno se ha apoyado tenazmente en principios poco sólidos. Las buenas intenciones no son siempre el mejor argumento para defender posiciones en un mundo complejo en el que un país con aspiraciones razonables está obligado a navegar. El presidente José Luis Rodríguez Zapatero pensaba que estaba haciendo algo importante e histórico al retirarse de Irak y, sin embargo, en sólo dos años, si se concretan los planes de que España participe en la fuerza de paz en el Líbano, llegaremos a tener muchos soldados más en misiones armadas en el extranjero. Probablemente será la cifra más alta desde el fin de la II Guerra Mundial, y la tendencia es que esa cifra siga aumentando. Sólo faltaría que en la dotación de los militares que partan a estas labores se incluyese un manual explicando el significado de la «Alianza de Civilizaciones», que durante mucho tiempo ha sido el buque insignia de esta política irreal que, en líneas generales, propende al error. El último, el del delegado de Zapatero en la famosa Alianza, Máximo Cajal, que defendió, en contra de la práctica totalidad de la comunidad internacional, que Irán tenga armas nucleares.