PALABRAS COMO CHICLES

 

 Artículo de FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS. de las Reales Academias Española y de la Historia,   en  “ABC” del 24/11/04

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 El formateado es mío (L. B.-B.)

 

EL léxico español está cambiando, como todo léxico al cambiar las circunstancias sociales y culturales. Lo malo es que algunos de estos cambios son muy forzados, provienen de pequeños grupos que usan el léxico para imponer sus ideas. Estiran las palabras como chicles. Igual nuestro Gobierno. Doy mínimos ejemplos.

«Matrimonio» es flagrante. El Diccionario dice: «Unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales». Lo único que pide es que sean hombre y mujer. Así desde el principio. Es un latinismo, derivado de mater «madre», entró en Castilla desde el siglo XIII.

Pues ahora es la unión legal de dos gays. En un referédum ni uno entre diez mil lo aprobaría. Pues ahí está. Esa unión toma ciertas ventajas legales propias del matrimonio. Esto es aceptado generalmente. No el nombre: no hay madre alguna. Podrían crear o adoptar otro. ¿Por qué, entonces, ese trágala arbitrario? Para que un grupo marginal se introduzca en la corriente general, tome un nombre ajeno. Busca integrarse, lograr así prestigio e igualdad. Se les regala, para ello, un cambio semántico.

Vuelvo a lo del «género», que ya se nos ha impuesto. La Academia habló, yo mismo escribí: «género» en español tiene, a más de un valor general, un valor gramatical que solo a veces coincide con el sexo. Pues hemos de tragarnos el «género» = sexo, para que las promotoras de la idea (un grupo muy minoritario) se pongan a la par con las feministas americanas. Estas tienen razón: gender es «sexo» en inglés, que no tiene género gramatical. No las nuestras. Pasan por encima de la lengua española y convierten su lenguaje en español normal. Se ponen «à la page». Con protección oficial.

Sigo. Buen lío tenemos con lo de «nación», «nacional», «nacionalidad», «nacionalista».

«Nación» viene de «nacer», aparece en castellano desde fines del siglo XIV para indicar un «conjunto de personas del mismo origen» (acepción 3 del Diccionario, pero es la más antigua). Se usó, sobre todo, en traducciones del Evangelio y de las literaturas griega y latina: «la nación de los medos», «la nación germánica»... Nada de esto tenía sentido político.

Lo cobró con la Revolución Francesa: en su nuevo vocabulario, «la nación» es el pueblo políticamente unido en un Estado. Es la acepción 1 del DRAE («conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno»). Entonces, cuando los nacionalistas piden que se reconozca a Cataluña como nación, están metiendo en «nación» un sentido inadecuado. Nunca fue «nación» en ese sentido: ni con el condado de Barcelona ni con el reino de Aragón. Buscan que exista, eso sí. Pero la base histórica falla. Pues que se fastidie la historia: inventemos lo que nunca existió, pongámoslo a funcionar ahora.

Ya hubo tentativas: la Constitución solo habla de una «nación», la española, pero (art. 2) habla de las «nacionalidades y regiones» que la integran. Sin duda fue una transacción. Desde que la palabra aparece en Gracián, tiene sensiblemente iguales sentidos que «nación»: de «pueblo» o, más tarde, de «estado constituido», tales Portugal o España, más algunos derivados de este («la nacionalidad española», etc.) En España, como mucho, el historiador Vicente de la Fuente hablaba en el siglo XIX de dos nacionalidades, Castilla y Aragón. No se mencionan otras.

En fin, «nacionalidad» fue un tanteo, ya en la Constitución, para rehuir «nación». Ahora la vicepresidenta dice que qué más da. Pero el cambio semántico anticipa el cambio político.

Sí es más antiguo el uso de «nacionalista» y «nacionalismo», desde comienzos del siglo XX hablando de Cataluña y el País Vasco. Fueron términos tomados en préstamo de movimientos independentistas europeos y americanos: los que creaban o intentaban crear «naciones» con base histórica o sin ella. Aquí la Constitución, con razón, evitó «nación» con ese sentido, como incompatible con la unidad de España. Introducirla ahora es cándido: es un primer paso, van a lo que van.

Se pretende, pues, la ceremonia de la confusión: todos somos «naciones». Pero en sentido político no es así, en él, en la Constitución, la nación es España.


Mal síntoma tanta confusión interesada, procedente de una campaña que usa la lengua como instrumento político. Un pasado inexistente se usa para propiciar un futuro. Y hay muchos que se suman de un modo u otro a la confusión. Pero entregar trozos nuevos de semántica es entregar, a la larga, trozos nuevos de soberanía.

La «cultura» es otra palabra de fronteras artificialmente confusas. Era el «cultivo» de la mente y el carácter, había hombres cultivados o cultos. Por varias circunstancias resulta que en «cultura» las enseñanzas regladas, digamos, ya apenas caben. Entran las artes, sobre todo en relación con el espectáculo. Y más que los grandes escritores, entran los actores y directores, a ser posible con un tinte progre. «La cultura» tiende a hacerse una especie de guía u ortodoxia. Un instrumento.

La verdad, el destino de esta palabra es preocupante: cada día se vacía más de contenido, cada día se aleja más de nuestra gran tradición. Salvo para centenarios, festejos, premios y varias frivolidades. El trabajo de creación intelectual y de las Humanidades, unido a la crítica, a la historia y al pasado, queda en la sombra. Este concepto de «cultura» va uniéndose al de «lo correcto» o a una parte de ello. Lo «políticamente correcto» es, como el «género» y otras varias cosas, imitación de cierto progresismo americano. O sea: un cierto pensamiento, que no tengo espacio para describir, pero que ustedes adivinan, es el correcto. Una vez más, un grupo se coloca en el centro, el que discrepe se hace marginal. Con solo cambiar el sentido de una palabra.

Y termino con el famoso «talante». Si ustedes leen el Corominas, verán que «talante» y «talento» son, en el origen, lo mismo. Es el griego «tálanton» (no hagan caso del DRAE): la «balanza», también la «pesada» de oro o plata. En Atenas, 6.000 dracmas. Pues bien, la palabra pasó al latín vulgar y de ahí a nosotros en dos variantes: «talento» y «talante», la segunda más fiel al griego pero pasada por el francés. Sin duda influyó en su sentido valorativo, sobre todo el de «talento», la parábola de San Mateo sobre el hombre que, al partir de viaje, confió sus talentos a sus servidores.

Sin entrar en detalles, ya en el Calila y en Alfonso el Sabio «talante» es la voluntad, el gusto, admite adjetivos que indican el buen o mal carácter o disposición.

Pero ahora Zapatero tiene «talante», a secas, con valor positivo, como si fuera «talento». Los demás lo tenemos ya bueno ya malo, según. La palabra se ha cargado de un significado que la coloca en el capítulo de la excelencia humana. Es un modelo para todos. Otra vez la semántica al servicio de la política.

En fin, las palabras son flexibles, movimientos sociales o ideológicos hacen evolucionar su sentido. E influyen en el pensamiento de los que las pronuncian sin que ni siquiera, a veces, se den cuenta. Otras, sí se dan cuenta, pero no pueden evitarlo.

Lo peor es que, más que de evoluciones naturales, se trata muchas veces de alteraciones buscadas con intenciones precisas. Cosas o cualidades que están en la lengua al lado de otras varias, o a lo mejor no están, se colocan en el centro como términos de referencia de valores: lo máximo, lo buscado, lo aceptado. Y sectores marginales se convierten en la corriente central de la sociedad, hasta en su guía, aunque sea a costa de violentar hechos palmarios o semántica palmaria.

Se regala semántica: malo, después será la cosa la que se regale.

Son las palabras-chicle, estiradas con toda intención por grupos influyentes. Y van al BOE derechas. Luego, a la realidad de las cosas.