JUGANDO CON FUEGO

 

 

 Artículo de Cristina ALBERDI en “La Razón” del 01/12/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 


El presidente del Gobierno dejó atónita a la ciudadanía cuando el pasado 17 de Noviembre, en sede parlamentaria, entró como elefante en cacharrería, cargando contra el núcleo duro de la Constitución y acusó nada menos que de fundamentalista al Partido Popular por haberse atrevido a defender la idea de España como Nación, que es «patria común e indivisible de todos los españoles» como proclama su artículo segundo.
   Que el presidente de Gobierno se atreva a frivolizar en una entrevista sobre el debate jurídico entre nación y nacionalidad, confundiendo a los lectores con argumentos deslavazados y fuera de lugar, es penoso. Pero que en el Senado decida devaluar el concepto de nación, olvidando la importancia que tuvo y tiene en el consenso que permitió aprobar nuestra Carta Magna, es de una gravedad que seguro ni el mismo ha calibrado.
   La Constitución distingue entre nación, regiones y nacionalidades cuando establece su fundamento en la «indisoluble unidad de la Nación Española» y «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran». También, cuando precisamente en relación con lo anterior, determina que «la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado». En ello radica el meollo de la cuestión, contra el que se dirige la pretensión de los nacionalismos radicales que sostienen al actual Gobierno en Madrid (y también en Barcelona), de imponer «el ámbito de decisión propio», sea catalán, vasco o gallego.
   Dicha pretensión quedó claramente plasmada en el acuerdo de gobernabilidad firmado por el tripartito catalán el 14 de diciembre de 2003 cuando acordó promover un nuevo Estatut con el apoyo de Iniciativa per Catalunya, Ezquerra Republicana y Partit de les Socialistes Catalans, en el que el poder de decisión habrá de residir en el Parlament, como representante de la «nación» y, por tanto, de la soberanía catalana.
   En ese pacto que firmó el Partido Socialista, y que le permitió gobernar la Generalitat, se asume el reconocimiento de Cataluña como nación, haciendo renuncia expresa de valores y principios que habían sido señas de identidad del socialismo español desde sus orígenes. No olvidemos tampoco que Zapatero, en plena campaña electoral dijo, sin pensar que iba a ser presidente del Gobierno, que los socialistas en el Congreso darían su apoyo a lo que aprobara el Parlamento catalán.
   ¿Qué está haciendo Zapatero con un descaro verdaderamente notable? Sencillamente preparar el camino para que cuando llegue a las Cortes Generales un nuevo Estatuto catalán en el que aparezca claramente definida la nación catalana y su ámbito de decisión, la gente no le conceda importancia, los medios de difusión lo pasen por alto y los comentaristas afines expulsen a las tinieblas a quien pretenda enfrentarles con la realidad de nuestro ordenamiento jurídico.
   Porque de eso se trata. El consenso que se fraguó en 1978 se basa en un Estado de Derecho con unas reglas jurídicas de obligado cumplimiento para todos, incluido el presidente del Gobierno que es el primero que debe dar ejemplo de respetar las leyes. Ojalá no haya que recordarle que así lo prometió al prestar juramento, ante el Rey, de «acatar la Constitución y demás normas del ordenamiento jurídico».
   No estamos ante una cuestión disponible. De ahí que para modificarla sea necesaria, como ha recordado el presidente del Consejo de Estado, la revisión reforzada de la Constitución. Por afectar a aspectos centrales del título preliminar, si se quiere incluir el concepto de nación en alguno de los estatutos de autonomía, se requiere el sistema reforzado del artículo 168 de la Constitución. Mayoría de dos tercios de cada Cámara, disolución inmediata de las Cortes, ratificación por las nuevas Cámaras también por mayoría de dos tercios y referéndum posterior. Como se ve el legislador constituyente estableció las suficientes cautelas como para que nadie pueda jugar con estos elementos centrales de nuestra convivencia y pretenda devaluarlos a «conceptos discutibles».
   Por su parte, la vicepresidenta De la Vega ha apoyado la misma línea interpretativa en los últimos días. Según su versión no haría falta reformar la Constitución para introducir el concepto de nación en los estatutos de autonomía y así poder cumplir con lo comprometido en Cataluña. Y hasta el imprevisible Rodríguez Ibarra, antaño defensor acérrimo de las esencias constitucionales, acepta el cambio si los catalanes «están más cómodos», lo que ya es el colmo del despropósito y el oportunismo.
   Pero se equivocan. El sistema está blindado. Para llevar a cabo cambios de tal envergadura, se precisa el concurso del principal partido de la oposición. La firmeza del Partido Popular no permite albergar dudas sobre su posición inequívoca en defensa de los aspectos esenciales de la Constitución y por tanto de la convivencia entre los españoles. Ya lo ha dicho con toda claridad: «El Congreso evitará que lo nuevos estatutos cuelen el concepto de nación».
   Habrá que recordar a Zapatero y sus acólitos cuantas veces haga falta que las Cortes elegidas en marzo pasado no son constituyentes y que no se pueden alterar las reglas del juego de manera unilateral. Pero seguramente prefiere seguir en La Moncloa, rehén del nacionalismo insaciable de Esquerra Republicana, que asumir que las demandas de sus socios tienen un límite. Que con las reglas del juego del Estado de Derecho y de la democracia que todos nos dimos en diciembre de 1978, y que nos han permitido el periodo de mayor prosperidad de la historia de España, no se juega.
   Tal vez a Zapatero le pasa como a Pedro Páramo, quien, cuando su encargado le vino a recordar los límites de lo que podía hacer legalmente, le espetó contundente: «¿Qué leyes Fulgor?, ahora las leyes las hacemos nosotros».