ESPAÑA EN ALMONEDA

 

 Artículo de Cristina ALBERDI en  “La Razón” del 10/01/2005

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


Muchas voces se han alzado en los últimos días en defensa de la unidad de España. Cada vez somos más los que sentimos preocupación ante las extremas reclamaciones nacionalistas alentadas desde los gobiernos de la nación y catalán. Y ahora también por el denominado «Plan López», remedo vergonzante del «Ibarretxe» y casi calco de los acuerdos que su momento firmó el tripartito que dirige la Generalitat. Frente al entreguismo socialista, el Partido Popular viene reiterando que se opone a ese tipo de propuestas. Pues no sólo rompen el modelo territorial pactado en la Constitución, al proponer la existencia de «comunidades nacionales» diferenciadas del resto de las comunidades autónomas, sino que además cuestionan la unidad misma de la nación española. Propuestas que, por lo demás, ni siquiera satisfacen a los nacionalistas, quienes sólo las toleran como paso previo a la segregación. Como cabía esperar, el mensaje navideño del Rey ha sido importante en un año marcado por acontecimientos más que traumáticos. Pero también por las tendencias disgregadoras que amenazan el horizonte de una convivencia democrática alumbrada con generosidad y consenso.
   El Rey no ha podido ser más claro en defensa de la España plural y diversa que ya disfrutamos gracias a la estabilidad política, social y económica de los últimos veintiséis años. Sin dejar de recordarnos que éstos representan el más largo período de prosperidad de nuestra historia, hizo un llamamiento a la solidaridad y la defensa del interés general por encima de los legítimos intereses de partido.
   En ello reside el verdadero problema. Que los nacionalismos aspiren a la independencia a nadie puede sorprender. Demandar la autodeterminación ha sido siempre su objetivo esencial. Lo que no estaba en el guión es que uno de los partidos de la alternancia y pilar del sistema –el Partido Socialista– se desmarcara de sus fundamentos y de su identidad histórica y diera un vuelco ideológico de tal magnitud. De rechazar el nacionalismo ha pasado a justificarlo abiertamente, pretendiendo ajustar el propio ideario y hasta el ordenamiento jurídico a las exigencias del nacionalismo más radical.
   Necesitado de los escaños de Esquerra Republicana de Cataluña para mantenerse en el poder, el actual Gobierno de España parece dispuesto a cualquier dejación, perdiendo de vista los intereses generales. Está alimentando un debate que no interesa a la mayoría de los ciudadanos y haciendo concesiones de consecuencias imprevisibles, que afectan a elementos esenciales de la convivencia. Los nacionalismos catalán y vasco nos están ganando la partida. ¿Quién iba a decir hace sólo seis años en el Partido Socialista –cuando se celebró el vigésimo aniversario de la Constitución– que en la actualidad estaría inventando argumentos, retorciendo textos, forzando interpretaciones y sometiendo a las instituciones a un desgaste intenso y continuado? Sólo la irresponsabilidad y la carencia del más elemental sentido del deber y de la función de la política pueden explicar que el Gobierno nos esté metiendo en este camino sin retorno con una frivolidad y ligereza impropia de gobernantes de un país democrático. En este momento nada le conviene menos a España que este debate constitucional estéril, con las irreparables consecuencias que ya se vislumbran en el horizonte. Si entre todos no paramos esta deriva, las modificaciones de los estatutos de autonomía de Cataluña y Euskadi serán sometidas a votación en las Cortes Generales con el aplauso y apoyo de un Partido Socialista claudicante ante los nacionalismos para mantenerse en el Gobierno. Es un precio demasiado alto y también demasiado vergonzoso. Por fortuna, la unidad parece resquebrajarse en el seno del propio partido socialista. Un militante tan destacado como Alfonso Guerra no cree que las propuestas que se están debatiendo tengan encaje en la Constitución. Desde el Gobierno mismo, el ministro de Defensa no ha dudado en pronunciarse con contundencia: «Nadie va a conseguir a punta de pistola que dejemos de sentirnos identificados con lo que España representa». Rosa Díez y Francisco Vázquez, entre otros muchos, también reclaman la recuperación de las señas de identidad socialistas. Quizás sea el momento de recordar que algunos de ellos no me comprendieron cuando, hace exactamente un año, yo misma me dirigí a Zapatero para causar baja en el PSOE por mi discrepancia radical con el «nacionalismo oportunista» de Maragall que ya estaba haciendo todo tipo de concesiones, con el beneplácito de los dirigentes de Madrid, a los nacionalismos secesionistas para poder gobernar la Generalitat. Por entonces la cosa no había hecho más que empezar. Después llegó la masacre del 11 de marzo, los ominosos acontecimientos de la jornada de reflexión electoral, con el asalto a las sedes del Partido Popular y el vuelco electoral del 14 de marzo. El PSOE volvía a La Moncloa, pero del brazo de unos nacionalismos a los que no ha parado de hacer concesiones y, lo que es peor, a los que nunca podrá dejar de hacérselas. No saben ya qué inventar ni por dónde salir. Que si «comunidad nacional» en vez de nacionalidad. Que si ampliar al menos el preámbulo de la Carta Magna. Mientras tanto, para complicar aún más el panorama, nada menos que la presidenta del Tribunal Constitucional se permite decir que hay que quitar emotividad al concepto de nación y el secretario de Organización del Partido Socialista afirma que no sabe si está de acuerdo o no con las ocurrencias que en cascada van enturbiando cada día más el debate. Ya va siendo hora de que fijen su posición. Que dejen de jugar con un tema tan serio. Tienen la obligación de decir claramente cuáles son sus límites y si están dispuestos a poner a España en almoneda para satisfacer a sus socios y poder seguir gobernando.