ESTATUTO TRAMPA,COMO PASO A LA INDEPENDENCIA

 

 

 Artículo de Luis María ANSON, de la Real Academia Española,  en “La Razón” del 30.12.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

El panfletista Carod-Rovira ha dicho desde el principio la verdad. El nuevo Estatuto es sólo un paso hacia la independencia.

La «nación» exige un Estado y de ahí a proclamar a Cataluña independiente desde el balcón de la Generalidad apenas media una decisión que ningún general Batet podrá impedir. Dentro de muy pocos años, crecida ERC en cuyas manos se ha puesto –ya lo hizo en gran parte Pujol– la educación y los medios de comunicación, se planteará una nueva reforma del Estatuto que consagre el Estado catalán. No caben engaños ni tapujos de los tertulianos radiofónicos adictos. El Estatuto que ahora se debate, y que significa una reforma constitucional encubierta, no es la estación término del viaje. Es una parada intermedia.

Como el ciudadano español no se chupa el dedo, pues carga ya sobre sus espaldas treinta años de democracia, se ha dado cuenta de la operación puesta en marcha y ha dejado en pelota viva a Zapatero en las encuestas.

El presidente por accidente prometió durante su campaña electoral que apoyaría cualquier Estatuto aprobado por una mayoría cualificada del Parlamento catalán. Convertido en Zapatero I el de las mercedes reiteró desde Moncloa su posición, difícil es saber si por insensatez o por malignidad. Carod-Rovira, el amigo de Josu Ternera, y su cómplice el mediocre Maragall no sólo se tomaron el brazo de la mano tendida sino que cogieron a Zapatero por los dídimos y le pusieron de hinojos. Envidaron a la grande, porque el Estatuto, aparte de ser anticonstitucional y un paso apenas enmascarado hacia la independencia, significa antes que nada más poder para los políticos catalanes que están en la pomada. Por eso es intervencionista, totalitario, nacional socialista. Hace seis meses no interesaba ni al 5 por ciento de los catalanes. Estamos, sencillamente, ante una pirueta de los políticos hecha posible por Zapatero el sonrisas que la ha promovido y apoyado, destapando la redoma de los demonios familiares y creando un problema de crispación y confrontación que no existía.

Felipe González, Alfonso Guerra, Rodríguez Ibarra, Chaves, Bono, Vázquez, Solbes y otros muchos barones socialistas, amén Jesús de Polanco, reaccionaron vivamente contra el Estatuto previendo la reacción popular.

Zapatero, asustado por la actitud de una parte del socialismo y por la respuesta del pueblo reflejada en las encuestas, comenzó a recoger velas, a balbucear lealtades constitucionales y a arrugarse como la bota de un cojo.

Lo que pasa es que el mal en gran parte está ya hecho. El Estatuto no tuvo que ponerse en marcha pero una vez consumada la insensatez zapateril debió ser rechazado en su totalidad como el Plan Ibarreche, que ahora por cierto se refugia en el proyecto catalán, impensable sin el apoyo de Zapatero y todo ello gracias a una ley electoral obsoleta que prima a los partidos bisagra. Con un sistema electoral como el francés, Carod-Rovira seguiría pegando soflamas en los periódicos murales de preuniversitario. Ahora condiciona el Gobierno catalán y, con sólo el 2’5 por ciento de los votos, mantiene genuflexo al pobre Zapatero, pobre de solemnidad.

Pero el análisis de lo que ha ocurrido no debe velar el fondo de la cuestión. Tampoco el debate parlamentario, humo de la gran fogata que se prepara. El Estatuto no es el punto final. No cierra el Estado de las Autonomías. Es un punto y coma que se prolongará con las exigencias vascas y gallegas y que en unos años, muy pocos, se convertirá en la plataforma para lanzar desde ella el órdago de la independencia. Como el Gobierno ni tiene ni tendrá fuerza para aplicar el artículo 155 de la  Constitución ni en Cataluña ni en el País Vasco ni siquiera en Galicia, se abriría una negociación que en el caso catalán puede cerrarse, en un primer envite, según algún sagaz analista, con la proclamación del Estado catalán dentro de la República confederal española. Un poco más de lo que hizo Companys, para entendernos.

De forma mentecata o maligna, o ambas cosas a la vez, Zapatero ha asegurado que, aprobado el Estatuto y transcurridos varios meses, todo seguirá dentro del orden constitucional y aquí no habrá pasado nada. Ya, ya.

Cuando Suárez decretó el café para todos y entregó Cataluña y el País Vasco a los partidos nacionalistas algunos advertimos que ocurriría lo que está ocurriendo. Como es fácil anticipar ahora lo que pasará dentro de unos años. Ciertos ingenuos, para salir del embrollo sin sacrificar al Rey, hablan de la Monarquía federal, de una especie de Commonwealth, fórmula utópica que, de ponerse en marcha, se desmembraría en pocos años. Difícil es arreglar el desaguisado de Zapatero pero tal vez la primera medida sería exigirle: «Marchemos todos francamente, y usted el primero, por la senda constitucional ». Y, a continuación, la dimisión. Con Bono o Solana el frente del Gobierno, desaparecida la pesadilla zapateril, se retornaría a la firmeza constitucional y al acuerdo, en cuestiones de Estado, con el PP, lo que supone el 80 por ciento de la representación popular frente al escaso sesenta por ciento en el que se ha quedado, entre sonrisas, eso sí, José Luis Rodríguez Zapatero.