AZAÑA HABRÍA TIRADO DE LAS OREJAS A ZAPATERO

 

 

Artículo de Luis María Anson  en “La Razón” del 03.02.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

La más alta inteligencia del siglo XX español, José Ortega y Gasset, pronunció, el 13 de mayo de 1932, un discurso en el Congreso de los Diputados sobre el Estatuto catalán que debería leer detenidamente nuestra clase política actual, tan sota, tan mediocre, tan áptera. «Porque

eso es lo lamentable de los nacionalismos –dijo en aquella ocasión Ortega–. Ellos son un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente, en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que pasa es que no se atreven a decirlo, que no

osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está, a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes. Es el eterno y conocido mecanismo en el que con increíble ingenuidad han caído los que aceptaron que fuese presentado este Estatuto. ¿Qué van a hacer los que discrepan? Son arrollados, pero saben perfectamente de muchos, muchos catalanes catalanistas, que en su intimidad hoy no quieren esa política concreta que les ha sido impuesta por una minoría».

Azaña acusó el golpe del filósofo a su «increíble ingenuidad». Así es que se batió el cobre para reducir el Estatuto a la Constitución y Cataluña pasó de ser un «Estado autonómico», como pretendían los nacionalistas, al texto final azañista: «Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español». Eso es todo lo que concedió la República. Si viviera Azaña, habría propinado un enérgico tirón de orejas a Zapatero por lo que el dirigente socialista ha aprobado al margen de media España, representada por el PP, y en connivencia con minoritarios partidos nacionalistas. Indalecio Prieto habría hecho con Zapatero lo mismo que Azaña y, además, le habría arreado un soberbio puntapié en el rabel.

El Estatuto de Nuria había sido aprobado el 2 de agosto de 1931 por el noventa por ciento de los votantes, con un setenta y cinco por ciento de participación en todo el territorio catalán. Azaña supo reconducirlo a los límites constitucionales no sólo en la definición de Cataluña sino

también en materias de educación, lengua, fiscalidad y derechos. Sobre todo en educación el azañismo se mostró irreductible: «garantías recíprocas de convivencia y de igualdad de derechos para profesores y alumnos», «a las lenguas y a las culturas castellana y catalana» y

«siempre con arreglo a lo dispuesto en el artículo 50 de la Constitución» (artículo 7 del Estatuto); el 50 de la Constitución exigía el «estudio de la lengua castellana» y que ésta se usara «como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas». Eso impuso Azaña, tan lejano a las claudicaciones zapateriles.

Aún así, cuando el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República declaró anticonstitucional, el 8 de junio de 1934, la ley de Contratos del Cultivo, Ezquerra Republicana consideró la decisión una afrenta a la soberanía catalana y Luis Companys declaró, en octubre de aquel año, «el Estado catalán dentro de la República Federal de España». Una acción militar ordenada por el Gobierno español liquidó aquella especie de proclamación de independencia que duró diez horas. El discurso que había pronunciado Azaña en el Congreso el 6 de mayo de 1932, tan optimista como la posición actual del sonriente Zapatero, no previó lo que, a pesar de todos los recortes –muchos más, y de fondo, que los actuales– iba a

ocurrir: la proclamación del Estado catalán.

Tenía razón Ortega, en fin. La tenía cuando subrayaba la voracidad de los nacionalistas políticos. Siempre pedirán más, enseñaba el filósofo. Son insaciables porque el nacionalismo catalán es un movimiento que, como el misántropo de Molière, clama al cielo «¡quiero que me distingan!». El café para todos que se lo beba Suárez.

Cuando ni el cinco por ciento de los catalanes se interesaban por un nuevo Estatuto, llega Zapatero I el de las mercedes y, sin que nadie se lo pida, destapa la redoma de los demonios familiares y suelta sobre la mesa nacional, tranquila desde la Transición, un problema atávico que ha crispado de nuevo a la sociedad española. Caballo caracoleante en la cristalería, aprendiz de brujo, Zapatero ha fragilizado ya el entero edificio de la Transición. Ha ido mucho, mucho más allá que Azaña y Prieto, ha ofendido a Felipe González, ha quebrantado los procedimientos constitucionales. ¿Lo ha hecho por frivolidad, por ligereza, por estulticia? ¿O por malignidad? Basta releer el artículo publicado en el diario adicto (23 septiembre

2005) por su mentor intelectual, Suso de Toro, con el título «La nación española», para comprender lo que el presidente por accidente pretendía. La reacción del Partido Popular, de los principales barones del PSOE, del grupo mediático encabezado por Polanco y de la opinión pública española, que le ha fustigado en las encuestas, obligó a recoger velas al presidente zapatético y a reformar el Estatuto que se había comprometido a respetar íntegramente si lo votaba una mayoría cualificada del Parlamento catalán. Aún así, muchos de los destrozos causados no tienen arreglo. Arturo Mas, Carod Rovira y el propio Maragall, el mediocre, que es ya un cadáver político de cuerpo presente, no se han recatado en subrayar

que el Estatuto es sólo un paso. Un paso adelante hacia la independencia de Cataluña. Hacia el Estado catalán dentro de una República Confederal Española.