Artículo de Rafael Argullol
en “El País” del 17 de septiembre de 2010
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para
incluirlo en este sitio web.
El verano, propicios siempre para ser informados de
noticias que olvidamos durante el invierno, ha dejado constancia de que, según
las últimas valoraciones, ninguna universidad española está entre las 200 más
importantes del mundo. En la anterior lista había una -la Universidad de
Barcelona-, pero en la actualidad también ha desaparecido. Hubo unos cuantos
comentarios en los periódicos, aunque no creo que esta información haya
amargado las vacaciones a demasiada gente. Unos días después de esa noticia La
Vanguardia dedicaba una doble página al negocio de la prostitución en España y,
además de indicar las fabulosas ganancias que implicaba para las mafias,
ofrecía, no sé bien a través de qué medios, un cálculo de las prestaciones
anuales requeridas por los varones españoles: 15 millones, un récord en Europa
y todo un índice de la salud sexual, y no sexual, de la sociedad española.
En la misma doble página, en un recuadro, los
periodistas advertían que la prostitución era el segundo negocio con más
volumen de beneficios, únicamente por detrás del de las armas, pero por delante
del de las drogas. No me quedó claro si por "armas" se entendía la
fabricación y exportación legal o directamente el tráfico ilegal de armamento;
de ser esto último la capacidad recaudatoria del pobre Estado quedaría aún más
mermada, tras no sacar provecho alguno del dinero negro procedente de las
drogas y la prostitución. De todos modos no hay ningún indicio de que la alarma
suscitada en la comunidad sea particularmente grave. Negocios tan rentables, al
fin y al cabo, no son fruto de un verano, sino la consecuencia de delitos
perpetrados a lo largo de años y a la vista de todos. Nadie puede
escandalizarse, más allá de cuatro comentarios fugaces.
Sin embargo, como pueden comprobar, el panorama es
bastante coherente. Un país que asiste impávido a la sedimentación del delito,
como ocurrió también, durante décadas, con la especulación inmobiliaria, ¿para
qué necesita buenas universidades? Si lo que prevalece es la corrupción y la
ganancia fácil por encima del mérito, ¿a qué viene rasgarse las vestiduras
cuando las estadísticas incordian con sus fríos números señalando a tantos
jóvenes predispuestos a la apatía a falta de otras posibilidades? ¿Cuántos
españoles se sienten responsables del desastre educativo?
Creo que necesitaríamos muy pocas manos para contarlos
con los dedos. Evidentemente, los culpables son siempre los otros. En especial
hay dos figuras que son vistas como monigotes del pim-pam-pum sobre los que lanzar las reacciones airadas cuando
emerge un problema: el maestro y el político. Esteúltimo,
protagonista de un paisaje utilitarista y sin ideas, incorpora a su profesión
el riesgo de ser señalado constantemente; los italianos, que saben bastante de
estas cosas, ya hace mucho que han asociado el mal tiempo con el porco governo. Por su parte, el
maestro, como está en la primera línea del frente, es el depositario directo
del colapso educativo.
Lo grave, e hipócrita, de esta concepción es ignorar
que, en realidad, se trata de un fracaso ciudadano que implica la entera
percepción de la democracia. Treinta y cinco años después de la muerte de
Franco, y con la octava economía del mundo -según se ha alardeado-, España es
incapaz de tener una universidad de prestigio mundial. Y hay algo peor. A casi
nadie parece importarle. O bien se trata de un fracaso de la democracia, tal
como históricamente se ha entendido este modelo político, o bien hemos
instaurado una democracia de otro tipo, innovadora y vanguardista, para la cual
es mucho más decisivo tener una selección de fútbol campeona del mundo que una
universidad entre las primeras del planeta. Si se hacen encuestas a este
respecto es casi mejor no saber los resultados. Aunque también podría ser que
nos estuviéramos adelantando a todos al ensalzar la ignorancia y despreciar el
conocimiento, y constituyamos la vanguardia del siglo XXI.
Pero si hay que entender la democracia tal y como la
entendieron humanistas e ilustrados el fracaso es evidente, y no atañe solo a
los políticos y a los maestros, sino a todos los ciudadanos. Hay unanimidad en
que el sistema educativo es un desastre, pero lo insólito sería que tuviéramos
buenas escuelas y universidades en medio de la indiferencia general. Es cierto
que gran parte de la Universidad española se halla en caída libre como
consecuencia de sucesivas reformas ineficaces y de una burocratización sin
límites que acaba premiando a los mediocres, pero no es menos cierto que los
buenos -o excelentes- profesores que sobreviven lo hacen en un ambiente
descorazonador en el que la falta de estímulos procede, en primer lugar, del
escaso interés y prestigio del conocimiento en el seno de la comunidad.
A través de la sempiterna pantalla de televisión -con
un consumo medio de tres horas diarias por habitante- los adolescentes son
informados puntualmente de que los héroes son deportistas multimillonarios, los
especuladores, los tertulianos gritones, las prostitutas de lujo y toda esa
chusma que se pasa el día juzgando y sentenciando a los demás. Este esperpento
permanente transmite un mensaje claro: ¿para qué sirve la cultura?; para nada,
pues lo que sirve es la palabra hueca, la neurona lenta y la rapiña veloz. Y
frente a esa invasión la resistencia de los ciudadanos, hay que reconocerlo, es
escasa. La conciencia crítica disminuye hasta casi anularse, empezando por la
que atañe a la vida política, pero con repercusiones en todos los estratos de
la sociedad. Con estar atentos a la pobreza del lenguaje utilizado por los
españoles, desde el que se usa en los Parlamentos hasta el que se puede
escuchar en los restaurantes, uno puede formarse una idea bastante nítida de la
situación.
No nos engañemos. Políticos sin grandeza y profesores
desorientados solo son responsables secundarios de la escasísima formación
media de los jóvenes; el responsable directo es el ciudadano-avestruz, el
protagonista de una democracia fraudulenta en la que se enfatizan los derechos
y se rehúyen los deberes, siempre mirando hacia otro lado o con la cabeza bajo
el ala. El ciudadano-avestruz nada quiere saber de la destrucción del litoral
mientras esto no vulnere sus intereses; nada le afecta la corrupción mientras
no se grave su bolsillo; en nada le concierne el asentamiento de las mafias
mientras él pueda ir tirando; le importa un comino tener o no tener buenas
universidades mientras la diversión esté asegurada. Siempre podrá acusar a los
políticos -reclutados a su imagen y semejanza- de sus errores. Porco governo. El espantapájaros.
Lo malo es que finalmente se consigue una democracia
de avestruces; todos con la cabeza bajo el ala y, por supuesto, sin mirar nunca
de frente.