LO PÚBLICO Y LO PRIVADO

Artículo de Eduardo Arroyo en “El Semanal Digital” del 17 de julio de 2010

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Conozco un amigo cuya especialización en el tema de los "nacionalismos" ha sido tal que ha demostrado desde numerosos puntos de vista la estupidez intrínseca de sus postulados.

 

Si, en palabras de Julián Marías, la "inteligencia" consiste en "aprehender la realidad en su conexión", mi amigo ha demostrado sobradamente la falta de realismo que padecen los "nacionalismos". Confundiendo el amor a la tierra con la construcción de una hipotética "nación" que no solo nunca existió, sino que se reivindica de acuerdo a bases que solo existen en la cabeza de algunos, creen que la progresiva extensión de esas deficiencias refuerza su argumentarlo cuando, en realidad, se trata solo de una patología muy extendida. Esa incomprensión para con lo que la realidad no puede ser más que falta de "inteligencia" y, por lo tanto, estupidez.


Por desgracia, esto no exime ni a mi amigo ni a nadie de incurrir en otros males. Si la ideologización de la historia es una de las consecuencias de los nacionalismos periféricos en España –y por ello se prescinde tan a menudo de la información que no interesa y que contradice sus supuestos-, la lucha contra la necedad nacionalista puede devenir en algo parecido. Así, hay quién ha hecho del "antinacionalismo" el cristal a través del cual perciben la totalidad de lo político, lo social y el mismísimo mundo de las ideas. Para la ideología "antinacionalista" lo importante no es lo que se afirma sino lo que se niega –el nacionalismo- y por eso, dado que se puede ser "antinacionalista" desde posiciones liberales, marxistas, católicas o incluso meramente económicas, por citar algunos ejemplos, a menudo el antinacionalismo hace extraños compañeros de viaje, entre los cuales hay quién comparte más cosas con los nacionalistas que con sus compañeros antinacionalistas. Todo esto no es sino el caos de los tiempos, algo que evidencia la falta de comprensión general hacia los sucesos que vivimos.


El asunto de los nacionalismos es aquél del que nos hemos servido para "abrir boca" pero no es desde luego el único en el cual se anulan las capacidades de pensamiento para jugarse todo al prefijo "anti". Un caso que me preocupa especialmente, de candente actualidad, y que se aduce a menudo como argumento político es la dicotomía "publico / privado". Para los partidarios de "lo privado", "lo público" encarna la quintaesencia del parasitismo social. Pertrechados del tópico del funcionario perezoso, "lo público" es forzosamente ineficaz hasta el punto de que su existencia descansa sobre los sufridos "contribuyentes".


Por el contrario, para los defensores de lo "público", "lo privado" es el súmmum de la explotación del trabajador y el asalariado, de naturaleza quasi-angelical, padece todos sus males por la codicia de unos pocos, que deben su lugar a razones oscuras, desde la utilización de información privilegiada hasta el disfrute de herencias inmerecidas. El imaginario de lugares comunes aquí empleado no es menor ni esencialmente diferente del de los defensores de "lo privado" cuando se refieren a "lo público". Ambos son, guste o no, deformaciones de la realidad que corresponden a las anteojeras de los prejuicios ideológicos de turno. Sin ánimo de buscar falsas equidistancias y mucho menos "centrismos" ideológicos, los que blasonan de una u otra cosa deberían exigir algo que no abunda precisamente en la política: la eficacia n el marco de la justicia. Estamos acostumbrados a oír a los políticos hablar de "coherencia", "honradez", "principios" y otras frases que, en sus labios, parecen hueros de todo valor. Mucho menos, estamos acostumbrados a escuchar algo acerca de la eficacia y no digamos ya si esa eficacia fuera cuantificable y contrastable mediante procedimientos objetivos. El político huye de este tipo de pruebas como las cucarachas de la luz.


El criterio de eficacia, naturalmente, no puede deslindarse del de justicia pero sí que es suficiente para establecer que, de antemano, ni lo público ni lo privado son intrínsecamente buenos o malos. Estamos llegando en este terreno a unos niveles de absurdo que se hace cada vez más necesaria una nueva reflexión sobre la disyuntiva público/privado, sin las restricciones que impone tanto el fanatismo liberal como las chaladuras "progresistas". Si a muchos de los que presumen de fundamentalistas liberales les aplicaran los criterios del mercado puro librado a sus propias leyes –a la naturaleza salvaje, con uñas y dientes-, estoy seguro que revisarían seriamente sus opiniones. Hace tiempo que vengo comprobando que los liberales más extremistas son personas que contemplan los toros desde la barrera de una posición acomodada mientras defienden irracionalmente el absurdo de que el mercado "se autorregula" sin costos para nadie. Estas personas ocultan lo que no les interesa: por ejemplo, que hay empresas privadas de funcionamiento desastroso, peor que muchas públicas, y que la libertad de mercado ha conducido a la esclavitud de millones en otros continentes y a la ruina de otros tantos en los países occidentales.


Al revés, los defensores de "lo público" escamotean al común de los mortales que un puesto de trabajo no puede estar blindado para siempre frente a cosas como la vagancia supina, el escaqueo sistemático o la inoperancia total. Decir, como si de una amenaza se tratara, que no se qué presidente de comunidad quiere "privatizar la sanidad" no tiene por qué ser a priori ni bueno ni malo y menos aún cuando se denomina "privatizar" a subcontratar servicios. En su boca la amenaza de las "privatizaciones" suena como vender la casa que heredamos de nuestros padres y parece como si el Estado –columna vertebral de lo público- se desentendiera de los servicios "privatizados". Esta retórica absurda oculta un mero sofisma interesado.


Así las cosas, cuando no se tienen ni los prejuicios de los fanatismos liberal o progresista, suenan chuscas las argucias, los tópicos y las falacias que se aducen para arrimar el ascua a la sardina propia en tertulias, artículos y comentarios. Siempre se olvida de situar las cosas, primero, en el reino de los fines. Pero, ¿cuál es ese "fin" que enmarca todo este debate entre "lo público" y "lo privado"? Pues el pueblo mismo. Ningún sistema económico –por muy observante que sea de este o aquél recetario ideológico- es válido cuando una parte de nuestros compatriotas no alcanza los mínimos de una vida digna, sino que vive asfixiado u oprimido por un sistema cruel. No tenemos más que una vida en la que construirnos a nosotros mismos y resulta absurdo que debamos tirarla por la borda para satisfacer las chaladuras de un ideólogo que, paradójicamente, vive muy bien vendiendo sus pócimas.


Hay cosas que no pueden ser públicas, como es el mundo de la empresa, porque el resultado es la DDR, la incapacidad, la inoperancia y la tristeza de un mundo sin iniciativa. Hay otras que no pueden ser públicas, como la función monetaria, hoy abandonada a los mercados como si el dinero fuera una mercancía más, exento de función social y cuyas altas y bajas no incumben a los más humildes. Por todo ello, a la hora de abordar estos temas se hacen más y más necesarios el pragmatismo y la eficacia, una eficacia que sólo puede medirse exigiendo resultados conforme a criterios políticos, nunca meramente económicos. Solo así volveremos a poner las cosas en su sitio. Para ellos hemos de comprender que las ideologías económicas al uso son peligrosas bombas de relojería, que ciertos orates de la historia dejaron tras de sí, prestas a explotar en nuestras manos.