INTERVENCIÓN
DE JOSÉ MARÍA AZNAR
en el diario “La Razón” Madrid, 5 de octubre de 2010
Voy
a hablar de España y de su presente. Pero sobre todo VOY A HABLAR DE ESPAÑA Y DE
SU FUTURO. Voy a hacerlo por referencia a un proceso
histórico que comienza en la Transición.
Como
tantas veces se ha dicho, la historia es una forma extensa del presente. O si
se prefiere, el presente es una forma condensada de la historia.
Vivimos
un momento de ruptura de ese proceso histórico que se inicia en la Transición.
Vivimos un momento de regresión, no sólo económica.
Cuando
llegó la crisis económica ya estábamos sumergidos en una crisis de cohesión
política, de ideas y de valores que nos ha hecho perder los objetivos
nacionales compartidos. Una crisis que nos ha alejado de nuestros mejores
tiempos como Nación, arrastrándonos a la que probablemente es la peor situación
de nuestra historia reciente.
Permítanme
recordar los elementos claves de esa trayectoria que ahora se ha roto.
Al
comienzo de nuestra Transición los españoles teníamos algunos objetivos
compartidos. Sabíamos qué país queríamos.
Queríamos
un país con instituciones democráticas consolidadas; queríamos fortalecer y
mejorar la convivencia reconociendo la pluralidad,
desde lo que nos une; queríamos la normalización internacional de España
necesariamente asociada a las instituciones de seguridad occidental; queríamos
la incorporación a Europa; y queríamos tener una economía pujante y abierta al
mundo, con un modelo de bienestar avanzado.
En
definitiva, queríamos poner fin a la supuesta excepcionalidad histórica para
alcanzar el marco en el que es posible la alternancia en una democracia
avanzada. La alternancia que significa cambiar el Gobierno pero no impugnar el
sistema.
Aun
compartiendo objetivos, no todas las políticas de todos los gobiernos
alcanzaron los mismos resultados. Por ejemplo, en el año 1996 trabajaban en
España el mismo número de personas que 20 años atrás y el nivel de convergencia
con nuestros socios europeos estaba atascado por debajo del 80%. Es decir,
algunas políticas no estuvieron a la altura de los objetivos del país. Ese
proceso de modernización de nuestro país sólo llegó a estar cerca de
completarse, pero no alcanzó su consolidación definitiva, y hoy padece un
retroceso muy serio.
Nosotros,
el proyecto que encarnó el Partido Popular, continuamos ese proceso histórico
iniciado en 1976. Nuestra tarea era alentar nuevas ambiciones para el país;
ponerlo de nuevo en marcha; hacer de España una de las mejores democracias del
mundo.
Pero
en los últimos años se nos ha llevado por los peores caminos en todas las
encrucijadas a las que nos hemos enfrentado. Y esto ha ocurrido porque se han
puesto en cuestión grandes asuntos que creíamos integrados en el consenso
mayoritario, que también lo están en todas las grandes democracias. Se ha
buscado, conscientemente, romper la trayectoria histórica del país impulsada
por objetivos mayoritariamente compartidos desde la Transición.
¿Cuáles
son las claves de esta ruptura empobrecedora?
La clave política es
el rechazo, la negación del valor político y cívico de la Transición y de la
Constitución de 1978. Desde finales de 2003, se niega el valor a la idea misma
de consenso entre los españoles que es la base de nuestra democracia. Su
plasmación han sido el Pacto del Tinell, la Memoria
Histórica, la ruptura sin acuerdo del modelo autonómico, y la pretensión de
sentar en el banquillo a la Transición con la excusa de que había que juzgar al
franquismo.
La clave económica,
una vez que habíamos logrado adoptar el euro, es el abandono de la estabilidad
económica y del proceso continuo de reformas necesarias para mantener la
competitividad y el empleo en los mercados globales, cuando se ha perdido el
recurso a la devaluación. Es la intervención arbitraria en la vida empresarial,
con un flagrante desprecio a las reglas de juego, incluso a las europeas; es el
crecimiento desmedido del gasto público, incluso en los últimos años de
bonanza; es el fortísimo incremento del déficit público, con una entusiasta
ruptura del Pacto de Estabilidad, y son las subidas generalizadas de impuestos.
La consecuencia de estas decisiones ha sido pasar de una creación de cinco
millones de puestos de trabajo a un paro de casi cinco millones de personas. Un
paro que atrapa a toda una generación y arruina sus expectativas vitales.
La clave
internacional es una consecuencia de las dos anteriores: una España menguante
en el mundo. Cuando no sabes si eres una nación, y además actúas como si no lo
fueras, es difícil defender el interés nacional de España. Sufrimos una nueva
forma de aislacionismo que renuncia a la presencia y a la influencia de España
en Europa y en el mundo. Y, con la excusa de la Alianza
de Civilizaciones, hemos abandonado la defensa de la universalidad de los
derechos humanos. Padecemos una política exterior que oscila entre lo risible y
lo peligroso.
Recordarán
ustedes que, al final del anterior ciclo socialista, cuando se hizo evidente que
sus políticas no daban más de sí, se insistía machaconamente en dos mensajes:
Que no había otra política económica posible, y que la oposición no era
alternativa. Dos mensajes que vuelven a repicar ahora, y que son tan falsos
ahora como lo eran entonces.
Entonces,
con esos dos mensajes, los socialistas intentaban ocultar el fracaso de sus
políticas. Hoy además intentan ganar tiempo para consolidar su estrategia de
ruptura y de división entre los españoles.
España
parecía resignada a que su destino inexorable se hallara en las políticas
socialistas y en el producto acreditado de éstas:
el paro masivo,
la parálisis
económica,
y la falta de
oportunidades y de movilidad social.
Las
políticas no estaban a la altura de los compromisos adquiridos. Parecían no
asumir lo que significaba formar parte de la Unión Europea. Y menos aún lo que
supone ser miembro de una Unión Monetaria: control presupuestario y
flexibilidad económica. Es decir, justo lo contrario de lo que a los
socialistas les gusta: control de la economía y presupuestos flexibles.
A
principios de los años noventa coincidían dos procesos divergentes. Por una
parte, había una Europa que parecía desperezarse y que ponía en marcha nuevos
proyectos de unión económica, monetaria e incluso política. Por otra, España
estaba parada y, por ello, aparentemente resignada a no participar en el diseño
de la nueva Europa, y a no formar parte del proyecto del euro.
Fue
en ese contexto de divergencia española con Europa cuando, en 1991, formulé un
concepto que me parecía necesario y que no pocos consideraron imposible o
demasiado ambicioso para un español.
Afirmé
que el gran desafío continental que Europa estaba encarando exigía que se diera
forma en España a lo que denominé Acuerdo Nacional para Europa. Un compromiso
verdaderamente de Estado, duradero y fiable, no sólo político y no sólo entre
los políticos, que debía permitir al país comprender que estar en la Unión
Europea y tener una moneda común significaba cosas decisivas que era necesario
hacer. Cosas que sólo se podrían hacer si se explicaba con claridad por qué
eran necesarias.
En
concreto, la moneda única significaba:
Aceptar que la
soberanía económica sería, a partir de entonces, compartida, lo que implica
adoptar acuerdos de disciplina fiscal que no puedan romperse sin causar daños
graves sobre el propio país y sobre los demás socios;
Significaba que
todas las Administraciones Públicas quedan vinculadas por esos compromisos y
que tienen que asumir toda una filosofía económica que es incompatible con la
laxitud en el manejo del dinero público y que exige hábitos de austeridad y de
transparencia.
Y significaba
transformar nuestro modelo de Estado del Bienestar y nuestra economía de manera
que sea posible tomar parte activa en el nuevo escenario europeo de modo
seguro, sin convertirnos en un problema para nadie; ayudando a Europa a
alcanzar una nueva posición en el contexto mundial, más responsable, más
decidida y más útil. Y que, por supuesto, España participe
en el diseño y se beneficie de esa nueva situación.
Todas
esas cosas eran necesarias porque sin ellas era imposible para España recuperar
el crecimiento y el empleo, y tener peso en Europa.
La
victoria del Partido Popular en el año 1996 permitió poner en marcha ese gran
acuerdo nacional; un proyecto de país que fue refrendado en las elecciones del
año 2000 y que en lo fundamental funcionó y produjo los efectos deseados.
Fue
el nuevo Gobierno popular quien lo lideró, pero fue sobre todo un impulso de la
sociedad española, que logró sacudirse la resignación y el fatalismo para
encarar una profunda transformación que nadie le impuso y que ella misma
eligió.
Los
Gobiernos que presidí ni hicieron España ni hicieron Europa, pero buscaron, y
creo que encontraron, un buen lugar para una buena España en una buena Europa.
Y eso es exactamente lo que ahora nos falta.
Durante
años pareció existir en Europa un compromiso responsable y duradero basado en
la apertura al mundo, en la promoción universal de los derechos humanos y en la
libertad económica. Y parecía existir también un firme consenso español para
que nuestro país fuera un socio destacado de ese proyecto europeo.
Lo
parecía. Sin embargo, pronto tuvimos oportunidad de comprobar que dentro y
fuera de nuestro país existían fuerzas que no iban a aceptar los cambios
fácilmente. Que estaban dispuestas a hacer depender el bienestar y la seguridad
de nuestras sociedades de las mismas ideologías insolventes de siempre.
En
el año 2003 las tres bases fundamentales del progreso europeo fueron quebradas
casi simultáneamente.
Primero,
se produjo una ruptura temeraria del vínculo atlántico, que fracturó también a
la Unión Europea. Hoy se ve lo ridículo y peligroso de la pretensión de hacer
de Europa un contrapoder a los Estados Unidos. El daño aún no ha sido reparado.
Segundo,
se liquidó del Tratado de Niza, que, después de complejas negociaciones,
permitía ordenar razonablemente la ampliación de la Unión y reconocía a España
un peso muy importante en las instituciones europeas, peso que luego ha perdido
sin contrapartida alguna. El fallido proceso pseudo‐constituyente
que lo siguió ha tenido paralizada la Unión Europea durante años.
Tercero,
se abandonó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento originario, que daba sentido
a la Unión Monetaria y hacía posible la moneda común. La consecuencia de esta
ruptura ha sido llenar Europa de riesgos sistémicos.
El
socialismo español, ya desde antes de 2004, se apuntó con entusiasmo a todos
los errores cometidos por quienes pusieron en crisis el vínculo atlántico,
quebraron el Pacto de Estabilidad y alentaron un fallido proceso constituyente
en Europa. Y aunque hoy nos parezca una broma, a esto le llamaban “volver al
corazón de Europa”.
Íbamos
a ser los primeros de Europa, pero hoy tenemos una generación de jóvenes que se
da ella misma por perdida para el empleo, que no tiene confianza en que España
le vaya a dar oportunidades y que empieza a pensar en la emigración como una
forzada alternativa de futuro.
En
estas circunstancias, tenemos la obligación de recordar a todos, pero
especialmente a los jóvenes, que España ya fue capaz de superar el legado de
otro Gobierno socialista. Debemos animarles a que no acepten la resignación que
se les pide. Debemos decirles que no tienen que resignarse a ser las víctimas
de la crisis sino que están llamados a ser los protagonistas de la
recuperación. Que no olviden que la resignación es la receta de todo socialismo
en crisis.
La
historia de España se ha utilizado demasiadas veces para justificar el
pesimismo. Pero nuestra Historia reciente acredita que juntos hemos vivido un
largo periodo de confianza, de ambición compartida y de éxito en común.
Porque
los jóvenes deben saber que la España de hoy no es la única España posible. Que
padecemos un mal Gobierno, pero que formamos parte de un gran país.
Ha
llegado el momento de sacudirnos el peso que nos impide recuperar la confianza
en un proyecto común de prosperidad. Ese peso, hoy, se llama socialismo. La
mayoría de los europeos ya lo han hecho.
De
nuevo es necesario convocar a los españoles a un gran proyecto nacional de
recuperación, de regeneración y de reformas. En esto, ni hay milagros ni hay
atajos. No los hubo ni tampoco los hay.
La
dimensión de la tarea que espera a quienes van a asumir el Gobierno de España,
el Partido Popular, es inmensa. Ni hay proyecto que continuar ni activos que
administrar. El próximo Gobierno va a recibir la peor herencia institucional,
política, económica y social que haya recibido un gobierno democrático en
España.
Eso
nos emplaza como país, a todos, a una tarea cívica de primera magnitud:
Recuperar
y prestigiar los consensos políticos básicos; recuperar el valor normativo de
la Constitución y el respeto a las leyes; poner fin a la centrifugación
empobrecedora del Estado y restablecer su papel vertebrador de la sociedad como
garante de la igualdad y la cohesión entre los españoles.
En
definitiva, necesitamos restablecer la confianza, el vigor y la plenitud de las
instituciones; restaurar la cohesión de la sociedad española, e incluso, me
atrevo a decir, un cierto sentido de fraternidad entre los españoles, sin los
que no es posible esfuerzo colectivo alguno ni rescatar los consensos
imprescindibles.
En
mi opinión, sólo sobre esta base será posible poner en marcha una agenda nacional
para la recuperación económica y social, que no podrá dar frutos sin el
compromiso y la colaboración de todos.
La
recuperación exige modernizar España. Y modernizar significa lograr que el
precio que los españoles ya están pagando por la crisis deje de ser inútil,
como lo es ahora; significa transformar el sufrimiento en un esfuerzo
compartido para una regeneración nacional comprensible y mayoritariamente
querida.
Con
la excusa de que no hay otra política posible, lo que el actual Gobierno pide a
los españoles no es que se sacrifiquen sino simplemente que sufran. Que sufran
las consecuencias de su política, porque desgraciadamente el esfuerzo de los
españoles, en manos de los socialistas, ni ha servido ni servirá para nada.
Estamos
abocados de inmediato a una limitación de lo que podemos esperar del Estado.
Pero que el Estado tenga que limitar su protagonismo económico y social no debe
dejar tras de sí un espacio de incertidumbre y de inquietud para los más
desprotegidos.
Por
el contrario, esta limitación de lo que podemos esperar del Estado nos debe
llevar a una sociedad más fuerte y virtuosa, dispuesta a recobrar un territorio
del que había sido desplazada por una confianza ilimitada en el paternalismo
estatal.
La
imprescindible reforma del Estado del Bienestar debe dejar espacio a una
vigorosa Sociedad del Bienestar abierta a todos.
Sólo
si volvemos a hacer de España una nación bien articulada, podremos defender
nuestro interés nacional, y recuperar nuestra posición internacional entre las
grandes democracias. Porque para tener ambiciones nacionales primero hay que
tener una nación y creer en ella.
Este
gran proyecto nacional de regeneración y reformas sólo puede ponerlo en marcha un
Gobierno reformista. Y lo que ahora tenemos no es un Gobierno reformista sino
un Gobierno transformista que se resiste a abandonar el escenario. Un Gobierno
que se niega a reconocer que ha llegado la hora de la alternativa.
Hoy,
como en 1996, las reformas y la modernización de España sólo tienen un camino,
que es el Partido Popular. Creo sin reservas en la capacidad de Mariano Rajoy
para dar respuesta a estos desafíos. Bien los conoce porque bien sabe lo que es
hacerse cargo de una herencia socialista y poner de nuevo en marcha el país. El
proyecto político del Partido Popular es hoy la esperanza de regeneración que
comparten cada día más españoles.
Todos
los españoles son necesarios para realizar este proyecto de regeneración. El
desafío es realmente de alcance histórico para España porque hoy estamos aún
peor que en 1996.
No
se puede ocultar la trascendencia de esta encrucijada. Hay un camino conocido
que nos lleva al éxito, y otro, igualmente conocido, que siempre tiene el mismo
final: paro, retroceso social y deterioro institucional. No podemos ahondar en
el error.
Cuando
se es consciente de la trascendencia de esta encrucijada se entiende hasta qué
punto nuestro debate público actual, perdido en discusiones inverosímiles e
incomprensibles, debe terminar de ser lo que es y comenzar a ser lo que tendría
ser.
Tenemos
la seguridad de haberlo hecho. Podemos tener también la confianza de que lo
haremos de nuevo.