CUATRO AÑOS POR DELANTE
Artículo de Rafael L. BARDAJÍ y Florentino PORTERO en “La Razón” del 19/11/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
En los últimos dos años varias naciones han
desarrollado una política diferenciada de los Estados Unidos. Pero han actuado
de manera distinta a la que ha escogido el Gobierno español. Lo han hecho sin
abandonar la prudencia y las buenas formas. Los excesos retóricos y los gestos
gratuitos de hostilidad del gobierno Zapatero han creado una atmósfera en la que
será más difícil y costará mayores esfuerzos recomponer las relaciones. Si eso
fuera un problema personal del Sr. Zapatero nadie tendría nada que decir al
respecto. Lo malo es que ahora es un problema nacional de España.
El actual presidente del Gobierno español declaró el pasado marzo: «Creo que
Kerry va a ganar. De hecho, quiero que Kerry gane» («The Guardian»). Siguiendo
su intuición Zapatero avanzó: «No iré a la Casa Blanca antes de 2005». La
imprudencia es un rasgo inconveniente en las relaciones exteriores. Es obvio que
Zapatero creía que Bush iba a perder. E imaginaba, además, que el candidato
demócrata sería otra cosa. Quizá hubiera debido prestar atención a la
declaración del senador Kerry, reclamándole solidaridad en Iraq y que
reconsiderase la retirada unilateral de las tropas españolas de ese país. Pero
no fue así. Debería haber pensado en la posibilidad de que su intuición le
fallase y que Bush saliera reelegido. Pero no lo hizo. Debería haber pensado,
sobre todo, que como político es muy libre de jugárselo todo a una carta, pero
que una nación como España no puede permitirse ese riesgo. Precisamente porque
ya tiene demasiados riesgos. La lista de equivocaciones es larga y bien
conocida: desde promover públicamente la deserción de la coalición internacional
en Iraq al impulso de una política del no en el seno de la OTAN, donde España
rechazó que esta organización se implicara en el entrenamiento de las fuerzas
iraquíes. O, más recientemente, la posición contraria a que se unificaran las
misiones en Afganistán para gestionar mejor sus recursos, pasando por el amparo
a las altivas declaraciones de sus ministros, como las de Bono, quien explicó la
retirada de la bandera americana en el desfile del 12 de octubre, porque «España
no se arrodilla», o las de Moratinos, atribuyéndose el papel, debidamente
desmentido, de enviado especial de Washington para Oriente Medio. Y, finalmente,
las aplaudidas declaraciones de altos mandos militares sobre el coste político
de la relación bilateral con Norteamérica. Y esto es sólo la parte visible. En
realidad, esta actitud de Zapatero ha creado tantos problemas que sólo puede
explicarse por una total despreocupación por el entorno internacional o porque
estaba confiado de que cuanto le hiciese a Bush sería más tarde recompensado por
una victoria electoral de su rival demócrata. Esto es, que el daño que le
infligiera a las relaciones bilaterales con EE UU en este su primer año de
gobierno podía ser contenido y superado una vez Bush no estuviera ya en la Casa
Blanca. Pero sus cálculos han fallado y Bush seguirá otros cuatro años.
La España de Zapatero intentó encontrar consuelo como apéndice del eje
franco-alemán en lo que considera es su lugar natural. Pero ahora que Bush
sigue, franceses y alemanes han hecho más obvios sus intentos de acomodo, cuando
no acercamiento a Washington. Y lo tendrán más fácil que España, porque a sus
dirigentes se les recuerdan desencuentros, pero no descortesías. En los días
previos a la intervención en Iraq, Zapatero preconizaba la marginación
internacional de los EE UU. Era poco probable que algo así ocurriera. Más
probable era lo que ha sucedido: la que hoy está marginada –y no por los EE UU–
es España.
El Gobierno de los socialistas españoles ha negado a la ONU su papel en la
estabilización y reconstrucción de Iraq; ha intentado meter una cuña en el
consenso de la UE sobre las sanciones a Cuba, que las quiere suavizar si no
levantar del todo; ha autorizado la declaración de su partido de que Taiwán debe
ser reintegrada en la China Popular, aunque para ello se la obligue a prescindir
de su libertad y democracia. Los frutos del enganche al carro franco-alemán
están todavía por ver y su incipiente relación con el Gobierno de Blair ya ha
dado como resultado el abandono de las posiciones tradicionales, incluso del
PSOE, sobre el contencioso sobre Gibraltar, reconociendo a los gibraltareños
como interlocutores válidos y concediendo no discutir sobre la soberanía de la
Roca. Sin duda lo que tendrá consecuencias más gravosas es la negociación a la
baja del Tratado Constitucional Europeo, en la que se abandonó el poder
institucional conseguido por España en Niza. Sentimos reafirmarnos: la España de
hoy es una España menguante, y cada vez más (vid. Papeles FAES nº 2).
No hay nada irreversible en materia de relaciones internacionales. No hay que
apurar el tópico para darse cuenta de que no existen amigos permanentes, sino
intereses permanentes. Lo que ocurre es que los intereses de España –en general,
los de Europa– y los de EE UU son idénticos. Ambos tenemos un mismo sistema
democrático, con valores comunes y expresiones políticas y sociales similares.
Ambos tenemos que afrontar una amenaza del terrorismo totalitario que se dirige
contra aquellos rasgos civilizados que compartimos. Zapatero debería dar pasos
constructivos para restablecer la condición de países fuertemente aliados. Y
puede hacerlo. Posiblemente deberá dar un giro rotundo a su política
internacional. Pero es sabido que la coherencia no es algo sagrado para este
Gobierno. Y desde luego la situación no va a cambiar gracias a un telegrama de
felicitación.
Afortunadamente hay varias fichas que el presidente español podría mover si
de verdad quiere evitar que la relación con América se deteriore aún más. Por
ejemplo: España debería cumplir con la resolución 1541 de las ONU y plantearse
de verdad contribuir a la estabilización de Iraq. Mientras los soldados
americanos y de la coalición sigan trabajando por un Iraq democrático, España no
mejorará su imagen si se mantiene al margen. Igualmente, España debería sumarse
a la iniciativa para detener los planes de nuclearización iraníes, como ejemplo
de su compromiso sincero contra la proliferación. España debería impulsar la
Iniciativa del Gran Oriente Medio, como prueba de su voluntad de erradicar las
verdaderas causas del terrorismo islámico, el despotismo de los regímenes
árabes, el fanatismo religioso y el odio hacia nuestros valores. España también
debería promover una Europa compatible con América, una Europa sólidamente
enraizada en su dimensión atlántica, y no una Europa que aspire a construirse
como contrapeso a los EE UU. Y ya puestos, el Gobierno podría ahorrarse esos
gestos tan poco favorecedores. En síntesis, menos retórica de la «alianza de las
civilizaciones» y más ejercicio práctico de la Alianza Atlántica. Y es que la
firmeza frente al terrorismo, la transformación del Oriente Medio y el mundo
musulmán, la lucha contra la proliferación de armamento, y la expansión de la
economía de mercado y la democracia son los temas clave de la agenda política de
los próximos años. Y son temas impulsados por los EE UU y sus aliados. Zapatero
puede ahora optar entre cooperar en todos ellos, porque tiene las capacidades
para poder hacerlo si quiere, o quedarse al margen. El problema de esta última
opción no es que él se quede al margen, sino que nos deja a todos los españoles
al margen. Al margen al que nos ha llevado inútilmente en estos pocos meses.
Rafael L. Bardají es director de estudios de política internacional en FAES y
Florentino Portero es analista del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES)