LA HORA ESTELAR DE LOS COBARDES

 

 Artículo de MIKEL BUESA, Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid,   en  “ABC” del 20/12/04

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

AUNQUE el curso de los acontecimientos se desenvuelve a veces con vertiginosa velocidad y da lugar a una efímera persistencia de su recuerdo, lo que no es sino la antesala de la desmemoria, conviene de vez en cuando volver a su evocación para no perder el rumbo de la política correcta y evitar así que la acción partidaria se resuelva en un cúmulo de despropósitos oportunistas.

En poco más de año y medio hemos visto así que, tras la ilegalización de Batasuna y su inclusión en las listas internacionales de organizaciones terroristas, el presidente del Parlamento vasco, acompañado de algunos de los miembros de su mesa de portavoces, en un acto que podrá llegar a ser invocado como el preludio de la insurrección, declaraba su insumisión a las resoluciones del Tribunal Supremo negándose a dar efecto a la disolución de ese partido. No es de extrañar en una persona que, según escribió en cierta ocasión, teme que los batasunos «nos retiren definitivamente el uso de la palabra».

Después vino el lehendakari Ibarretxe a presentar el texto articulado del plan que lleva su nombre -cuyo anuncio como promesa de paz y de progreso, se había producido un año antes-, revalidando de esta manera el viejo pacto de su partido con ETA y mostrando que pueden asumirse los objetivos secesionistas de la banda terrorista presentándolos, con toda desfachatez, como el comienzo de una nueva relación amable entre Euskadi y España. El presidente del Gobierno vasco temía perder, seguramente, los réditos políticos que, para el nacionalismo, se han derivado del ejercicio de la violencia, dentro de ese marco de división del trabajo que, con certera precisión, llegó a definir Arzalluz con su teoría del «árbol y las nueces». Ventajas políticas fueron también las que, unos meses más tarde, buscó el líder de ERC al concertar con ETA la creación de una zona libre de atentados en Cataluña. El miedo de los catalanes a sufrir los devastadores efectos del terrorismo quedaba así mitigado, produciendo de paso una sustanciosa renta electoral.

Más tarde nos enteraríamos de que los miembros de la que, con evidente exageración, ha sido denominada, por los gobernantes nacionalistas, como «cúpula gastronómica vasca», se encuadraban en el grupo de los que han cedido a la extorsión etarra. Esos mismos gobernantes los equipararon a las demás víctimas de ETA -sin que éstas, muertas o heridas, entre otras cosas, gracias al dinero aportado por aquellos, pudieran oponer nada a semejante asimilación-, destacando que el miedo de esta elite cocineril justificaba suficientemente su comportamiento.

Sería en este ambiente tan proclive a disculpar el colaboracionismo con las organizaciones terroristas, en el que, ya muy recientemente, Batasuna trató de recuperar la iniciativa en un intento de paliar su pérdida de papel político, convocando un mitin vacío de mensajes novedosos en San Sebastián. Y entonces llegó la apoteosis: todos los que deseaban ser marcados con la señal de Caín para que ETA no los mate, se apresuraron a practicar la exégesis de tan trascendente acontecimiento para clamar por un retorno al estatus anterior a la aplicación de la ley de partidos e incluso a la suspensión decretada por el juez Baltasar Garzón en agosto de 2002. Así lo hicieron, entre otros, el alcalde socialista de esa ciudad, los portavoces del gobierno regional, los dirigentes nacionalistas vascos y catalanes, y también los máximos representantes de la izquierda comunista. Más aún, no contentos con semejante pretensión, rozando la alabanza del crimen, pasadas dos semanas, mostraron su simpatía, su afinidad, su fascinación por la violencia, acogiendo con calurosa amabilidad a los dirigentes de Egunkaria, los últimos procesados por un delito de asociación ilícita subordinada a ETA. Y, así, se pudo ver al lehendakari Ibarretxe recibiéndolos en la sede de la presidencia vasca, a los portavoces de los grupos nacionalistas y de Izquierda Unida prestándoles las dependencias del Congreso de los Diputados para su propaganda, al cesado Arzalluz presidiendo la delegación que los acompañaba a la Audiencia Nacional y, redondeando la faena, a la Diputación Foral de Guipúzcoa concediendo a uno de ellos su premio a quienes mejor defienden los Derechos Humanos.

Este delirio, este frenesí inducido por el miedo marca la hora estelar en la que los cobardes pretenden hacer de su pusilanimidad un valor moral que sirva de guía al conjunto de la sociedad. Pues no puede olvidarse que, como desde su experiencia de pensador y soldado señaló Glenn Gray, «los cobardes son los que mejor entienden la psicología del miedo». Son ellos los que ahora nos dicen que debemos claudicar ante el terrorismo, que es mejor negociar con los que hacen de la violencia su instrumento de acción política, que salvemos la vida a cambio de la libertad. Y lo hacen porque, como añade el mencionado autor norteamericano, a ellos «les falta, ante todo, la sensación de estar unidos a sus semejantes; ...son incapaces de comprender que otros valores pueden igualar o superar al de su propia vida, ...como el deber, el honor o el respeto de los amigos».

La cobardía se adueña así, de manera creciente, de la sociedad española. En ella, se admite cada vez más que el miedo disculpa a los que ceden al pillaje del terrorismo nacionalista, a los que conciertan con él su salvación particular a cambio de favores políticos, a los que ejercen la insolidaridad mirando hacia otro lado para no percibir los letales efectos de la violencia, a los que alegan su ignorancia para no tener que enfrentarse ante la evidencia del crimen. La cobardía se está configurando, paradójicamente, como uno de los valores mejor aceptados por los españoles que buscan su guía moral, de una u otra forma, no sólo en las fuerzas políticas nacionalistas, sino también en las de la izquierda. Estas últimas se muestran cada vez más alejadas de la vieja tradición republicana; esa tradición que el francés Jean Laffitte supo reflejar en sus observaciones sobre los anarquistas, socialistas y comunistas deportados en Mauthausen, cuando señaló que «un español que tenga una necesidad, sea cual sea, cuenta con la ayuda de los demás españoles», antes de añadir que «todos los españoles se deben entre sí ayuda y asistencia, según el principio por el cual quien ataca a un español agrede a todos los españoles», y de concluir que, entre aquellos desterrados cuya ejemplaridad hoy se reconoce universalmente, sólo se despreciaba a «dos clases de hombres: los cobardes y los traidores».

Por todo ello, si se quiere evitar que de manera definitiva en España se pierdan los valores morales que nos han permitido llegar a ser una de las naciones más antiguas de Europa, se hace necesario poner freno al avance invasivo de la cobardía. Para esta tarea la izquierda está llamada a recuperar su viejo latido solidario e insertarlo, superando definitivamente el oportunista discurso del enfrentamiento civil entre los españoles, en el marco constitucional hoy vigente. Algo que ya ha hecho la derecha, dando en esto un ejemplo que no puede negarse, al depurar, dentro de ese mismo marco, la doble tradición cristiana y liberal de la que ha sido heredera.