EL HOMBRE CON EL FRENO DE MANO ECHADO
Artículo de Jesús Cacho en “El Confidencial.com” del 24 de mayo de
2009
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web
El formateado es mío (L. B.-B.)
Una
de las más llamativas paradojas de nuestro tiempo consiste en comprobar cómo un
Gobierno sitiado por un ejército de parados que no deja de crecer, es capaz de
trasladar los problemas al partido de la oposición que diariamente copa
portadas, columnas y análisis varios, mientras el Ejecutivo, directo
responsable de la mayor crisis económica de nuestra reciente Historia, transita
de puntillas por el drama, casi de incógnito. La frustración es evidente entre
la militancia popular. Se palpa con solo rascar un poco en el almario de los
cientos de miles de militantes. Su partido no acaba de arrancar en las
encuestas, no termina de despegar, víctima de los traumar heredados del pasado
y de la peculiar idiosincrasia de su líder del momento.
En
partidos con estructura tan jerarquizada como los españoles, la formación, el
talante, la calidad humana del líder imprime algo más que carácter. Nuestros
partidos han dejado de ser agrupaciones democráticas cuyo fin último reside en
mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, para convertirse en gigantescos lobbies
o grupos de interés y de presión, en los que, dentro de una pirámide de mando
perfectamente delimitada, se gana la vida una elite endogámica que vive a la
sombra del gran jefe. No cuentan las instituciones. No hay sociedad civil. No
hay intelectuales. Cuenta el líder, de quien depende la suerte de todos y cada
uno de los miembros del clan. En ausencia de instituciones democráticas, es el
líder quien distribuye premios y castigos de acuerdo con su humor cambiante.
Y el
líder puede ser un personaje lenguaraz y desvergonzado, un caradura simpático
capaz de decir una cosa y su contraria sin pestañear, pero implacable con su
propia gente en el manejo de la maquinaria de Poder del partido, o un blando,
un tipo huidizo y reservón, un buen hombre que seguramente nunca ha llegado a
creerse su papel. Es muy posible que alguien que carece de eso que Hobbes denominó “un perpetuo e insaciable deseo de poder y
más poder, que cesa solo con la muerte”, fuera una bendición de los dioses como
Presidente de una democracia formada por ciudadanos libres y honestos, pero en
un sistema de corrupción como el español, donde lo que importa es el manejo del
BOE como plataforma desde la que mejorar a los amigos, una personalidad como la
de Mariano Rajoy puede ser un gran fiasco. El candidato del PP sigue
suspendiendo su asignatura más importante: la de hacer realidad un partido de
derecha de nuevo cuño, un partido liberal sin adherencias franquistas, laico y
reñido con la corrupción, capaz de satisfacer las aspiraciones de las clases
medias cultas de la sociedad española.
En
esa tarea modernizadora, el de Pontevedra perdió de forma lamentable la primera
legislatura Zapatero (2004-2008). En su descargo se arguye que no tenía el
control de los resortes del poder interno, en manos de Aznar y de su gente. Lo
reconoció abiertamente el 11 de marzo de 2008, dos días después de su
última gran derrota, cuando anunció que seguía en la carrera pero “con un
equipo propio”, ergo el que tenía se lo habían impuesto. Perdió la primera
legislatura Zapatero, repito, y lleva camino de hacer lo propio con la segunda.
Con cuatro millones y pico de parados, el Gobierno ZP le plantea constantes
desafíos legislativos en el terreno de los valores morales (tal que el aborto)
a los que el PP no sabe responder, mientras le siembra el campo de minas con
reiterados casos de corrupción con los que la maquinaria policial al servicio
de Interior nutre a los jueces, generalmente siempre al mismo juez. Y ahí está
Rajoy, corriendo cual pollo sin cabeza o escondiendo la testuz tras el
burladero de Génova. Esperando que el tiempo resuelva sus cuitas.
El
caso es que Mariano no sabe cómo reaccionar en términos políticos ante esa
avalancha de casos de corrupción que actúa cual peso muerto que impide al
partido levantar con alegría el vuelo electoral. Corrupción nueva y tragedias
viejas como la del Yak 42, con un Trillo que no debería seguir un día más en la
vida pública. Mariano se enroca. Mariano camina con el freno de mano
echado. Unos le acusan de falta de liderazgo, y otros le disculpan diciendo que
es tan buena gente que se niega a estigmatizar a nadie antes de que se
pronuncie la Justicia. Pero hay también quien sitúa esa inacción en el terreno
del puro cálculo personal. A fuer de sinceros hay que reconocer que no le ha
ido tan mal la estrategia de darle hilo a la cometa. Los potenciales candidatos
a desplazarle de la cúpula de Génova están muertos o muy malitos: Camps –que sí, que el Grupo Prisa es el diablo, pero el
prócer sigue sin presentar las facturas de los trajes- ha recibido un misil en
plena línea de flotación, mientras Esperanza Aguirre vuela con plomo en sus
garbosas alas de dama de hierro ibérica. Queda Gallardón, que espera heredar
más pronto que tarde, convencido en su soberbia de que la Moncloa no podrá
resistirse a inteligencia tan preclara y verbo tan florido. Otra desgracia
colectiva en ciernes.
El
agotamiento del sistema de partidos
El
resultado de la incapacidad de Rajoy para responder con lucidez y contundencia
a los desafíos del momento deja huérfanos de opción política a esos cientos de
miles de españoles de clase media culta para quienes Zapatero es simplemente un
insulto a su inteligencia, millones que desearían votar a un partido capaz de
interiorizar de una vez por todas la vieja Declaration
des Droits de l’homme et du
citoyen, de 26 de agosto de 1789 -el incorruptible Robespierre al aparato- pero que se niegan a votar a un club
de caciques regionales, festoneado de vulgares chorizos de pelo engominado al
estilo Correa. A menudo da la impresión de que, más que en esa indisciplina que
en política llevó acarreada la Modernidad, parte de la derecha española sigue
anclada en la España de Fernando VII, un tirano que juró como heredero de la
Corona justo el día (septiembre de 1789) en que en Francia despertaba la
Revolución. Aquella incapacidad, en fin, provoca al tiempo un profundo
desaliento entre la masa de militantes anónimos que dedican su tiempo al
partido gratia et amore, con la única recompensa
esperada de poder caminar por la calle con la cabeza bien alta y sin
avergonzarse.
Dicho
lo cual es muy posible, con todo, que Mariano Rajoy gane las generales de 2012
–si es que el deterioro de la situación sociopolítica no fuerza a ZP a convocar
antes- y se vea en la tesitura de tener que asumir el Gobierno de la nación.
Llegados a este punto, no pocos lectores habrán concluido ya que este ejercicio
descriptivo de la situación de la derecha es en vano. El problema no es el PP.
O no es solo el PP. La situación es idéntica en el PSOE, si bien camuflada
ahora por el usufructo del Poder. Es la consunción de un sistema de partidos
que hace tiempo renuncio a la regeneración democrática. Es una crisis global,
por supuesto económica, pero fundamentalmente política y de valores. Crisis de
agotamiento del régimen salido de la transición. El traje, perdón por la
metáfora, que nos dimos entonces se ha quedado pequeño. Las elites políticas
–en Madrid y en la periferia nacionalista-, grandes beneficiarias del Estado de
corrupción en que vivimos, se sienten a gusto en él, indiferentes a la miseria
moral que despide el espectáculo y hace desertar cada día del sistema a miles
de españoles dispuestos a refugiarse en la indiferencia y el desencanto.
Con
una Justicia enseñando diariamente las vergüenzas de su absoluta politización
(lamentable espectáculo el protagonizado por Constitucional y Supremo esta
semana), y unos medios de comunicación en quiebra, cuyo futuro depende de las
ayudas de un Gobierno que ya imploran sin el menor recato, la situación
española en lo que a la calidad de la democracia se refiere se aproxima a pasos
agigantados a la que en Argentina ha impuesto el matrimonio Kirchner. Quien no
está a bien con el Gobierno, es hora de que empiece a pensar en cambiar de
aires. Es muy posible que, como demuestra lo ocurrido en el Parlamento
británico, -en Westminster no se veía cosa igual desde 1689, año en que
aristocracia y burguesía se conjuraron para acabar con las aspiraciones
absolutistas de Jacobo II, inaugurando la monarquía parlamentaria de la persona
del príncipe Guillermo de Orange- el mal no sea exclusivamente español. Pero
allí tienen el consuelo al menos de haber podido disfrutar de una democracia
cuasi ejemplar durante siglos, mientras la nuestra se ha agostado a poco de
brotar, mostrando con apenas 30 años sus peores mañas sin haber desplegado casi
ninguna de sus ventajas.
Una
crisis que tendrá consecuencias políticas
La
crisis del sistema ya estaba ahí, larvada, desde hace tiempo, al menos desde la
crisis de los años 92/93. Ocurre que el crecimiento de los últimos 12 años ha
ido tapando todas sus miserias a golpe de crédito al consumo. Cuando la marea
del dinero fácil se ha retirado, sobre el fango de la playa chapotean los
cadáveres de millones de ilusiones perdidas. El sistema salido de la transición
está muerto, aunque, como ocurre con el protagonista de cierta famosa película,
sus beneficiarios no lo sepan o finjan ignorarlo. Es difícil, por no decir
imposible, que la crisis sistémica que estamos padeciendo no tenga
consecuencias políticas. Las tendrá. Hasta el propio
Monarca se dice preocupado: “Hace tiempo que le vengo diciendo que hay que
tener cuidado, que esto viene mal, que la situación del sistema financiero es
muy apurada, particularmente las Cajas, que yo hablo con mucha gente, pero este
optimista ignorante (sic) me replica que no, que ni hablar, Señor, que
exageran, que no es para tanto y que no me preocupe…” (Juan Carlos I, hace
escasas semanas, a un visitador nocturno del palacio de La Zarzuela).
Al
hablar de consecuencias políticas no me refiero a un simple cambio de Gobierno
en el actual sistema de alternancia PSOE-PP, sino a algo más. La Historia,
también la nuestra, está llena de ejemplos de pueblos que se acostaron mansos y
una mañana se levantaron inesperadamente bravíos. Con razón Madame de Staël escribió que “si el Rey de Francia [Luis XVI] no
hubiera tenido en sus finanzas un desorden que le obligaba a solicitar la ayuda
de la nación, quizás la Revolución se hubiera retrasado un siglo”. Habrá que
ver lo que pasa después del próximo verano, para empezar a calibrar la
profundidad del cambio que se avecina.