DE CHURCHILL A ZP: VIAJE A LAS ANTÍPODAS

Artículo de Jesús Cacho  en “El Confidencial.com” del 07 de marzo de 2010

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

Me regalan la biografía que Paul Johnson (Tiempos Modernos, La Historia de los Judíos, Intelectuales) acaba de publicar sobre Churchill (Viking Penguin, 2009), obrita deliciosa de apenas 170 páginas que se lee de un tirón sobre el que sin duda fue uno de los hombres de Estado más relevantes del siglo XX (“No man did more to preserve freedom and democracy”, según el propio Johnson), y que incluye el relato del que pasa por ser más importante debate habido en el Parlamento británico en todo el siglo pasado, el “Norway debate”, la sesión celebrada en los Comunes el 7 y 8 de mayo de 1940, tras el fracaso del cuerpo expedicionario británico enviado para auxiliar a la Noruega invadida ya por Hitler. En tan solemne ocasión, el viejo liberal Lloyd George   (“The man who won the First World War”), pronunció su último discurso pidiendo la cabeza de Neville Chamberlain por su pésima dirección de la guerra: “No se trata de saber quiénes son los amigos del primer ministro, sino de una cuestión mucho más importante. Nos ha pedido un sacrificio y la nación está dispuesta a hacer cualquier sacrificio siempre y cuando haya un líder, siempre y cuando el Gobierno demuestre con claridad cuáles son sus objetivos (…) Afirmo solemnemente que el primer ministro debería dar un ejemplo de sacrificio, porque nada puede contribuir más a ganar esta guerra que su renuncia al cargo”.

Más dramática aún fue la intervención del conservador Leo Amery, lanzando un feroz ataque contra su propio líder y pidiendo un Gobierno de unidad, en un discurso que terminó con una conocida cita de Cromwell: “No obstante lo bueno que hayas podido hacer, has permanecido sentado demasiado tiempo. Lárgate, digo, y deja que te demos por terminado. En el nombre de Dios, vete…!”  Una imprecación que 50 años después alcanzaría enorme eco sobre la piel de toro con aquel “Váyase, señor González” salido de la boca de Aznar. La debilidad de Charberlain, su buenismo, su pacifismo a ultranza, puso al mundo libre al borde del desastre.  “Paz para nuestro tiempo”, dijo el pavo a su vuelta a Londres, agitando desde la escalerilla del avión el acuerdo alcanzado en Munich. En realidad, con la división de Checoslovaquia había sacrificado el destino del mundo libre a las fauces insaciables del tirano, siempre dispuesto a mofarse de cualquier tipo de appeasement. También Gran Bretaña vivió en los años treinta su ola de pacifismo. El entonces líder laborista George Lansbury llegó a escribir que “cerraría las oficinas de reclutamiento, disolvería el Ejército y desarmaría a la RAF. Aboliría la terrorífica maquinaria de guerra y le diría al mundo: sé todo lo malo que puedas”. Pero los grandes países producen grandes hombres de Estado cuando el dramatismo de la situación lo reclama. Dos días después de aquel debate, Churchill era investido primer ministro con plenos poderes para dirigir la guerra.

 

Su genio imperecedero salvó a la Gran Bretaña y al mundo libre (“Diré a la Cámara lo que he dicho a quienes se han incorporado al Gobierno: no puedo ofrecer más que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”. Terminada la guerra se retiró a su finca de Chartwell –su botella de champán (unas 20.000 trasegadas a lo largo de su vida) y sus 12 habanos diarios-, después de que sus compatriotas le volvieran la espalda en las elecciones de 1945, ganadas por el laborista Attlee. Algunos han alabado la sabiduría del votante británico: quién les había conducido en la guerra no era el más adecuado para liderarlos en la paz. Las comparaciones con la situación española son obvias, por sideral que parezca la distancia que nos separa de aquel país a punto de sucumbir ante el horror nazi. Hecha la salvedad, es evidente que también España está aquí y ahora reclamando la aparición de esos grandes líderes, ese gran hombre de Estado capaz de sacarla del atolladero en que se encuentra. Porque, lejos de una amenaza exterior de la arboladura comentada, el país se enfrenta a una de esas encrucijadas históricas que cada medio siglo se presentan ante una nación para determinar su futuro inmediato. El problema español viene marcado por una crisis, quizá terminal, del sistema político salido de la transición; por un fallo múltiple del Estado autonómico que entonces nos dimos, incapaz de servir los intereses colectivos por encima de las miserias de la elites políticas regionales, y por una crisis económica de dimensión desconocida, que se prolongará, temen los expertos, en una década de estancamiento al final del cual todos seremos mucho más pobres. España es un país enseñoreado por una corrupción galopante, incapaz de ofrecer alternativas de futuro a sus generaciones jóvenes y, por tanto, enfrentado a un horizonte de creciente decadencia.  

Por ningún lado se perciben esos líderes capaces de ponerse al timón de la nave, pregonar los sacrificios necesarios y embarcar a los ciudadanos en un gran proyecto de regeneración colectivo. Aunque la responsabilidad principal en la última etapa de la crisis política- que no económica, o no solo económica- que vivimos corresponde al Gobierno socialista, todo es medianía a derecha e izquierda. Todo cortoplacismo. Todo quítate tú para ponerme yo. Cualquier signo de grandeza ha sido aquí sacrificado en el altar del uso y abuso del poder con fines partidarios. Zapatero encarna como nunca nadie el gran viaje español hacia la marginalidad y la pobreza. Perfecto anti Churchill, es el Charberlain que a los españoles nos ha tocado en suerte, un mentecato que ha demostrado desconocer algunas de esas verdades elementales que todo padre de familia entrado en sazón practica en la gobernación diaria de su propio hogar.

Encerrado en la torre de su egolatría, (“no escucha a nadie; solo hace caso a lo que le dice Cándido Méndez”, asegura un miembro de la Oficina Económica en Moncloa), el edificio de la Presidencia empieza a lucir grietas que amenazan ruina, como perfecta metáfora de la situación de ese edificio mayor que es la nación entera. La situación de la vicepresidenta De la Vega se ha hecho insostenible y ha terminado por estallar esta semana por el eslabón más débil de la secretaria de Estado de Comunicación, un florero acorde con la calidad alfarera de casi todo el Gabinete. Parece ya seguro que el Presidente acometerá una profunda crisis de Gobierno al término de esa presidencia europea a estas alturas convertida más en pesadilla que en el bálsamo de fierabrás que algunos imaginaron, crisis que supondrá la salida de la número dos, una mujer que ha ardido en la pira de los dislates de un hombre todo incoherencia.

Zapatero, obligado a un cambio de Gobierno antes del verano

Dicen que el problema de Moncloa no es de comunicación, sino de coordinación, la herida por la que sangra un Gobierno que organiza cumbres a las que no puede asistir el ministro de Exteriores o anuncia sacrificios salariales para los funcionarios que desmiente media hora después. Y aseguran que, dos por el precio de una, no solo De la Vega saldrá del Ejecutivo, sino también una Elena Salgado que -blanda por fuera, dura por dentro- ha dejado de encantar a Zapatero una vez cumplida la etapa de manga ancha con el dinero público para la que fue llamada, algo a lo que Solbes se mostraba renuente (“¡No me digas, Pedro, que no hay dinero para hacer política!”). El señor presidente necesita un nuevo perfil de ministro de Economía, un hombre capaz de dirigirse en correcto inglés a los mercados financieros, perfil que parece cumplir fielmente José Manuel Campa, actual secretario de Estado, un tipo que se ha desempeñado con eficacia en los viajes al exterior (“tiene recorrido internacional y nos ha dado un aire serio fuera”), la mercancía que no es capaz de vender la falta de sustancia del propio ZP. Y como nuevo vicepresidente y factótum don José Blanco, antes Pepiño, ahora hombre fuerte y primer candidato a sustituir al propio ZP en el cartel electoral socialista.

Porque de nuevo surgen impetuosos los rumores de que el de León ha comunicado ya a su círculo íntimo que no piensa ser candidato a una tercera reelección. Y otra vez la mercancía de que  Sonsoles ha dicho “no aguanto más” y que “ocho años de sacrificio” por la patria son más que suficientes. ¿Demasiado bello para ser cierto? Dice el rumor que circula con la fuerza del Jet Stream que hasta que eso ocurra, hasta el anuncio liberador capaz de convertir en el trazo largo de la Historia a este orate en un mal sueño, ZP se apresta para un último esfuerzo, dispuesto a liderar la salida de la crisis y el retorno al crecimiento. En abril podrá presumir de un primer trimestre de crecimiento, siquiera testimonial, del PIB, y en mayo la creación de empleo podría también darle alguna alegría, igualmente puntual. Con esos datos cual muletas, el de León se subirá al monte de los telediarios y desde allí pregonará el final de la gran crisis gracias a sus desvelos.

Y mientras se agrieta Moncloa, el país entero asiste estupefacto al desarrollo de esos episodios de corrupción institucional que acompañan la degradación de todo sistema político cuando la virtud es sustituida por la rapiña y el respeto a la Ley por el sálvese quien pueda. El ministro del Interior saltó el viernes a la palestra para defender a Garzón. Parece que el juez bonito ha estado duro con los testigos del caso Faisán con los que se ha careado. ¿Y qué necesidad tiene de ponerse farruco quien ha tenido el caso guardado en el cajón, tras haber querido darlo carpetazo? Pues enviar un recado a Rubalcaba, en cuyo ministerio sostienen que “Garzón está muerto”. Garzón se ha enterado y  ha enviado a don Alfredo un mensaje en una botella. Y éste se ha apresurado a tranquilizar al juez de las tres cruces, a quien no puede rescatar ya de la marea la sola y vomitiva campaña diaria del Grupo Prisa, con El País a la cabeza.

El triste papel de los ex presidentes del Gobierno

El caso Garzón y la llamada con acierto “enmienda Florentino”, o el poder del dinero de los constructores amigos de Moncloa, dispuestos a usar al Gobierno cual clínex para zafarse de la deuda que les ahoga. Hablamos de la modificación de la Ley de Anónimas destinada a eliminar los blindajes societarios que impiden a los accionistas votar de acuerdo con su participación accionarial. Que un ex presidente como José María Aznar se dedique a trabajar de lobbysta para el señor Pérez (el de ACS sigue manejando públicamente el nombre de Zapatero como su gran aliado en este asunto) es el botón de muestra de las miserias de la democracia española. Felipe González haciendo de secretario para todo de ese padrone azteca que es Carlos Slim, y Aznar proponiendo business a toda gran empresa española que se deje. ¿Y el séptimo descansó? No, los domingos Franquito da doctrina, porque esa es la diferencia entre ambos: el sevillano no se reclama propietario de la marca PSOE, y además no quiere salvarnos la vida. Parece tener suficiente con vivir la suya propia.

Estos son los “grandes hombres” que han contribuido a hacer de la democracia española el proyecto fallido y desnortado que es hoy. Todos han fallado. Ninguno ha estado a la altura de las circunstancias, empezando por el Rey. Zapatero es, por eso, la guinda que corona un pastel pasado de fecha hace bastantes años. La noche del 10 al 11 de mayo de 1940, Churchill se fue a la cama a las 3 de la madrugada. Doce horas antes, los nazis habían invadido Francia. El nuevo primer ministro dejó escrito en sus memorias el siguiente párrafo: “Una profunda sensación de alivio me embargaba. Por fin tenía la autoridad suficiente para dirigirlo todo. Sentía que marchaba con el destino y que toda mi vida pasada había sido apenas un ejercicio para afrontar esta hora y esta prueba. Diez años de ostracismo político me habían vacunado contra los habituales antagonismos de partido. Mis advertencias de los últimos seis años habían sido tan numerosas, tan detalladas, y se habían revelado tan certeras, que nadie podía contradecirme. Nadie podía acusarme tampoco de querer la guerra, ni de no haber pedido que nos preparáramos para ella. Estaba seguro que no fallaría. Por tanto, aunque impaciente porque llegara la mañana, dormí profundamente y no necesité de sueños capaces de levantarme el ánimo. Los hechos son mejores que los sueños”. En España, por el contrario, los sueños se han convertido en quimera y los hechos, en pesadilla.