Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 01 de septiembre de 2009
Por su interés y
relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web
A
partir de la célebre proclama de que «la política no está al servicio de las
palabras sino las palabras al servicio de la política», cualquier cosa puede
esperarse de un gobernante capaz de un quiasmo tan literalmente maquiavélico. Cualquier
cosa, desde luego, menos que resulte fiable. Desde el momento en que Zapatero
pronunció aquella frase invalidó todo posible compromiso y decretó el estado de
ambigüedad perpetua de su propio lenguaje, reducido a líquidos sintagmas
expresados en función de las conveniencias circunstanciales. De algún modo, esa
declaración preliminar le exime incluso del riesgo de la mentira: se trata de
una advertencia tan cínica que traslada la responsabilidad del fraude moral a
quien se crea las promesas en vez de a quien las formula.
Carece,
pues, de importancia que anunciase que no iba a subir los impuestos y vaya a
aumentarlos, o que no fuese a negociar más con ETA y lo siguiera haciendo. No
mentía; simplemente ofrecía sus palabras al servicio puntual de su política
voluble y tornadiza, eterna en el sentido metafísico o quevediano
del término: sin principio ni fin. O con fines, pero sin principios. Ni
siquiera cabe la posibilidad de reprocharle que se desmienta a sí mismo puesto
que su concepto del liderazgo consiste en la propiedad demiúrgica
de decidir no sólo sobre los significados sino hasta sobre los significantes.
Como en esos decálogos humorísticos de ciertas oficinas -«el jefe no llega
tarde, le retienen; el jefe no se queda dormido, descansa»-, el presidente no
rectifica, se adapta; no cambia de opinión, evoluciona. Ayer lo oímos de su
boca: el Gobierno no improvisa, reacciona a los cambios objetivos. Es la
realidad, pues, la que se equivoca al inadaptarse.
Si
Aznar solemnizaba lo evidente, Zapatero enfatiza el vacío, dotando a la nada de
entidad categórica a través de una parafernalia de repeticiones huecas. El
presidente es un maestro de la tautología que vive instalado en la obviedad
retórica, capaz de envolver una pedestre subida de impuestos en el pleonasmo de
una medida «limitada y temporal»; menudo hallazgo: como toda disposición de
gobierno, como los gobiernos mismos, como la condición humana. Daría igual, por
lo demás, que hubiese prometido un ajuste ilimitado y eterno; tendría el mismo
valor de una expresión volátil, fatua, evaporadiza.
Insustancial.
Subido
a la nube de su discurso acomodaticio y gaseoso, el hombre tautológico queda
dispensado de la falsedad o del doblez; su lenguaje está vacío de cualquier
propósito de trascendencia y al fin y al cabo la mentira, escribió Cioran, es una forma de talento. El problema de fondo acaso
no consista tanto en lo que él diga como en lo que los demás estemos dispuestos
a creer. Porque hay personas estupendas a las que, como dijo una vez de cierto
rival Adlai Stevenson, se les podría confiar
cualquier cosa... excepto un cargo de responsabilidad pública.