LA CORRUPCIÓN QUE MERECEMOS

Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 02 de noviembre de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

Frente al recelo y la alarma de quienes temen que la corrupción generalizada acabe provocando una crisis sistémica de hartazgo ciudadano respecto la dirigencia pública, otra tesis aún más pesimista apunta a la posibilidad de que la ciénaga política sea tan sólo un reflejo del envilecimiento moral de una sociedad espejada en sus propios representantes democráticos. Algunos estudios de opinión y la propia tranquilidad de los partidos parecen avalar esta cínica teoría al constatar la escasa repercusión de los hechos ilícitos en las expectativas electorales. Numerosos alcaldes y diputados bajo sospecha relevante han sido reelegidos con amplias mayorías, mientras al PP le ha desgastado más el bochornoso espectáculo de sus rencillas internas que la explosión aparatosa del escándalo Gürtel con sus múltiples conexiones venales en la Administración local y autonómica.

En gran medida es cierto que por una parte el acentuado sectarismo del electorado fijo y por otra la trivialización de la ética y la cultura que caracteriza a la sociedad líquida han minimizado el impacto de las conductas deshonestas en la opinión pública. El carácter transversal de la corruptela española, diseminada por todos los ámbitos partidarios, ideológicos y hasta geográficos, neutraliza la repulsa social hasta empantanarla en la perezosa conclusión de que se trata de un hecho tristemente inherente a la propia actividad política y diluir sus consecuencias en un vago rechazo genérico que no resulta operativo como castigo electoral. De ahí la relativa pasividad de los aparatos dirigentes, más preocupados de demostrar la universalización de la mangancia que de combatirla y menos atentos a la vigilancia de su nomenclatura que a presentar las desviaciones y abusos de poder como una suerte de mal necesario e inevitable de la democracia.

Esta rebaja del nivel ético del sistema es posible porque los mecanismos de representación funcionan de manera inapelable como una proyección de la conciencia mayoritaria. Son los ciudadanos los que han devaluado su propia exigencia al conformarse con la oferta de mediocridad que los partidos, actuando como sindicatos de intereses, le han presentado como un menú de consumo obligatorio. Hasta ahora la democracia española, refundada en la Transición bajo un impulso de gran estímulo participativo, ha funcionado gracias al pacto convencional de una enorme ilusión colectiva inicial que se ha desvanecido sin que alcancemos a darnos cuenta. La conciencia crítica se ha refugiado en el exilio interior del individualismo o la renuncia nihilista y ha desertado de su papel de estimulación cívica. Y desde este punto de vista tenemos lo que merecemos: una dirigencia política que impone su propia lógica de casta al obligarnos a elegir entre corrupción o incompetencia, cuando no las ofrece a la vez como una siniestra combinación simultánea.