Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 10 de enero de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
A los
diez años del siglo XXI España es el único gran país desarrollado que mantiene
pendiente un problema de definición nacional. Sólo Bélgica persiste en
cuestionar su estructura de Estado casi con la misma suicida firmeza que
nosotros, pero su peso específico no admite comparaciones de escala. Después de
treinta años de dinámico relanzamiento político, social y económico, la
cuestión territorial se ha atravesado en el futuro español como un camión en
medio de una autopista, y no ha sido el País Vasco, sino Cataluña, la fuente de
esta complicación histórica. Controlado el desvarío de Ibarretxe
con un sensato pacto transversal del constitucionalismo, el problema catalán ha
vuelto a situarse en el centro del debate de una sociedad cuyo mayor lastre
colectivo sigue siendo su inclinación a torturarse con dudas identitarias. En plena globalización, una nación que se
pregunta continuamente por su propia esencia se está poniendo la zancadilla a
sí misma.
El
factor más inquietante de este delirio de autosabotaje
es que su iniciativa no corresponde al nacionalismo periférico, siempre
entregado al ensueño de la secesión, sino a un presidente de izquierdas que ha
abandonado por puro electoralismo la tradición igualitaria de su partido. Es
Zapatero quien ha reverdecido la cuestión catalana con una irresponsabilidad
tan clamorosa como su falta de sentido del Estado, y es Montilla -como antes
Maragall- quien incrementa la desestabilización al acometer una política
disgregadora con los votos de la Cataluña no nacionalista. Esta doble
deslealtad ha arrastrado al Partido Socialista a una deriva de desequilibrio
que contradice su cometido de cohesión y lo convierte de hecho en un foco de
tensión constitucional, sin que la alarma de muchos intelectuales, diputados y
dirigentes socialdemócratas alcance -por cobardía, pasividad o falta de
consistencia- una masa crítica suficiente para frenar lo que ellos mismos
califican de disparate histórico.
En este
sentido, el limitado papel de la disidencia del zapaterismo,
de los Bono, Guerra, Ibarra y demás líderes de opinión interna, constituye un
caso clamoroso de debilidad que los envuelve en la complicidad con un fenomenal
despropósito del que son plenamente conscientes. El juego ambiguo y frívolo del
presidente y la apuesta soberanista del socialismo catalán necesitan el
contrapeso de una corriente que exprese con claridad la necesidad de un acuerdo
constitucionalista que embride, como en Euskadi, la galopada hacia la ruptura
del Estado igualitario. Más pronto que tarde; ha llegado la hora de la
responsabilidad y no basta con modestos desmarques individuales. El poder en la
Generalitat y en el Estado otorga a la izquierda una posición central que la
coloca ante una tesitura inaplazable: la de decidir si está dispuesta a aceptar
en plena posmodernidad lo que ni siquiera aceptó en la República.