Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 20 de enero de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
Éstos que
ahora quieren desempadronar a los sin papeles en Vic son los mismos que no hace
tanto pedían papeles para todos en todas partes. No se trata de una metáfora:
son exactamente los mismos. Los miembros del tripartito catalán que se
encerraban con los inmigrantes en la catedral de Barcelona; los partidarios de
regularizar extranjeros con el salvoconducto de una tapa de yogur. La
inmigración es un problema contemporáneo que más tarde o más temprano sitúa a
todo el mundo delante de un antipático espejo moral en el que no siempre es
grato verse reflejado. Sobre todo cuando se trata de gente de la política,
cuyos principios son tan gaseosos que flotan sobre el humo de la opinión
pública.
En el
caso de Vic confluyen varias contradicciones enojosas que en buena medida
resumen la basculante indefinición de nuestra política migratoria. La primera y
más flagrante la de la ley, capaz de establecer por un lado la necesidad de
incluir en el padrón a quienes por otro lado sentencia a la expulsión
inmediata. La segunda, la de una izquierda abierta de brazos a los irregulares
hasta que la presión del vecindario opera una pragmática conversión doctrinal
no exenta de paternalismo. Y la tercera, last but not least,
la de los propios ciudadanos, muy capaces de solidarizarnos con los lejanos
heridos de Haití o con los famélicos niños de África mientras un haitiano
enfermo no nos adelante en la lista de espera del quirófano o un africano se
quede con la plaza del colegio. Nadie es sincero cuando se trata de hablar de
extranjería y tolerancia -ay, los fantasmas, más que de la xenofobia, del
egoísmo-, pero al menos la ley debería ser clara.
Siendo
uno de los países con mayor tasa de inmigración en los últimos años, España ha
sido incapaz de regular un marco legal coherente. Hemos dado bandazos de toda
suerte a izquierda y derecha, sin comprender que el principio esencial de toda
política migratoria es la asunción del hecho cierto de que por cada extranjero
con papeles entran diez sin ellos. Hemos oído hermosos discursos de apertura y
solidaridad mezclados con cicateras actitudes de desconfianza. Hemos pasado en
poco tiempo de querer regularizarlos a todos -e inscribirlos en el censo para
que voten- a tratar de echarlos al mar, o incluso las dos cosas a la vez, según
para dónde mire el público. Pero seguimos sin el acuerdo fundamental sobre
cuántos pueden o deben entrar, y sin entender que en una nación moderna hay
derechos que no se pueden negar, ni restringir, ni administrar al capricho
versátil de las encuestas o al criterio cambiante e hipócrita del populismo.
Lo de
Vic no es más que el episodio piloto de una crisis larvada que se deriva de la
ausencia de una política de Estado. No nos engañemos: este país tiene un
problema que no sabe abordar porque le falta cohesión moral, jurídica e
intelectual para resolverlo.