FRANCO, ESE FANTASMA
Artículo
de Ignacio Camacho en “ABC”
del 15 de abril de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
Malo,
malo, malo. Algo se ha roto en el sistema cuando los magistrados del Supremo
tienen que convocar a la prensa extranjera para explicar que Franco lleva
treinta y cinco años enterrado y que ellos no son la quinta columna del
tardofranquismo sino la ultima ratio de la justicia de un Estado de Derecho.
Algo ha crujido en la estructura de la democracia bajo el zarandeo de una
campaña extremista de descalificación de las instituciones, sin que el Gobierno
sepa salir con decisión en defensa del prestigio de una nación moderna. Quizá
porque esa exaltada ola de agitación ha crecido en la confianza de que se mueve
a favor de corriente, en sintonía ideológica con el discurso rupturista de un
poder dispuesto a desguazar el legado de la Transición, y ha terminado
convirtiéndose en un maremoto al que ahora es difícil contener sin que erosione
la estabilidad institucional.
Al
permitir que la izquierda social lleve el debate sobre el juicio a Garzón al
ámbito tramposo de la propaganda política, mostrando incluso una anuencia
oficiosa con el fondo de esa maniobra desquiciada, el Gobierno ha dado pie a un
severo deterioro extra de la ya muy cuestionada independencia judicial,
causando daños de difícil reparación en la estructura de un poder esencial del
Estado. En realidad, se trata de un escándalo que avería todo el núcleo del
sistema, porque la resurrección del fantasma de Franco -agitado por la
izquierda como espantajo contra una decisión judicial adversa- constituye un
elemento de enorme sugestión simbólica para la opinión pública internacional.
Después de tres décadas de impecable funcionamiento de un Estado constitucional
construido sin traumas sobre las cenizas de la dictadura, influyentes medios
anglosajones han comprado la mercancía averiada de la supervivencia del viejo
régimen en el entramado democrático. Y esa falacia, urdida de manera dolosa y
culpable dentro de España, supone un perjuicio gravísimo que compromete la
credibilidad del país entero en un momento especialmente sensible para nuestros
intereses colectivos.
El
Gobierno que no ha sabido o querido salir al paso de toda esta interesada
patraña es el que tiene ahora la responsabilidad de deshacerla, aunque ello le
suponga la obviedad de proclamar que, por mucho que se empeñen Garzón y sus
defensores, el franquismo es una página olvidada en la realidad cotidiana de
una democracia firme, sin cuentas pendientes ni atrasos históricos. La
tentación de aceptar la tesis contraria para presentarse como depurador
salvífico de los residuos dictatoriales no puede constituir siquiera una
hipótesis de trabajo. El problema es que al zapaterismo
le cuesta templar este trastornado descalzaperros porque aunque se desmarque de
las formas parece compartir los argumentos de la confusión interesada. Y tal
vez se sienta a gusto peleando contra falsos molinos franquistas como un
Quijote de barraca.