CLAQUÉ BAJO LA TORMENTA

 

 Artículo de IGNACIO CAMACHO  en “ABC” del 16.10.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

En la última reunión de la ejecutiva del PSOE, el pasado lunes, en plena tormenta política generada por la crisis catalana, algunos dirigentes socialistas ironizaban con que la lluvia real, al fin caída sobre el suelo sediento de una España reseca, era la única buena noticia con la que consolarse tras la unánime oleada de encuestas negativas que se ha desplomado sobre el Gobierno a raíz de la delirante deriva de Maragall y sus amigos. El temporal meteorológico ha comenzado a remitir este fin de semana -tras golpear, por cierto, con dureza el territorio de Cataluña-, pero el mapa político español continúa zarandeado por una empecinada borrasca que descarga chuzos de punta sobre un Partido Socialista dividido y un Ejecutivo calado hasta los huesos por la intensidad del aguacero. Y lo peor es que, en vez de irse a buscar el impermeable y abrir el paraguas más grande que encuentre en el armario de La Moncloa, el presidente Zapatero se ha calzado unas botas de agua y ha comenzado a bailar claqué entre los charcos ante el estupor de buena parte de su equipo y, desde luego, de la mayoría de la sociedad española.

No de otro modo puede entenderse que, en medio de la intensa inquietud generada por el Estatuto de Cataluña, con la crisis de la inmigración sacudiendo las frágiles alambradas de Ceuta y Melilla, con los datos de la inflación y el déficit exterior situados por primera vez en un horizonte de desequilibrio que compromete el ritmo de crecimiento y con una amenaza real de huelga de transportistas que podría colapsar el abastecimiento del país, el Gobierno haya optado por minimizar con cuestiones semánticas el debate sobre la presunta identidad nacional catalana, enredarse en una confusa polémica con la mismísima Corona a cuenta de la mediación con Marruecos en la crisis de las vallas y, no contento con todo ello, abrir de nuevo el frente más conflictivo de la política exterior por el sencillo procedimiento de irritar a los Estados Unidos mediante una amistosa gestualidad hacia los regímenes de Cuba y Venezuela en la Cumbre Iberoamericana.

En circunstancias como las presentes, no pocos responsables socialistas empiezan a preguntarse si el presidente es un hombre de pasmosa autoconfianza o si se trata de un caso inédito de determinación irreductible, rayana en la inconsciencia política. Porque los indicadores apuntan a un momento crítico sin paliativos. Los sintomáticos abucheos registrados en el desfile del 12 de Octubre y en la Cumbre de Salamanca pueden achacarse al descontento de ciertos sectores radicalizados, pero las encuestas de opinión pública apuntan con tozuda unanimidad al descenso de las expectativas socialistas, al descrédito de la inmensa mayoría del Gabinete y a una marea de zozobra general ante el dislate provocado por el delirio soberanista catalán.

Por mucho que la vicepresidenta Fernández de la Vega se multiplique en su tarea de bombera para achicar el agua que se filtra por los muros de Moncloa y que el flamante secretario de Estado de Comunicación, Fernando Moraleda, despliegue su buen oficio para minimizar la importancia de los chaparrones, lo cierto es que el Gobierno está ante su desafío más crítico, por encima aún del que generó el plan Ibarretxe, que al fin y al cabo estaba condenado de antemano a naufragar en la orilla misma de su tramitación parlamentaria. Y lo sorprendente del asunto es la suficiencia con que el presidente parece afrontar la gravedad del momento, por más que en las fotografías más recientes su rostro de natural sonriente empiece a reflejar un rictus de cierta perplejidad meditabunda.

Una suficiencia que, por lo demás, ha resultado muy poco tranquilizadora, como demuestra el escepticismo generado por la arrogante declaración de que posee «ocho fórmulas» para solucionar el crispado debate sobre la reclamación identitaria catalana. Incluso sus aliados en la aventura, ERC y CiU, se han apresurado a aclarar que no están dispuestos a permitir que les rebajen la graduación del brebaje que han destilado con entusiasmo en el Parlament, gracias sobre todo al estímulo que el presidente proporcionó en septiembre a un Artur Mas ya resignado al fracaso del Estatuto.

Cada uno de estos episodios -a los que habría que añadir las bofetadas diplomáticas asestadas por Marruecos y Estados Unidos, pasando sin compasión por encima de los azacaneados desvelos del pobre Moratinos- supone una vuelta de tuerca en el proceso de erosión de la credibilidad de un Gobierno asediado que, lejos de solucionar alguno de los problemas que tiene sobre la mesa, se empeña en buscar más por su cuenta. Curioso empeño autista que, desde luego, beneficia la recomposición de un PP que le puede poner en serios aprietos a poco que Rajoy sea capaz de combinar pronto su eficaz oposición con el levantamiento de un proyecto convincente y concreto de alternativa de poder. A este respecto, las peligrosas cifras inflacionarias registradas esta semana empiezan a poner en duda la solidez de lo que hasta ahora ha venido siendo el colchón más cómodo de que dispone el Ejecutivo, confiado en que una sociedad instalada en el confort económico puede aguantar con relativa tranquilidad cierto grado de inestabilidad política.

Por eso no son pocos los dirigentes del PSOE que, más allá de la estrategia de «discrepancia tolerada» auspiciada por «Pepiño» Blanco para mantener la crítica dentro de los diques de la propia organización socialista, asisten preocupados a la deriva de los acontecimientos y tratan de buscar sus propias salidas ante un eventual batacazo. Es el caso de algunos barones territoriales, como Ibarra, Simancas, Barreda, Iglesias o el propio Chaves -siempre atrapado en las contradicciones de su doble presidencia de Andalucía y del partido-, y desde luego de un José Bono que contempla con indisimulada satisfacción cómo los sondeos le proyectan una y otra vez por encima de Zapatero en la estima de los ciudadanos. La desconfianza en que el presidente pueda sujetar el debate territorial es manifiesta incluso entre muchos de los suyos, y desde luego resulta ya pavorosa entre los españoles que le apoyaron circunstancialmente bajo el shock emocional provocado por los atentados del 11 de marzo.

Empero, las pocas personas que creen conocer la temperatura del círculo presidencial -reducido a un núcleo muy estrecho de colaboradores- transmiten que, pese a todo, Zapatero mantiene la apuesta. Y que esta confianza procede no sólo de su indescriptible autoestima visionaria, sino de la presunción de que no está lejos el momento en que ETA le proporcione, a través de una declaración de tregua, el oxígeno necesario para darle la vuelta a las encuestas y presentarse impertérrito como el líder capaz de ahuyentar los peores nubarrones. De ser cierta esta hipótesis, quizá no anden errados quienes sostienen, como Jaime Mayor Oreja, que el Estatuto de Cataluña y el conflicto vasco son dos procesos unidos por un hilo invisible que acaso parta de cierta cita en Perpiñán para trazar una misteriosa madeja subterránea, cuyos secretos sólo podría conocer el hombre que, ante el desconcierto general, salta con entusiasmo en todos los charcos bajo una tormenta sobrecogedora con enorme aparato de truenos.