EL DESPERTADOR

Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 25 de mayo de 2010

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Las virtudes que no se practican con convicción acaban dejando al descubierto el cartón de la impostura. Así, cuando la austeridad no es una costumbre política sino una imposición sobrevenida por las circunstancias acaba por mostrar la paradoja de una sociedad opulenta que, como decía Galbraith, tiende a confundir el lujo con las necesidades. Si una Administración pública puede apretarse el cinturón del gasto ante una emergencia, cabe preguntarse las razones por las que lo llevaba tan holgadamente desabrochado. La única respuesta posible no deja en buen lugar a una clase dirigente acostumbrada al despilfarro como método natural de gobernanza, y que sólo ha sentido la necesidad de ahorrar cuando ha sonado el fastidioso despertador de la amenaza de quiebra.

Sobresaltado por la alarma de su propio exceso, Zapatero parece haber descubierto de repente que el Estado tenía un agujero sin fondo por donde se escapaba el déficit que su Gobierno propiciaba. Para taparlo está echando mano de ocurrencias casi desesperadas, fórmulas extremas que, como la de congelar el crédito a los ayuntamientos, pueden ocasionar consecuencias imprevisibles y dar la razón a Milton Friedman, pope del neoliberalismo, cuando proclamaba que las soluciones de los gobiernos suelen ser tan malas como los problemas que tratan de resolver. Las instituciones españolas han derrochado tanto y con tan desahogada opulencia que ahora no saben frenar su tren de gasto sin recurrir a medidas radicales que ponen en solfa su anterior desmesura. Cuando una autonomía como Castilla-La Mancha aplica un recorte drástico de su organigrama y pasa de 93 empresas públicas a 40 merece sin duda una felicitación, pero acto seguido hay que preguntar a sus responsables para qué servía el medio centenar de organismos suprimidos, aparte de para colocar redes clientelares de empleos de confianza.

El Gobierno, que según su presidente no da bandazos, acaba de darse cuenta -a la fuerza ahorcan- de que su propia economía era insostenible, aunque le cuesta asimilar la necesidad imperativa de adelgazar porque ello implica admitir un fracaso. El modo en que reparte tijeretazos a ciegas revela un pavoroso descontrol de la estructura del gasto. No son bandazos sino auténticos tumbos pendulares los que está dando en esta abrupta enmienda a la totalidad contra sí mismo, recién aterrizado en la dolorosa realidad que negaban sus fantasías proteccionistas. Al asomarse al abismo de la insolvencia financiera le ha entrado un vértigo de balances sin cuadrar que los ciudadanos ya conocían en sus cuentas empresariales y familiares. Cuando despidió a Solbes le reprochó que le dijese que no había dinero para hacer política. Ha sido el último en enterarse de que, en efecto, no lo había; al menos para esa política. Aquí nunca parece haberse planteado nadie que, con crisis o sin ella, gobernar bien es sobre todo gobernar barato.