SENTIDO Y SENSIBILIDAD

 

 Artículo de Ignacio Camacho   en “ABC” del 23.10.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 Apenas unas horas antes de que Don Felipe de Borbón y Grecia pronunciase en el teatro Campoamor de Oviedo el que ya es histórico discurso en defensa del pacto constitucional del 78, haciendo sonar en el ruidoso debate público español el aldabonazo de su compromiso de Heredero de la Corona, el presidente Rodríguez Zapatero almorzaba en secreto en Moncloa con dos de los individuos que con más ahínco se aplican a la demolición del edificio institucional cuya «arquitectura política» ha elogiado el Príncipe con tan inequívoca determinación como exacto sentido de la oportunidad. Aunque es conveniente suponer que el jefe del Gobierno sentó a su mesa a Carod-Rovira y Puigcercós con el propósito de negociar la adecuación al marco constitucional del disparatado Estatuto de autonomía (?) lanzado por el Parlamento catalán a la escena española con el estrépito de una carga de titadyne, no deja de resultar significativo el contraste de actitudes y estilo de dos de las personas llamadas a ejercer al máximo nivel el sentido de la responsabilidad histórica.

Así, mientras Don Felipe aprovechaba con agudo instinto escenográfico la solemnidad del acto de entrega de los premios Príncipe de Asturias para situarse bajo los focos de la atención colectiva y reclamar desde su privilegiada posición un esfuerzo general en defensa de los principios de solidaridad, convivencia y unidad que consagra la Constitución vigente, Zapatero optaba por los cencerros tapados para muñir con sus poco fiables socios independentistas y republicanos las claves de un itinerario político cuyos aspectos esenciales debería conocer sin tapujos la opinión pública. Las intenciones del presidente no pueden sino merecer el beneficio de la duda, pero la reciente experiencia indica que cada vez que ha recibido en Moncloa a los líderes de la política catalana -en septiembre fueron Mas y Maragall los asistentes a sus reuniones secretas-, los resultados de esos encuentros han distado mucho de resultar tranquilizadores.

Antes al contrario, la intervención presidencial en esos contactos ocultos ha servido de empujón final para el dislate en que se acabó convirtiendo un proyecto que podía y debía haber fracasado en origen, desenlace que habría aliviado sobremanera la tensión que electrocuta actualmente la escena política. En vez de ello, Zapatero se ha configurado como la espoleta esencial que ha activado la bomba de relojería del Estatuto, cuya onda expansiva trata ahora de controlar por el mismo procedimiento con que la puso en marcha. Éste es, precisamente, el aspecto más grave del problema: que su solución está en manos de aquél que lo ha originado, al tiempo bombero y pirómano, con el agravante de que tras haber prendido el incendio solicita para apagarlo la colaboración de quienes más ganancia obtienen con la propagación de las llamas, y desprecia la de aquéllos que desean extinguir el fuego antes de que se propague a los cimientos del edificio nacional.

Por más que ahora todo el Partido Socialista haya decidido señalar al errático Pasqual Maragall como el responsable de la crisis creada, echándolo a los leones para tratar de aplacar la razonable inquietud desencadenada en la sociedad española, la verdadera cuestión reside en la voluntad del presidente de pasar a la Historia como el autor de una nueva transición que trascienda hacia no se sabe dónde el equilibrio que brotó de la Constitución del 78, cuya caducidad ha determinado unilateralmente Zapatero con la ayuda de los nacionalistas que nunca aceptaron de buen grado la solidaridad nacional consagrada en el pacto de la Transición.

Esto es lo que el presidente no ha explicado aún a la sociedad española, identificada de forma abrumadoramente mayoritaria con los principios que el Príncipe defendió de manera brillante en la tarde asturiana del viernes. Zapatero no ha sabido o no ha querido dar cuenta de las razones profundas que animan su empeño político de trazar un nuevo pacto constituyente, en todo caso mucho menos dotado de respaldo popular que el vigente, y ha optado por el subterfugio de dar alas a las fuerzas centrífugas para operar como resortes marginales que empujen la reforma encubierta de una Constitución que no se atreve formalmente a modificar de manera abierta y sin argucias ni disimulos.

Lo que el presidente pretende es un cambio constitucional maquillado, y para ello se ha aliado con expertos aprendices de brujo, sin reparar en que los españoles somos lo bastante maduros para entender que nada de lo que complazca a los Carods y otros adláteres puede resultar satisfactorio para la mayoría, por la sencilla razón de que ellos mismos se han ocupado reiteradamente de aclarar con arrogancia casi ingenua la incompatibilidad entre los intereses de la mayoría y los suyos.

Bien es cierto que Maragall se ha ganado a pulso el destierro político al que ahora pretenden arrojarlo los suyos como si fuera un fusible destinado a saltar ante la crecida de tensión provocada por el Estatuto. Pero no nos engañemos: Maragall no es el problema, aunque pudo ser en gran parte el origen del problema, en la medida en que convenció a Zapatero para emprender un camino que no hubiera sido jamás emprendido si el presidente no se hubiese dejado convencer por su propia conveniencia. Lo que ahora trata de vender, y para lo que solicita nuestra confianza, es su capacidad para rizar el rizo de encajar en la Constitución un Estatuto diseñado, pensado, redactado y concluido para romper con ella, y que además lo va a hacer con la colaboración de sus extraños comensales del viernes, los hechiceros que prepararon a conciencia el bebedizo de la ruptura.

Ya es significativo que, por más que sus ausencias en ocasiones importantes se hayan convertido en moneda común, no estuviese Zapatero presente en el teatro Campoamor, para oír de viva voz el histórico manifiesto del Heredero del Trono. Asuntos más importantes le retendrían, sin duda, en Madrid, pero a muchos españoles les habría gustado verle asentir sin ambages -como hizo, digámoslo en justicia, la vicepresidenta De la Vega- el comprometido discurso constitucionalista del Príncipe en Oviedo. Intermediarios monclovitas se apresuran estos días a asegurar que el día 2 de noviembre, en el Congreso de los Diputados, se oirá de boca del presidente un importante discurso de Estado en el que marcará sin resquicios el camino a seguir por el Estatuto. No cabe esperar menos, por otro lado. Aunque, como han repetido estos días socialistas como Rodríguez Ibarra o José Blanco, la constitucionalidad del proyecto catalán no es la única condición que lo vuelve presentable. La Constitución es un excelente modelo de convivencia, pero se puede perfectamente -de hecho la historia de los últimos veinticinco años está llena de episodios así- cometer una inmoralidad, o una inconveniencia, o un abuso, dentro de los límites de la Carta Magna.

Desprovista de las claves que maneja en secreto la dirigencia política -cuánto descrédito de la actividad pública ha provocado siempre el secretismo y la conspiración-, la sociedad española ha de juzgar a través de signos escenográficos el desarrollo de esta crisis nacional. Y esos signos, en los que tantas veces se refleja el sentido y la sensibilidad de los líderes, resultaron el viernes especialmente contundentes: el Príncipe defendiendo de pie y bajo los focos el Pacto Constitucional y solidario del 78, y el presidente reunido a escondidas con unos socios que pretenden sin disimulo convertir ese acuerdo fundacional en papel mojado. Seguro que no todo es como parece, pero hay ocasiones en política en que conviene que las cosas, además de ser de un modo determinado, lo parezcan.