LA PIZARRA HÚMEDA
Artículo de Ignacio Camacho en “ABC”
del 10 de junio de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Como todos
los que se acercan a Zapatero y creen en él, los sindicatos han acabado
descarrilados en la cuneta, víctimas de la crisis que el presidente les
prometió sufrir de la mano, aliados hasta el final, juntos podemos, en un pacto
fraterno y solidario. En la primera esquina en que paró a comprar tabaco, el
socio incondicional les hizo una finta y los dejó a la intemperie agarrados a
sus pancartas; cuando se dieron cuenta de la maniobra lo vieron pasar al frente
de otra manifestación en dirección contraria. De repente se encontraron solos,
aislados en la indiferencia social, señalados como chamanes corporativos y
burócratas subvencionados, con la musculatura rebelde anquilosada por los confortables
conciliábulos de la Moncloa. Atrás quedaron las palabras solemnes, los puños
cerrados, las proclamas resistentes, la hermandad ideológica. Cuando le
llamaban «el cuarto vicepresidente», Cándido Méndez debió sospechar que
acabaría como el segundo, y quizá pronto como la primera.
Nada
diferente de lo que le ha ocurrido a todo el que se ha figurado contar con la
confianza de un político cuya palabra es vapor de aire, un hombre que escribe
con el dedo sus promesas en el vaho de la pizarra húmeda de un pragmatismo sin
escrúpulos; si algo sorprende es que aún le quede gente a la que defraudar. Le
sucedió a Solbes, al que antes de tirar a la basura convenció para que siguiese
un segundo mandato; a Jordi Sevilla, que cometió el error de tener ideas
propias y expresarlas; a Caldera, al que le reprochó hacer una ley que él mismo
le había encargado; a Chaves, engatusado para dejar Andalucía con el brillo de
una baratija política; a Artur Mas, engañado como un
niño en mitad del enredo estatutario. Incluso a Otegi, al que halagó con
zalamerías pacifistas antes de mandarlo a la cárcel. Le
pasó también a empresarios ambiciosos que escucharon cantos de sirena sobre
fusiones estratégicas y terminaron endeudados hasta los bigotes. Unos fueron
sacrificados por atesorar una lealtad de la que carece su victimario; otros,
por tratar de sacar ventaja haciéndose cómplices de delirios insostenibles.
Los
sindicatos están en este segundo grupo: sus dirigentes se imaginaron a sí
mismos como la guardia de corps de un irreductible paladín de la
socialdemocracia, y arrimados a la lumbre del poder y sus secretos se
encandilaron con fantasías proteccionistas y perdieron pie en la realidad.
Cuando el arúspice de sus sueños hegemónicos, el bizarro San Jorge de la
izquierda que iba a alancear al dragón de los mercados, les dio en apenas un
par de días el quiebro de una meteórica reconversión al realismo, se
encontraron atados a su propia inercia. La huelga fallida del martes los ha
situado al pairo de la tierra de nadie; por olvidarse de los parados ahora no
tienen siquiera el respaldo de quienes conservan su empleo. Lo último que se
les había ocurrido pensar era que el presidente-compañero también los
abandonaría para salvar el suyo.