DE LA SOLEDAD Y OTROS EFECTOS
Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 06.11.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web
Si la Presidencia del Gobierno se ganara en el Congreso de los
Diputados, Mariano Rajoy llevaría ya algún tiempo viviendo en la Moncloa. El
líder del Partido Popular es, de largo, el mejor parlamentario español del
momento. No tiene la pétrea contundencia de Aznar ni el carisma demiúrgico del
González de sus primeros tiempos, pero maneja una dialéctica de aplastante
poder de convicción, trufada de ironía «british» y armada de una batería lógica
que sintoniza a la perfección con la mentalidad de la burguesía media española.
Es brillante, sólido, inteligente, y tiene una pegada implacable frente a un
Zapatero al que se le empieza a consumir el capital de sonrisas y buen talante,
y que pasa un mal rato cada vez que tiene que acudir a un cara a cara. Pero las
elecciones no se ganan sólo en la tribuna del Parlamento.
Rajoy se está hartando de ganar debates; si sigue así, pronto dará pena ver al
presidente subir al ambón a recibir un vapuleo. Sin embargo, se enfrenta a una
aritmética cerrada de la que Zapatero ha construido un burladero. En este
momento, el PP no tiene socios, porque el Gobierno ha muñido una alianza con
los nacionalistas que condena a la oposición a aspirar sólo a una mayoría
absoluta que por ahora resulta más que improbable. Y ello por dos razones: es
pronto aún para que la calle admita que cometió el 14-M un error provocado por
el shock de los atentados de Atocha, y además los nacionalistas han encontrado
en el Gobierno una veta de debilidad que les proporciona beneficios políticos
de cuantía incalculable.
El miércoles pasado, en el debate del Estatuto catalán, la mayoría social
estaba en los argumentos de Rajoy; muchos socialistas se identificaron más con
él que con un presidente incapaz de pronunciar siquiera la palabra
«inconstitucional», entregado al nacionalismo como un
náufrago que se agarra a un salvavidas. Rajoy fue demoledor hasta la crueldad:
habló como un progresista, como un jacobino, mientras a Zapatero se le notaba
que ni siquiera se creía demasiado su propio discurso. Era con claridad el
rehén de una minoría que llegó imbuida de una arrogancia victoriosa y acabó
celebrando con cava en el hotel Villarreal un triunfo político que para el PSOE
significaba una derrota moral y de principios.
En ese sentido, no existe hoy por hoy ninguna duda de que Cataluña tendrá su
Estatuto. Toda la artillería dialéctica que Rajoy descargó en el Congreso no
vale nada contra la determinación de una alianza con la que el Gobierno quiere
aislar a la oposición por el procedimiento de condenarla al ostracismo.
Zapatero va a pactar un texto rebajado de aristas para intentar venderlo a los
españoles como un esfuerzo de contención y raciocinio tras el calentón
nacionalista del Parlament -auspiciado por él mismo-, y cuenta para ello con la
anuencia de Carod y sus muchachos, dispuestos a cambiar poder por Estatuto y
presumir de haber hecho cesiones por responsabilidad. Lo más difícil será
convencer a Convergencia de que acepte el afeitado, pero Mas ya ha ganado su
batalla al lograr que se redacte un texto de máximos, y no se puede permitir
quedar como el culpable de que el proyecto descarrile.
Lo que queda es un ajuste fino que se va a pactar entre bastidores, y que
dejará un Estatuto demencial en su letra pequeña y mediana, pero limado de las
aristas más gruesas mediante parches de compromiso. A partir de ese momento,
será una guerra de opinión pública: el PP tiene que convencer a los españoles
de que Zapatero está cambiando la Constitución de matute, y el Gobierno espera
la ocasión para presentar a sus adversarios como el partido de la
intransigencia.
Va a ser una partida políticamente muy intensa en la que perderá el menos
delicado. Rajoy está decidido a combatir de frente contra el Estatuto, que es
un dislate manifiesto para todos salvo para los catalanes, pero lo que el PP se
juega en el envite es nada menos que su supervivencia en Cataluña. Los
socialistas tienen las cuentas muy hechas, y saben que las elecciones en España
se ganan con los votos de Cataluña y de Andalucía, dos comunidades en las que
gozan de amplia ventaja. Su estrategia pasa por satanizar al PP a cuenta del
Estatuto, no sólo para barrerlo del mapa catalán, sino para convertirlo en un
apestado con el que no puedan pactar los nacionalistas burgueses -y antes
moderados- de Convergencia. Hacer inviable un nuevo Pacto del Majestic -el que
firmó Rodrigo Rato en el 96, para que gobernase Aznar- en el caso de que los
populares ganasen unas generales sin mayoría absoluta.
Y ése es el gran desafío de Rajoy. Tiene que desenmascarar la farsa estatutaria
ante toda España sin volar todos los puentes con Cataluña. Lo primero es
difícil porque el «agit-prop» socialista cuenta con maquinarias muy bien
engrasadas, dispuestas a pregonar la excelencia del plato que van a cocinar
Zapatero y sus socios a cencerros tapados para que no haya fisuras. Pero lo
segundo es un problema diabólico, de una complejidad sinuosa, porque el
victimismo catalán supera el ámbito de lo político para convertirse casi en un
rasgo sociológico. Pensar en un recurso al Tribunal Constitucional contra un
texto refrendado por el pueblo en Cataluña equivale a planear un suicidio
político.
La superioridad parlamentaria del líder de la oposición le puede ayudar a
encontrar el camino. Rajoy tiene que implicarse personalmente en el debate de
la Comisión Constitucional, para desembozar el manto de encubrimientos y medias
verdades con que la alianza cuatripartita va a intentar camuflar un Estatuto
inaceptable. Y mientras, el PP se va a enfrentar a uno de sus retos más
complicados de la última década: trasladar a la calle la evidencia de que se
van a cargar el Pacto Constitucional para sustituirlo por una mayoría
republicana con mucho menos consenso que la que permitió el desarrollo armónico
de una nación de ciudadanos iguales. Ahí se va a ver la verdadera dimensión del
partido como organización capaz de articular un estado de opinión pública.
A favor de su intento, el PP cuenta con la creciente sensación popular de que a
Zapatero se le está yendo el timón de las manos. Al presidente se le está
agotando el crédito de las buenas maneras, porque se empieza a notar que detrás
de eso hay muy poco, casi nada. Por eso el Gobierno tiene ansiedad ante el
silencio de ETA: necesita una tregua para cubrirse las vergüenzas del Estatuto.
En contra de los populares funciona el propio rigor de su discurso, que los
aleja de cualquier posibilidad de pacto con las bisagras del nacionalismo
moderado. Éste es un aspecto esencial, porque Rajoy puede ganar las próximas
elecciones -desde luego, Zapatero está en el mejor camino para perderlas-, pero
es casi imposible que lo haga por mayoría absoluta a menos que se produzca una
improbable crisis de pánico nacional ante el rumbo de los acontecimientos. Y
las heridas que queden abiertas en este proceso sangrarán en cualquier
negociación a posteriori.
El hombre más fuerte es el que está más solo, dice un personaje de Ibsen. El
miércoles Rajoy fue fuerte pero no estuvo solo, aunque el debate escenificara
el atroz desafío de un solo hombre contra una docena. Estaba acompañado de la
fuerza moral de un discurso que respalda la mayoría de los españoles, incluidos
muchos ciudadanos de izquierda que siguen creyendo en la igualdad frente a los
privilegios. Y además, tenía razón. Pero la razón no es suficiente; necesita
los votos, y margen para lograr que se los presten. En la resolución de ese
problema está la clave del futuro que nos jugamos en los próximos meses.