EL DESPLOME
Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 20.11.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el editorial que sigue para incluirlo en este sitio web.
«Toda fácil
caída es precipicio»
(Luis de Góngora)
Se cae. Y bastante deprisa, en una caída constante y progresiva. Cae en
confianza, en valoración personal, en expectativas de voto. Encuesta tras
encuesta, el crédito del presidente Zapatero se desploma a una velocidad
preocupante para quien sólo lleva año y medio de Gobierno, ese tiempo en el que
un hombre recién llegado al poder suele desplegar sus estados de gracia. La
sonrisa, el talante, el diálogo, toda esa fachada cosmética y amable de los
primeros meses se está desmoronando ante la terca realidad de un clima de
inquietudes, zozobras y fracasos. Y aparece, entre la bruma del desasosiego
colectivo, la pavorosa sensación de que no hay nadie en el puente de mando de un
Gobierno entregado a la deriva errabunda de los nacionalismos, las minorías y
los radicalismos.
Es sabido que el nuestro es un país de juicios volátiles y opiniones
contingentes, pero desde el mes siguiente a su inesperada victoria, apenas
disipado el humo de las bombas que le llevaron en volandas hasta la cima, la
curva de prestigio del presidente no ha dejado de bajar con apenas un leve
repunte en el primer trimestre de este año, cuando el rechazo al plan Ibarretxe
le dio un oxígeno tan engañoso como provisional. La línea de confianza de los
españoles en Zapatero, que ABC presentaba el viernes en su portada con la
contundente simpleza de un gráfico obtenido a partir de las oleadas trimestrales
del CIS, es la de una empresa en quiebra técnica. Y está ya en ese punto en que
saltan todas las alarmas y los accionistas se rebelan contra el gerente presos
del pánico.
Como no podía ser de otro modo, el Estatuto catalán ha hecho crisis en la
opinión pública. El gobierno ha ordenado al CIS que no preguntara por el
polémico proyecto, pero la respuesta ha aflorado sin necesidad de plantear
cuestión alguna. El infierno es ese lugar en que te dan las respuestas antes que
las preguntas, escribió Bukowsky. Y el presidente acaba de comprobarlo.
Treinta puntos de confianza perdidos en sólo 18 meses. No sólo por el Estatuto.
Zapatero, como Aznar, ha perdido el oído de la calle, como acertadamente le
señaló esta semana Ruiz Gallardón, aprovechando para meter su clásico rejón de
autocrítica. Pero Aznar, al igual que Felipe González, tardó seis años en
quedarse sordo. Y a su sucesor -González dixit- le han bastado seis meses. En
octubre de 2004 ya había perdido 14 puntos desde los eufóricos 66,8 de abril. Y
en el año restante se ha caído otro tanto, hasta contar ya sólo con el 38 por
ciento de respaldo ciudadano. El Estatuto, sí, pero no sólo eso.
El problema no es sólo el Estatuto. El problema es que la gente se está dando
cuenta de que detrás de la sonrisa no había un plan de gobierno, ni un equipo
capaz de hacerse cargo de la responsabilidad del poder, ni un proyecto que vaya
más allá de algunas leyes gratuitas y de un revisionismo absurdo. El problema es
que la ciudadanía ha percibido que no la están gobernando, que no hay propuestas
concretas para los problemas de un país desarrollado que necesita encarar los
desafíos de su papel en un mundo cada vez más competitivo. Y que la única
prioridad de su Gobierno parece ser un enredo incomprensible con el modelo del
propio Estado, que le marcan desde fuera unos aliados nacionalistas
descomprometidos con el proyecto común de España.
Por ahí se le está escapando a chorros a los socialistas el crédito del poder.
El presidente está en ese momento delicadísimo en que un dirigente público ve
cómo cuaja una imagen demoledora en el espejo de la opinión pública. Le pasó a
Aznar cuando su euforia cesárea se transformó en un aura autoritaria que le
destrozó ante las jóvenes generaciones. Sus adversarios le machacaron por ese
flanco a través de poderosas terminales mediáticas, y acabaron con él tras el
shock trágico del 11-M. Lo asombroso de Zapatero es que se está cayendo él solo,
pese a controlar la mayoría de las televisiones y gran parte de los medios de
opinión. Que la calle empieza a verlo como un gobernante errático, preso de las
minorías, al que está a punto de írsele el país de las manos.
La encuesta del CIS que ha encendido las luces rojas en el PSOE y en Moncloa se
efectuó antes del debate del Estatuto y de que asomaran de nuevo las ominosas
sombras de corrupción que afloran por la trama socioeconómica del socialismo
catalán. Hoy quizá sean aún más graves los indicadores. Algunos socialistas
lúcidos tratan de buscar el lado positivo de esta tormenta en la esperanza de
que le sirva al presidente para entender que ha llegado el momento de girar el
timón. Pero lo peor es que quizá el timón no esté en sus manos, sino en las de
esos socios desaprensivos que se aprovechan de su debilidad para conducir la
nave hacia la escollera de sus intereses. Y a ellos no les importa que
embarranque, porque tienen preparados los botes de salvamento. Se los está
fletando el propio Zapatero.
El desplome es tan rápido que, para su suerte, aún no ha dado tiempo a que la
oposición se erija en alternativa de poder. Pero está entera, mucho más de lo
que se esperaba tras la debacle del 14 de marzo. Pisándole los talones al
Gobierno, echándole el aliento en la nuca. En condiciones incluso de ganar por
la mínima en unas elecciones que difícilmente volverán a registrar los índices
de participación que permitieron el vuelco de 2004. Y ello sin haber hecho aún
más que ejercer la crítica, sin haber levantado un proyecto de alternancia.
Ésa va a ser la auténtica piedra de toque de Mariano Rajoy. A partir de ahora,
en sus manos va a estar buena parte de la responsabilidad que significa
convertir el desaliento ciudadano ante un Gobierno inepto en la esperanza de un
relevo razonable. Zapatero y los suyos le han facilitado bastante las cosas; si
los socialistas hubiesen estado a la altura de sus expectativas, el Partido
Popular estaría hecho un guiñapo. Ahora, la deriva gubernamental le ha puesto en
la rampa de lanzamiento hacia el poder.
Las encuestas envían un mensaje bastante claro al respecto: el Gobierno se cae y
la oposición aguanta, pero aún no emerge con claridad como una opción de
recambio. Por eso la tarea de Rajoy ha de consistir ahora en combinar su ariete
destructivo con la construcción de un proyecto en el que los españoles puedan
confiar por su propio valor intrínseco, no sólo como escapatoria ante el
desasosiego. Está en un momento dulce para ello, sobre todo porque el Estatuto
se ha convertido en una trampa para Zapatero: si no sale, mal, y si sale puede
ser aún peor en cuanto que el PP sea capaz de continuar percutiendo sobre la
evidencia de que ese proyecto consagra unos privilegios inaceptables que rompen
el concepto de una nación de ciudadanos iguales. Pero necesita más. Necesita
propuestas, ideas, planes. Necesita plantear a los ciudadanos una alternativa
que los ilusione más allá de la simple necesidad de hacer las cosas
razonablemente y poner orden en este delirio.
De aquí a febrero -cuando el Estatuto entre en la Comisión Constitucional y el
PP celebre su Convención para buscar ese proyecto de alternancia- van a
transcurrir unos meses decisivos. En ellos se sabrá si este estado de opinión y
alarma tiene o no punto de retorno. Si Zapatero tiene frescura y reflejos para
rectificar, si está objetivamente en condiciones de hacerlo o si, como dejó
escrito Arthur Miller en «El precio», hay hombres que no suben después de caer.
Quizá porque no pueden devolver el precio que pagaron por la subida.