DESPUÉS DE CÁDIZ

Los españoles nos las pintamos solos para dar al traste con nuestros mejores éxitos; somos expertos en suicidios colectivos

Artículo de Ignacio Camacho  en “ABC” del 25 de septiembre de 2010

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Eran tiempos difíciles aquellos de hace 200 años, cuando se reunieron en la Real Isla del León las Cortes de Cádiz. Un país invadido, una ciudad sitiada y una nación dividida por la eterna zanja de la conciencia civil y política. Eran tipos heterogéneos que se miraban de reojo con desconfianza: los liberales, mental y moralmente afrancesados, escindidos en su interior por la tragedia de una patria dominada por extraños a los que en el fondo admiraban; los absolutistas servilones, nostálgicos del viejo orden revocado por la expansión napoleónica; los moderados burgueses, emparedados por la vieja dialéctica de los fundamentalismos; los indianos, incorporados más tarde en medio de un proceso irreversible de descomposición imperial. No fue grato ni fácil aquel encuentro de gente tan distinta en un momento tan delicado, con una España a punto de desangrarse por una herida de conflictos superpuestos, en una crisis de mera supervivencia. Y sin embargo, lo hicieron. Un pacto colectivo, una alianza de soberanía, un acuerdo de concordia, un sueño —demasiado hermoso— de libertad. A trancas y barrancas, y entre serios conatos de fundamentalismo cainita que presagiaban el desastre posterior, se las apañaron para inventar una nación nueva, ilustrada y libre.

Y luego ellos mismos la echaron abajo, claro. Sin tiempo para disfrutarla, más pronto que tarde, apenas expulsados los franceses, en cuanto los nuestros se quedaron a solas con los demonios de siempre. Los españoles no solemos necesitar a nadie para que nos ponga la soga al cuello. Nos las pintamos solos para dar al traste con nuestros mejores éxitos, somos auténticos expertos en demoliciones y suicidios. Las cuentas pendientes de aquel compromiso heroico y milagroso, los trágalas y demás radicalismos fanáticos se saldaron bien poco después con el habitual vuelco fratricida de ida y vuelta, con el maldito vaivén trincherizo de represiones vengativas y ajustes rencorosos. Ocurre de un modo cíclico en nuestra Historia: levantamos prometedoras arquitecturas de esperanza y las derribamos luego con una pasión autodestructiva incombustible y flamígera.

Como los fracasos no se conmemoran, nadie se acordará de lo pronto que España dio al traste con aquel prometedor orden gaditano. Celebraremos el bicentenario glorioso de la Pepa con un estruendo complaciente y orgulloso, pero no se descorrerán cortinillas ni se organizarán congresos que estudien cómo se estropea una obra maestra por culpa de la intransigencia, del sectarismo y de la irresponsabilidad. La retórica de los discursos creará un bucle de melancolía solemne en torno a los pioneros constituyentes y olvidará el desgraciado destino que sufrió su entusiasta inspiración iluminada. Y seguiremos sin aprender lo fácil que es destruir una convivencia cuando se pierde el sentido de lo que cuesta lograrla.