LA COARTADA

El discurso reformista es la coartada de Zapatero para atornillarse al poder y darse otra oportunidad a sí mismo

Artículo de Ignacio Camacho  en “ABC” del 12 de enero de 2011

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

EL discurso de las reformas que hasta antier no consideraba necesarias es la coartada de Zapatero para atornillarse al poder hasta el último minuto. Acostumbrado a múltiples piruetas y reencarnaciones parece creer que le va a funcionar el avatar reformista, quizá porque ya no se mire en el espejo de las urnas sino en el de la posteridad. Con las elecciones perdidas y el país empobrecido le ha dado un ataque de responsabilidad histórica que acaso sólo sea un modo más de concederse otra oportunidad a sí mismo. Pero a su propósito de enmienda le falta para resultar creíble un mínimo sentido de la contrición; todavía no se le ha oído admitir sus errores, por más que la opinión pública los haya sentenciado con una taxativa condena. La paradoja más cruel de su doble mandato es que su caída se ha producido cuando ha empezado a tomar decisiones sensatas; ya no le queda crédito social para resucitarse ni coraje para abreviar su propia agonía. La prórroga no es un sacrificio reparador, ni un servicio patriótico ni una inmolación expiatoria, sino un acto de egoísmo y de soberbia motivado por la incapacidad de reconocer el fracaso.

A estas alturas nadie cree ya en su liderazgo. Los suyos le han abandonado y los demás no se fían. La gente clama en las encuestas por un adelanto electoral que limpie el escenario pero no lo va a conceder porque le supondría retirarse con oprobio. Lo asombroso es que después de siete años ufanándose de una determinada política pretende en su infinita autocomplacencia coronarse como esforzado paladín de la contraria. Lo único que puede lograr es pasar a la Historia como un gobernante que fracasó en dos agendas opuestas. Es decir, como un líder que además de carecer de principios carece de competencia.

Ayer abominó también de su última frontera: la del consenso y el talante. En su afán de autoenmendarse está dispuesto a imponer su criterio por la vía del decretazo contra viento y marea. Recuerda al peor Aznar, el que una vez que decidió no presentarse se creyó Napoleón y echó el carro por las piedras del autoritarismo, sin haberse parecido nunca al mejor, el que arrancó el motor de una economía colapsada y lo puso a funcionar con el turbo a tope de revoluciones. Ha quedado atrapado por los duendes malditos de La Moncloa, esos fantasmas que se apoderan del alma de los presidentes, les comen el tarro con lisonjas y los van encerrando en una burbuja de endiosamiento ensimismado. Si le quedase un rastro de lucidez aceleraría los tiempos para ahorrar a todo el mundo las penalidades de su trance terminal, pero se ha empeñado en exculparse. Le va a dejar a sus sucesores un legado de desastres; al que le sustituya en el Gobierno, un erial, y al que herede el partido, una catástrofe. Y a los dos les va a hacer la misma faena de entregarles el relevo demasiado tarde.