LA PENULTIMA RENUNCIA

El zapaterismo era más un estilo que un proyecto. El actual presidente del Gobierno no tenía experiencia ni formación; ni siquiera una biografía política relevante

Artículo de Ignacio Camacho  en “ABC” del 29 de mayo de 2011

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

La última de sus renuncias, y la penúltima de sus transformaciones, ha llegado en forma de dedazo sucesorio, el procedimiento que siempre criticó al Partido Popular. Bien es cierto que se trata de una decisión forzada por una conjura de barones del partido, una especie de putsch de coroneles decididos a arrebatarle de facto el poder a cambio de permitir que agote —más o menos— la legislatura. Pero José Luis Rodríguez Zapatero ha tenido que tragarse otro cáliz de contrariedad consigo mismo, un año justo después de la amarga reconversión que le impuso en forma de ajuste socioeconómico la Unión Europea. Fracasado en su apuesta de proteccionismo socialdemócrata, obligado a renunciar uno tras otro a los principios que proclamaba con gran solemnidad retórica, repudiado casi hasta la fobia por los electores y al final sometido por sus propios correligionarios, el presidente ha consumido otro sorbo de cicuta como colofón de doce meses de descalabro. Ya era, desde que anunció su retirada —también presionado por la impaciencia de la nomenclatura socialista—, un presidente interino. Pero desde ayer es, simplemente, una figura decorativa, una marioneta, un guiñapo político.

javier carbajo

Su mandato ha concluido de hecho, tanto en el partido como en el Gobierno, aunque en su asombrosa voluntad de autotransformación es probable que aún intente alguna pirueta. Ha terminado en medio de un naufragio electoral clamoroso, un revés descomunal que ha arrastrado al PSOE moderno a los peores resultados de su historia. Tras siete años de poder y una década al frente de la organización socialista, el balance zapaterista es desastroso: un país en quiebra social, un Gobierno a la deriva y un partido en la UCI. Y la sensación de que los años de esplendor formaron parte de un borroso proyecto aventurerista. Los aventurerismos siempre acaban mal, aunque a veces gozan de momentos de gloria.

El zapaterismo era más un estilo que un proyecto. De hecho, el ascenso al poder le sobrevino de forma impremeditada a consecuencia del traumático shock del 11-M. El nuevo presidente no tenía experiencia ni formación; ni siquiera una biografía política relevante. Su forma de gobernar fue un monumento a la improvisación, disimulado por una efectista puesta en escena. Bajo un leve soporte ideológico, el del llamado republicanismo cívico, y un vago designio de apertura y diálogo, el célebre talante, el zapaterismo levantó una arquitectura política efímera y de diseño, basada en la gestualidad, la escenografía y el superficialismo. Acompañaba el empeño una encarnadura intelectual esquemática resumida en el paradigma del buenismo —la ausencia de conflicto, la ética indolora—y un espíritu moral rupturista con los valores del consenso y el sacrificio que habían caracterizado al socialismo democrático de la Transición. Proyectado sobre la realidad española, ese relato se tradujo en medidas proteccionistas y de subsidios, que garantizaban el apoyo de los sindicatos; leyes de bajo coste sobre derechos civiles de minorías, que daban al gobierno una pátina de nuevo progresismo social y feminista, y en una estrategia de alianzas con grupos radicales que impulsó el aislamiento del centro-derecha y marginó en la práctica al 40 por 100 de los españoles.

El pacto con los partidos soberanistas propició, de manera quizá más colateral que premeditada, el aflojamiento de los pernos que sujetaban el modelo territorial del Estado. La oleada de reformas estatutarias, rozando o transgrediendo la Constitución, zarandeaba la tradición de unitarismo federal de los socialistas y provocó las primeras tensiones internas, resueltas por la amalgama del poder. Zapatero ganaba elecciones y mantenía cohesionado el partido. También gozaba de éxito en una sociedad española acostumbrada a vivir en la prosperidad; el suyo era un proyecto para colectividades acomodadas, en las que la gente tenía trabajo fácil, pagaba hipotecas y disponía de amplios créditos al consumo. Los problemas vinieron cuando asomaron las primeras nubes de recesión.

El modelo no habría aguantado una etapa de sufrimiento social, porque estaba diseñado para una sociedad confortable, pero Zapatero cometió además el error de minusvalorar la crisis y negar las evidencias. La ocultación le alcanzó para ganar las elecciones de 2008, pero el desplome del empleo y la actividad económica, con el consiguiente incremento geométrico del déficit, le llevó a una situación insostenible. El Estado quedó a punto de quebrar y el Gobierno fue severamente zarandeado por los socios europeos, alarmados por el reciente financiero rescate de Grecia.

Falsas promesas

La epifanía de la crisis se precipitó sobre la cabeza del presidente en mayo de 2010, en forma de llamadas imperativas de Obama y Angela Merkel, obligándole a enmendar a la totalidad el discurso proteccionista —«jamás habrá ajustes ni recortes de derechos sociales»— que había sostenido literalmente hasta la víspera de aquel doloroso fin de semana en que crujieron los mercados de deuda. Tuvo que rebajar salarios, pensiones y derechos laborales: una tumba política para cualquiera, pero sobre todo para quien había prometido mil veces dejarse inmolar antes de hacerlo.

A partir de ese momento se produjo una caída de popularidad superior incluso, en vértigo, a la velocidad de su ascenso. La valoración de la figura presidencial alcanzó características de fobia social en pocos meses; fue un abandono masivo, de proporciones catastróficas. Y aunque las tímidas medidas de ajuste frenaron la hecatombe financiera del Estado, no provocaron ni un atisbo de alivio inmediato en el comportamiento de la economía. Las tímidas iniciativas de distracción que trató de emprender —más leyes de ingeniería social e igualitaria— se perdieron en medio de la tormenta.

Sólo quedaba el momento exacto del naufragio, anticipado por derrotas sucesivas en las elecciones gallegas, europeas y catalanas de 2010. Se produjo el domingo pasado, en forma de un castigo electoral cercano a la catarsis. El PSOE sufrió un voto de rabia más que decepción, y resultó laminado de todo su poder territorial y local, reducido a la condición práctica de un partido de ámbito agrario. Luego, esta semana, la segunda catarsis, la interna: una rebelión contra el liderazgo liquidado en las urnas. Los barones alzados por las bravas contra la hoja de ruta del presidente le han obligado a torcer el brazo, renunciar a las primarias y proponer a Alfredo Pérez Rubalcaba como candidato a las generales.

Su apuesta de continuidad, la ministra Carmen Chacón, epítome de su estilo líquido, ha sido empujada a la cuneta por la vieja guardia del partido. Ahora ya ni siquiera el calendario está en sus manos: tendrá que convocar las elecciones cuando convenga a su sucesor. Más interino que nunca, Zapatero ha culminado su año de autoenmiendas como lo empezó, comulgando a la fuerza con decisiones impuestas. Es la otra característica de su manera de entender la política: hacer una cosa y su contraria. Incluso ganar unas elecciones… y perderlas.