FOUCHÉ

 

 Artículo de Ignacio Camacho  en “ABC” del 09.04.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

BAJO su enjuto perfil decimonónico de conspirador de la Gloriosa, Alfredo Pérez Rubalcaba esconde un control de las emociones y sentimientos tan asombroso como su facilidad para fingirlos. Dueño de una perfecta gestualidad ficticia, este hombre inteligente y tenaz, el eslabón perdido entre Felipe y Zapatero, lleva en sí mismo lo mejor y lo peor de la política; posee una fabulosa capacidad de esfuerzo y sacrificio. y es capaz de ponerla al servicio de la causa más sectaria sin que le tiemble un músculo. Su actuación en la tarde del 13-M fue un prodigio de la manipulación y el agit-prop; aquella cara compungida, aquella falsa aflicción, aquel medido ejercicio de impostura merecería pasar a los anales del cinismo dramático.

Rubalcaba -«si te vuelves te la clava», dijo de él una vez Iñaki Anasagasti- es de esa clase de tipos absolutamente odiosos para el adversario que, sin embargo, se hacen imprescindibles en el equipo propio. Aficionado futbolero y madridista confeso, es como esos defensas de frialdad destructora capaces de romperle la rodilla al rival sin que el árbitro se aperciba, y que luego se inclinan solícitos para compadecerlo y llaman ellos mismos a los camilleros. Tiene un instinto de supervivencia forjado en los pasillos más peligrosos del poder, conoce como nadie los vericuetos de la política y es un negociador de «culo di ferro», como decía Berlinguer, implacable, agotador, de una resistencia metálica combinada con un pragmatismo sinuoso. Orador excelente, de cortesía helada, puede arropar de retórica la proposición más extravagante y dotarla con su sentido actorial de una apariencia de convicción perfectamente verosímil.

Sus enemigos le llaman Rasputín, por su vocación para la intriga, pero al frente de la cartera de Interior, con un ejército de policías dedicado a suministrarle la información más sensible, será más que nunca el perfecto émulo del temible Fouché, el ondulado e inquietante campeón de la razón de Estado. Convertido en la pieza clave del engranaje de una agenda políticamente suicida, agigantado en influencia tras pilotar la pirueta imposible de maquillar de constitucionalidad el Estatuto catalán, el presidente lo ha situado en el eje de la bisagra más delicada para abordar la fase decisiva del diálogo con los verdugos. Zapatero lo llama para que ponga el aparato del Estado al servicio de la ultima ratio de su proyecto, la clave de bóveda de esta legislatura. No hay en toda la nomenclatura española un hombre con un trazo tan ajustado para ese papel de volubilidad táctica en el que los principios morales y hasta legales van a subordinarse a un objetivo político. Situacionista, opaco, maniobrero, hermético, tortuoso, glacial, y con una portentosa maleabilidad para la puesta en escena, Rubalcaba va a tener, sin embargo, un talón de Aquiles en su cometido: el énfasis que le puso a su actuación más célebre. Ahora, como entonces, los españoles seguimos mereciendo un Gobierno que no nos mienta.